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También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus 'Qué más', 'Explíqueme eso', 'Dígame lo que piensa', 'Por qué lo cree', 'Continúe', 'Hábleme de esos detalles', '¿Algo más?', '¿Es eso cuanto ha observado?'. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia —guiado por ella, adiestrado por ella—, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.

Sí, algo así sería, si el informe que vi una vez sobre mí mismo era auténtico, y no tenía por qué no serlo. Lo encontré una mañana rebuscando unos datos en unos viejos ficheros. Lo que no era para los ojos de todos debía de guardarse y almacenarse allí y no en los ordenadores, tan inseguros y desprotegidos. Vi mi nombre, 'Deza, Jacques', y tiré de la ficha sin pensármelo dos veces. Estaba fechada un par de meses después de mi intervención primera (o así es como yo la veía), traducción del Recluta Bonanza y posterior interrogatorio sobre mis impresiones del individuo, y en realidad no era un informe en regla, sino unas cuantas notas improvisadas, posiblemente tomadas a mano —posiblemente por el propio Tupra— a raíz de quién sabía qué actuaciones o interpretaciones mías, aunque quien quiera que fuese las había juzgado dignas de archivo y las había hecho transcribir a ordenador o máquina —acaso se había molestado en pasarlas él mismo—. Leí con rapidez, volví a sepultarlas. Nadie me había prohibido nunca la consulta de aquel viejo fichero, pero tuve la sensación muy nítida de que más me valía no ser sorprendido fisgando lo que sobre mí estaba escrito y no me habían enseñado. Era breve el informe, eran apuntes casi impresionistas, nada sistemáticos u organizados, algo perplejos y contradictorios, quizá indecisos. Más o menos decían:

'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ése es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. Él no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.' La verdad es que me quedé como estaba, aunque aquel texto me hizo pensar que en algún sitio debía de haber sobre mí un verdadero informe en regla, con datos y fechas, hechos comprobables y características detalladas, con mi curriculumconvencional (o quién sabía si el inconfesable) y con observaciones y descripciones menos etéreas e inverificables. Debían de existir de todos nosotros, lo contrario habría sido una incongruencia, me prometí buscarlos un día con calma, podían interesarme los de Rendel y la joven Nuix, el de Mulryan no tanto; y desde luego el de Tupra, si también lo había. Antes de cerrar el fichero apoyé el pulgar en el borde superior de las fichas e hice correr bajo él unas cuantas, sin mucha rapidez, por curiosidad, parándolas al azar de vez en cuando. Vi encabezamientos muy conocidos: 'Bacon, Francis', 'Blunt, Sir Anthony', 'Caine, Sir Michael (Maurice Joseph Micklewhite)', 'Clinton, William Jefferson "Bill"', 'Coppola, Francis Ford', 'Le Carre, John (David Cornwell)', 'Richard, Keith (The Rolling Stones)', 'Straw, Jack'(el Ministro de Exteriores británico, antes del Interior, el que soltó a Pinochet, vaya baldón, era sobre quien necesitaba datos aquella mañana, de su impropio pasado), 'Thatcher, Margaret Hilda, Baroness'. Fueron sus fichas las que frenó mi dedo, algunos estaban ya muertos. Otros muchos epígrafes no me decían nada, para mí desconocidos: 'Booth, Thomas', 'Dearlove, Richard', 'Marriott, Roger (Alan Dobson)', 'Pirie-Gordon, Sarah Jane', 'Ramsay, Margaret "Meta", Baroness', 'Rennie, Sir John', 'Skelton, Stanyhurst (Marius Kociejowski)', 'Truman, Ronald', 'West, Nigel (Rupert Allason)', mi vista cayó sobre ellos, cuánta gente no se llamaba como se llamaba, mi memoria es excelente para los nombres.

Era grato que se tomaran molestias conmigo, habiendo tal compañía; que quisieran desentrañarme, que me hicieran caso. Lo que más me intrigó fue sin duda aquel momento en que el redactor o cavilador, fuera quien fuese, se dirigía a otra persona, a alguien abiertamente, lo cual indicaba que sus impresiones o conjeturas tenían un destinatario concreto: 'De mí, de ti, de ella, decía. 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Pensé que por exclusión la joven Nube sería 'ella', aunque certeza absoluta no pudiera tenerla. Pero quién era ese 'tú', quién era ese 'yo'. Había varias posibilidades, no podía saberlo en modo alguno. Tampoco quién creía, por tanto, que debía temérseme, eso también me extrañó bastante, porque yo no lo creía entonces. (A no ser que fueran un 'yo' y un 'tú' y un 'ella' metafóricos, hipotéticos, intercambiables, como si la expresión hubiera sido 'Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De este, de aquel, del otro'.) No hace falta decir que esas notas iban sin firma, como las demás del fichero, o de aquel cajón al menos. Parecían escritas todas a vuelapluma, por lo poco que me atreví a entretenerme mirándolas, cuando mi pulgar detenía algunas: tan vagarosas y especulativas eran las relativas a mí como las dedicadas al ex-Presidente Clinton o a Mrs. Thatcher, les eché un vistazo.

—Yo creo que sí, que sí podría —le contestaba a Tupra respecto del anfitrión de la cena- cum-celebridades (un cantante-celebridad él mismo, lo llamaré aquí Dick Dearlove, como uno de los desconocidos e inverosímiles nombres vistos en el fichero, allí llegué a enterarme de que era un alto y muy serio funcionario de algo, sólo leí un par de líneas, pero con semejante apellido merecería haber sido un gran ídolo de masas trotante por los mil escenarios, como nuestro cantante anfitrión ex-dentista), tras meditarlo unos segundos—. En una situación de peligro, desde luego que asestaría antes su golpe, si tuviera oportunidad de hacerlo. Incluso antes de tiempo, quiero decir antes de que el riesgo de su vida fuera inminente y cierto. La mera sombra de una amenaza grave lo haría un hombre desmedido, hasta incontrolado. Reaccionaría con violencia, creo yo, fácilmente. O más bien la anticiparía: no sé si existe en inglés, en español tenemos el dicho de que quien da primero da dos veces. Pero no sería por eso, por cálculo, ni por valentía, ni tan siquiera por nervios, ni por pánico exactamente. Está tan satisfecho con su biografía y con la existencia que lleva, tan asombrado y ufano de lo que ha conseguido y sigue logrando (aún no se ve límites), su cuento de hadas le está saliendo tan acabado y perfecto, que no podría soportar que todo se le fuera al traste en unos segundos, prematuramente, por un mal paso o por mala suerte, por una imprudencia o un mal encuentro. Sobre todo no soportaría la idea. Pongamos que se le colaran ladrones en casa, dispuestos a todo — 'burglars', dije—; o que lo atracaran por la calle: no, él nunca irá por las calles andando. Pongamos que se le averiara el coche al cruzar un barrio pésimo, que se le quedara fundido una noche tarde al regresar de su mansión de campo, yendo él solo al volante o acompañado de un guardaespaldas, siempre llevará por lo menos uno, no recorrerá cien yardas sin la protección mínima. Y que nada más echar pie a tierra se vieran rodeados por una pandilla numerosa, agresiva, armada, una banda de desesperados contra la que poco pudieran hacer dos hombres, uno de ellos acostumbrado además sólo al halago y los mimos, y a la total ausencia de sobresaltos.