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'La misma idea de Juicio Final anunciaba que era eso lo que más iba a hacerse según las expectativas comunes, después de muertos: contar las historias enteras de todos, luego hablar, relatar, exponer, argumentar, refutar, apelar, y al término escuchar sentencia. Y además un juicio tan monumental, a cuantos por el mundo pasaron en una sola jornada, todos al mismo tiempo, los faraones egipcios mezclados con nuestros ejecutivos y nuestros taxistas, los emperadores romanos con nuestros pordioseros y nuestros gangsters y nuestros astronautas y nuestros toreros, no sé. Imagínese qué algarabía, Peter, convertida en un gallinero la historia entera del mundo con todos sus casos particulares. Y hartos de esperar los muertos más remotos y antiguos, de contar el incontable tiempo que faltaba para su Juicio, sublevados seguramente por la tardanza infinita, nunca mejor dicho. Ellos sí callados y solitarios durante millones de siglos, a la espera del último muerto y de que no hubiera ya ningún vivo. En realidad esa creencia nos condenaba a todos a un muy largo silencio. Eso sí que eran " the whips and scorns of time", eso sí que era " the law's delay'", y ahora fui yo quien citó a su poeta, 'los azotes y los escarnios del tiempo', 'la dilación de la justicia', dije en su lengua. 'Y según ella, según esa creencia, a día de hoy estaría aún contando sus horas de soledad enmudecida, las pasadas y las por pasar, el primerísimo muerto de todos los tiempos; y si yo fuera él, estaría deseando con egoísmo que se acabara de una vez el mundo y por fin no hubiera nada.'

Wheeler sonrió. Algo le había hecho gracia, de lo que yo había dicho, o quizá más de una cosa.

'Eso es; justamente', me contestó. 'Un silencio sine die: eso en el mejor de los casos y cuando la fe era firme. Pero todo con la agravante de que por entonces, durante nuestra Segunda Guerra, no se creía ya apenas en ese parlamento o justificación o relato último de cada individuo al final de los tiempos, y costaba mucho pensar que las cabezas y miembros que noche tras noche despedazaban las bombas arrojadas sobre estas ciudades pudieran reunirse alguna vez, y gritar más tarde: "Morimos en tal lugar"; y consolaba poco que las causas fueran justas, y menos importaba si eran o no buenas, cuando la principal causa del morir y el matar pasó a ser sólo la supervivencia, de uno mismo o de quienes quería uno. Lo más probable es que se creyera ya poco desde bastante antes, tal vez desde la Primera, que no fue menos atroz para el mundo que la contempló y que también es el mío, no lo olvides, tanto como este que nos tolera hoy a ti y a mí, o que nos arrastra. Las atrocidades vuelven incrédulos a los hombres en el fondo de sus conciencias y en el de sus sentimientos, incluso si deciden aparentar lo contrario por un reflejo de superstición, otro de tradición y otro de rendición mezclados, y se congregan en las iglesias a cantar himnos para sentirse más juntos e infundirse entereza y conformidad más que coraje, de la misma manera que los soldados cantaban al avanzar casi indefensos con sus bayonetas en ristre, más que nada para anestesiarse un poco con sus alaridos antes del impacto o del golpe o de volar por los aires, para aturdirse el pensamiento herido mucho antes que la carne, y acallar los ruidos de la muerte variados que andaba por allí de caza fácil. Eso yo lo sé, yo he visto eso en los campos. Pero no son sólo las salvajadas, las crueldades, las que se padecen y las que llega a cometer uno mismo, por la tan justa como injusta causa de la supervivencia. Es también la terquedad de los hechos: que nadie haya venido nunca a hablarnos después de muerto, por mucho que se empeñen los espiritistas, los visionarios, los fantasmófilos, los milagristas y hasta nuestros actuales y descreídos creyentes, residuales o por inercia todos aunque aún queden millones de ellos...; toda esa larga experiencia nos ha obligado a saber al correr de los siglos, tal vez en lo más recóndito y acaso sin pronunciárnoslo, que los únicos que no poseen la lengua y jamás hablan ni cuentan ni dicen nada son ellos, son los muertos.' Peter se detuvo y bajó de nuevo la vista, y añadió en seguida sin alzarla: 'También, así pues, nosotros, cuando engrosemos sus filas. Pero sólo entonces, y no antes'.

