Wheeler se paró un instante, más que nada —me pareció— para tomar aliento. Había dicho en español las palabras 'donaire' y 'gracia', parafraseando quizá a Cervantes fuera de su Don Quijote, algo infrecuente pero que en él era bien posible. No me resistí a intentar comprobarlo, y aproveché su pausa para citar lentamente, poco a poco, casi sílaba a sílaba, como quien no quiere la cosa o no se atreve del todo a ella, murmurando:
'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo...'
No pude concluir la cita. Quizá a Wheeler le desagradó que le recordara esa última frase en voz alta, a menudo los viejos no quieren ni oír hablar de eso, de su acabamiento, tal vez porque empiezan a verlo como algo verosímil, o plausible, o no soñado o no ficticio. Pero no, no lo creo o no estoy seguro, nadie ve así el propio término, ni siquiera los muy ancianos ni los muy enfermos ni los muy amenazados y en constante peligro. Somos más bien los demás quienes empezamos a verlo así en ellos. Hizo caso omiso y continuó. Fingió no enterarse de lo que recité en mi lengua, y así me quedé sin saber si había sido una coincidencia o si había aludido a Cervantes al despedirse alegre.
'A veces se dice de alguien que carece de conversación. Es ridículo. Lo dice alguien culto, el Primer Ministro (bueno, dejémoslo en adiestrado mentalmente), de alguien que no lo es en modo alguno, por ejemplo su peluquero. Lo que en realidad dice aquél es que le trae sin cuidado y lo aburre sobremanera cuanto éste pueda contarle. Tanto, probablemente, como aburrirá al peluquero lo que el Premier le largue mientras él le corta el pelo, eso es siempre un tiempo muerto nada fácil de llenar, como los trayectos en los ascensores, más aún si la cabeza pelada requiere de equilibrismos para quedar semipresentable y no parecer una zanahoria vuelta. Pero ya lo creo que tiene conversación, ese peluquero, y quizá más que el obtuso Ministro, obsesionado con la marcha del país en abstracto y la de su carrera en muy concreto. No sé, gente que lo ignora todo, personas que jamás se han parado a pensar un minuto sobre nada de nada con la conciencia de hacerlo, que no tienen una sola idea propia ni casi tampoco ajena, hablan sin embargo, incansablemente, sin cesar, sin inhibición alguna y sin el menor complejo. No es sólo el caso de los individuos sin formación ni estudios, tenerlos ayuda poco en el fondo, o resulta secundario; hay casos mucho más asombrosos que los de los rústicos: uno ve a un grupo de pijos o snobsidióticos' (bueno, Wheeler dijo en inglés 'idiotic', me hace gracia ese anglicismo), 'la mayoría doctorados en Cambridge o con nosotros, y se pregunta de qué diablos podrán hablar entre sí pasada la primera hora de intercambiarse saludos y comunicarse sus cuatro mezquinas noticias ya sabidas por cotilleadas, de ponerse al tanto de sus dos naderías y sus tres ruindades (me lo he preguntado siempre, de qué iban a hablar tales sujetos, en las recepciones regias, sembradas de ellos). Uno piensa que se verán obligados a callar y carraspear a menudo, a azorarse por sus largas pausas, a soportar agudezas varias sobre la lluvia y las nubes y embarazosos silencios propios de los tiempos muertos más difuntos, o mortinatos directamente: por su falta absoluta de ideas, de ocurrencias, de conocimientos, de numen para contarse nada, de ingenio y diálogo y aun de monólogo: de luces y de sustancia. Y no es así. No se sabe bien de qué, ni por qué, ni cómo, pero lo cierto es que se pasan las horas y los días charlando sin fin, bestialmente, veladas enteras de chachara, sin cerrar la boca un solo instante, y es más, arrebatándose la palabra unos a otros, tratando de acapararla. Es un misterio y a la vez no es un misterio. Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (me refiero a lo que es volitivo, insisto, y no orgánico meramente, o fisiológico); y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. Cuentan todos con ello, los imbéciles, los brutos, los despiadados, los asesinos, los tiranos, los salvajes, los simples; y aun los locos. Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, ¡de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. No es sólo asunto de las clases antiguamente llamadas altas, deseosas de distinguirse y desdeñosas con el resto; también las que se llamaron bajas han hecho siempre lo mismo, su desdén no ha ido a la zaga, y así se han forjado sus jergas, sus códigos, sus lenguajes secretos o en clave que les permitieran reconocerse entre sí y excluir a los enemigos, es decir, a los doctos y a los pudientes y a los refinados, y vedarles parcialmente la comprensión de lo que se transmitían sus miembros, lo mismo que los delincuentes inventan sus germanías y sus cifras los perseguidos. Dentro de una misma lengua lo que se procura artificialmente es no entenderse o entenderse tan sólo a medias; se trata de oscurecer, de velar, y para ello se buscan derivaciones extrañas y antojadizas variantes, metáforas cojas o muy arbitrarias, sentidos tangenciales u oblicuos que se puedan apartar de la norma común a todos, y hasta se acuñan vocablos nuevos, sustitutivos e innecesarios, para sustraer lo dicho y enmascarar lo comunicado. Y si esto es así es precisamente porque lo habitual y lo dado es entenderse en la lengua. Y esa habla, o esa lengua, son casi lo único que algunos poseen y dan y reciben: los más pobres, los más humildes, los desheredados, los iletrados, los cautivos, los infelices, los sojuzgados; los apestados y los contrahechos, como aquel rey nuestro de Shakespeare, Ricardo III, que le sacó tanto provecho a su labia persuasora. Es lo que no puede quitárseles, el hablar, la lengua, tal vez lo único que han aprendido y que saben, lo que les sirve para dirigirse a sus hijos o a sus amores, aquello con lo que bromean, quieren, se defienden, padecen, consuelan, rezan, se desahogan, imploran, persuaden, salvan y convencen; y también con lo que emponzoñan, instigan, odian, perjuran, insultan, maldicen y traicionan, corrompen, se condenan y se vengan. Mal que bien, todos lo tienen, el rey como sus vasallos, el sacerdote como sus fieles, el mariscal como sus soldados. Por eso existe el lenguaje sagrado, uno que no pertenezca a todos, el que no va destinado a los hombres sino a las deidades. Pero se olvida que tanto el Dios como los dioses también hablan y escuchan según nuestra vieja creencia acaso ya moribunda (qué son las plegarías sino oraciones, palabras, sílabas), y ese lenguaje sagrado también acaba por descifrarse y entonces se aprende, todos los códigos son susceptibles de ser desentrañados un día, después o antes, y no habrá ninguno secreto que lo sea eternamente.' Wheeler volvió a detenerse, muy poco, de nuevo para recobrar el aliento. Puso una mano sobre las viñetas que habíamos desplegado en la mesa, un gesto instintivo, como si quisiera impedir que las volara una ráfaga de viento que no había, o tal vez acariciarlas. No hacía frío, había un sol muy alto, perezoso y pálido, hacía sólo un agradable fresco. 'Tanto nos une y asimila eso que los poderosos han debido buscar siempre señales y divisas y signos nunca verbales, para ser obedecidos y diferenciarse. ¿Tú te acuerdas de aquella escena de Shakespeare en la que el rey se emboza en una capa prestada y se acerca, se mezcla con tres soldados en la víspera de la batalla, se sienta en el campo con ellos fingiéndose otro combatiente insomne en mitad de la noche, sobre las armas, o justo antes de la aurora? Les dirige la palabra, se presenta como amigo, habla con ellos y al hablar son parecidos los cuatro, él más razonante y culto, ellos más toscos e intuitivos, pero se entienden perfectamente, están en el mismo plano de la comprensión y del habla y nada les obstaculiza el intercambio de sus pareceres y sus impresiones y aun de sus miedos, y hasta llegan a discutirse y a ponerse dos farrucos, el rey que no es el rey y un súbdito que tampoco es súbdito, en aquel instante. Hablan un buen rato, y el rey sabe que al hablar se nivelan, o que se igualan mientras les dura el diálogo. Por eso cuando se queda solo, pensativo de lo que ha oído, nos dice la diferencia, murmura en su soliloquio qué es lo que de verdad lo distingue. ¿Tú te acuerdas, Jacobo, de esa escena?'