Se quedó así, mirando la hierba. Parecía esperar que comentara yo algo, o que le hiciera una pregunta. Pero no sabía yo cuál, cuál quería o me pedía en silencio, o si necesitaba en verdad alguna. Así que sólo se me ocurrió susurrar lo que me vino a la mente, y lo susurré en mi lengua en la que no fue escrito, pero la única en que me lo sabía:

'Extraño no poder habitar más la tierra. Extraño no ser más lo que se era y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Y penosa la tarea de estar muerto.'

Pero por fortuna, supongo, Wheeler tampoco hizo caso a esto.

'Sólo nos hablan en sueños, eso es cierto', continuó entonces, como si mis medios versos no atendidos le hubieran reactivado sin embargo un resorte. 'Y los oímos tan claramente, y su presencia es tan vívida en ellos, que mientras dura el dormir parece que sean esas personas con las que no hay forma de cruzar frase o mirada despiertos, ni manera de establecer contacto, las que en efecto nos cuentan y nos escuchan y hasta nos alegran el ánimo con sus añoradas risas idénticas a las que tuvieron en vida en esta tierra: son las mismas, esas risas; sin vacilación las reconocemos. Desde luego es bien extraño; si me apuras inexplicable, uno de los escasos misterios que nos van quedando intactos. Pero de lo que no cabe duda, al menos para los racionalistas como tú y como yo, y como lo era Toby y también lo es Tupra, es de que esas voces y sus nuevas palabras están en nosotros y no fuera en ningún sitio. Están en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Digámoslo así: es la memoria imaginando, y que por una vez no sólo recuerda, o lo hace impuramente y con mezcla. Están en nuestrossueños, esos muertos; somos nosotros quienes los soñamos, los trae nuestra conciencia dormida y nadie más puede oírlos. El hecho más se asemeja a una encarnación, a una suplantación, a una personificación por nuestra parte' (fue en realidad un solo término el que Wheeler empleó en inglés: 'impersonation'), 'que a supuestas visitas o advertencias de la ultratumba. No nos es desconocido del todo ese mecanismo, quiero decir en la vigilia. A veces quiere tanto uno a alguien que le cuesta poco esfuerzo ver el mundo con sus ojos y sentir lo que siente ese alguien, hasta donde son reconocibles los sentimientos ajenos. Prever a esa persona, anticiparla. Ponerse en su lugar, literalmente. Por eso existe esa expresión, y casi ninguna es de balde en las lenguas. Y si eso lo hacemos despiertos, no es tan raro que se obren esas fusiones o conversiones o yuxtaposiciones dormidos, o son casi metamorfosis. Acuérdate del soneto de Milton, ¿lo conoces? Milton lleva ya tiempo ciego cuando lo escribe, sueña una noche con su esposa Catherine muerta y la ve y la oye perfectamente en esa dimensión, la del sueño, que tan bien acoge y tolera la narración poética. Y en ella recupera la visión triplemente: la suya, como facultad y sentido; la imagen de su mujer imposible, pues no sólo él, sino nadie puede verla ya en el presente, se ha borrado de la tierra; y sobre todo el rostro y la figura de ella, que en él no son recordados siquiera sino imaginados, nuevos y nunca antes vistos, porque él jamás la había contemplado en vida más que con la mente y el tacto, fueron sus segundas nupcias y estaba ya ciego al casarse. Y al inclinarse ella para abrazarlo en el sueño, entonces " I wak'd, she fled, and day brought back my night", así termina.' ('Desperté, ella se deshizo, y el día devolvió mi noche'.) 'Con los muertos se vuelve a la noche siempre, y a no oír más que su silencio, y a no obtener nunca respuesta. No, no hablan, son los únicos; y son también la mayoría, si contamos a cuantos atravesaron y dejaron atrás el mundo. Aunque todos hablaran sin duda, durante su estancia.' Wheeler tocó las viñetas de nuevo, les dio unos golpes con el índice, señalándolas con vehemencia como si fueran más de lo que eran. '¿Te das bien cuenta, Jacobo, de lo que significaba esto? Se pidió a los ciudadanos que se callaran, que se cosieran los labios, que cerraran bien el pico a cal y canto, que se abstuvieran de toda conversación imprudente y aun de las que no parecieran serlo. A todos se les metió miedo, incluso a los niños. Miedo a sí mismos y a traicionarse, y por supuesto miedo al otro, hasta al más querido y más cercano y al de mayor confianza. Así que yo no sé si te das cuenta, pero lo que se les estaba pidiendo con estas consignas no era sólo que renunciaran al aire, sino que se asimilaran con ello a los muertos. Eso además en un tiempo en que cada día nos llegaban noticias de tantos nuevos, los de los infinitos frentes esparcidos por medio globo, o en que se los veía aquí mismo en el barrio, en tu propia calle, víctimas de los bombardeos nocturnos y cualquiera podía ser el siguiente. ¿No bastaban esos muertos? ¿No bastaba con el definitivo e irreversible silencio impuesto a tantos, para que los todavía vivos tuviéramos además que imitarlos y enmudecer antes de tiempo? ¿Cómo podía pedirse eso a un país entero ni a nadie, ni siquiera a un individuo aislado? Si observas estas viñetas (y hubo más), verás que no quedaba excluido nadie por insignificante que pareciese. ¿Qué podían saber de interés o de riesgo, por ejemplo, estas dos señoras que van en metro charlando probablemente de sus sombreritos o de su cotidianidad más inocua? Ah, podían tener alistados a un marido, a un hermano, a un hijo, de hecho era lo más corriente, y aunque sus hombres ya prevenidos no les contaran mucho, algo podían saber ellas de aprovechable importancia, cómo decir: sin saber que lo sabían o ignorando que lo fuese. Todo el mundo puede saber algo, hasta el mendigo más misantrópico y al que no habla nadie, no solamente en la guerra sino siempre, y aunque la mayoría ni siquiera tenga conciencia de su caro conocimiento. Y cuanto menos consciente se sea, más peligroso uno se vuelve. Parece una exageración, pero en realidad nadie está a salvo de desencadenar calamidades, desastres, crímenes, malentendidos trágicos y venganzas por hablar tan sólo, inocente y libremente. Siempre es posible y aun fácil irse de la lengua, qué expresión tan hermosa, a la vez amplia y precisa, tenéis vosotros en el castellano, que cubre tanto la intencionalidad como la involuntariedad del hecho.' Y Wheeler lo dijo obviamente en mi idioma, irse de la lengua, la expresión hermosa. 'En cualquier época y circunstancia, de eso no está a salvo nadie. Y además no olvides esto: que todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y lo más anodino, lo más increíble y lo más necio.' Wheeler volvió a levantar la vista, como si hubiera oído antes que yo lo que yo oí en seguida pero al cabo de unos segundos, un ruido de motor en el aire y también ruido de hélice, quizá él se había acostumbrado a percibir el más mínimo sonido o vibración aérea durante la Guerra o sus guerras, antes de que resultara audible, supongo que también se aprende a presentir los presentimientos. Vimos surgir entonces sobre los árboles un helicóptero que volaba bajo, era extraña esa visión en el cielo de Oxford y más aún en jornada festiva, en uno de aquellos domingos desterrados del infinito, tal vez se celebraba alguna ceremonia académica con presencia del Primer Ministro o de otro elevado cargo o de un individuo u otro del denso escalafón monárquico (el Duque y la Duquesa de Kent tienden a multiplicarse, con ayuda sobrenatural, se cuenta) y no estábamos al tanto, Wheeler ya tan jubilado que las autoridades universitarias se olvidaban más cada año de invitarlo a sus fastos. Los Premiers británicos han tenido querencia hacia nuestra Universidad tradicionalmente, aún me acordaba de cuando en mi periodo docente los miembros de la congregación le habíamos negado el doctorado honoris causa, en votación nada reñida, a la recatada Mrs. Thatcher (rencorosa Margaret Hilda) cuando era sólo señora y no Baronesa ni Lady. Ella había estudiado allí y mandaba por entonces, pero eso le sirvió de poco. Yo tenía momentáneo derecho a voto y lo uní con zozobra y gusto al de la mayoría denegadora. Aquella mujer encajó mal el feo, y luego pareció vengarse con restricciones y leyes perjudiciales para la Universidad y no sólo la nuestra, pero fue la primera Premier a quien se rehusó ese título, que de hecho se había otorgado a todos o casi todos sus predecesores sin oposición apenas, un trámite, o digamos graciosamente.