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'Sí, ésta me la guardo, te daré una copia si la quieres', dijo refiriéndose al dibujo de Fraser. 'Las demás puedes quedártelas, las tengo repetidas, o reproducidas mejor en libros; algún otro original también conservo. Este de la araña gamada me gusta especialmente. Qué demonio de helicóptero', añadió sin pausa y con fastidio, 'qué se le habrá perdido por aquí, esto es zona de conocimiento. Espero que no venga más a despeinarnos, ¿no tendrás un peine a mano? Los latinos soléis llevarlos.' El pelo de Wheeler se veía, en efecto, como la espuma rabiosa en la cresta de una ola, y el mío me lo notaba como si me lo hubieran convertido en nudos. '¿Qué quería Mrs. Berry?', esto también lo enlazó sin pausa. Volvió a llamarla como en sociedad. Se estaba recomponiendo y debía ayudarse a ello; o era la fuerza de la costumbre del disimulo. '¿Nos llamaba ya para el almuerzo?' Miró el reloj sin detenerse a mirarlo, trataba de salir de su sobresalto sin comentarios míos, aunque bien sabía que yo no iba a soltarlo sin hacer una tentativa al menos.

'No, todavía no está listo. Supongo que la asustó el ruido, no sabría lo que era', contesté, y añadí a mi vez sin pausa: 'Se le ha atragantado la voz de nuevo, Peter. Anoche me dijo que le ocurría sólo de tarde en tarde. Pero ya van dos veceseste fin de semana'.

'Bah', respondió huidizo, 'ha sido casualidad, mala suerte, ese maldito helicóptero. Son atronadores, ese sonaba casi como un viejo Sikorsky H-5, su solo ruido provocaba el pánico. Y también es que hablo mucho, contigo hablo demasiado y me acabo resintiendo, no tengo ya tanta costumbre. Tú me dejas y me dejas, pones cara de interesado y yo te lo agradezco mucho, pero deberías cortarme más, obligarme a ir más al grano. Estoy un poco solo aquí en Oxford, me imagino, últimamente, y con Mrs. Berry está todo hablado, lo que puede hablarse con ella, claro, o lo que ella quiere que hablemos. No te creas que me viene a visitar tanta gente. Muchos han muerto, otros se fueron a América nada más jubilarse y viven allí como parásitos, yo no quise eso, se limitan a esperar tomando el sol lo más que pueden, se consienten bermudas, se aficionan por televisión a ese fútbol de allí con mucho postizo y casco, se preocupan por sus intestinos y se alimentan sólo de brécoles, merodean por la biblioteca y el campus que les hayan tocado en suerte, dejan que sus departamentos los exhiban de tarde en tarde como prestigiosas momias ultramarinas o como ajados trofeos de unos difusos tiempos heroicos que nadie sabe allí en qué consistieron. En suma, como antigüedades, es de lo más deprimente. Sí me gusta hablar contigo. Los ingleses rehúyen cuanto no sea anécdota, dato, hecho y apostilla o glosa irónica; la especulación les desagrada, el razonamiento les es superfluo: lo que a mí más me divierte. Sí, me gusta mucho hablar contigo. Deberías venir más a menudo: aparte de todo, estás muy solo ahí en Londres. Aunque quizá lo estés pronto bastante menos. Aún he de proponerte algo, y pedirte el favor de que lo aceptes sin darle demasiadas vueltas ni hacerme muchas preguntas. Tampoco vas a perder un tiempo que ya das por perdido, el de las convalecencias sentimentales se llena con lo que sea, el contenido es lo de menos, con lo que esté más a mano y más ayude a empujarlo, se tiene poca exigencia, ¿no es cierto? Luego no se recuerdan apenas, esos periodos, ni lo que se hizo en ellos, como si hubiera estado permitido todo, uno se justifica mucho por la desorientación y el sufrimiento; es como si no hubieran existido y en su lugar hubiera un blanco. También un vacío de responsabilidades, "¿Sabe? Yo no era yo entonces". Oh sí, el padecimiento ha sido siempre nuestra mejor coartada, la que mejor finge exculparnos de cualquier acto. Quiero decir a los hombres, la mejor coartada del género humano, de los individuos y de las naciones.'

Todo esto lo dijo como si nada, pero no pude evitar sentir una pizca de emoción y otra de orgullo, al fin y al cabo yo pensaba que lo distraía y le era simpático y tal vez lo halagaba a ratos, que me toleraba sin esforzarse, pero nunca más que eso. Él tenía mucho que contar y que argumentar siempre, aunque hiciera lo primero con cuentagotas tan sólo; su conversación me enseñaba, me instruía y me deslizaba ideas o me las renovaba, por no decir que me cautivaba. Yo no le ofrecía gran cosa a cambio, creo, más que nada compañía y oídos atentos, mi cara de interés no era fingida. Rylands me lo había dejado en herencia y además resultaba ser su hermano. Quizá Peter me miraba con ojos benévolos y afectuosos por verme a su vez, en parte, como una herencia de Toby, aunque yo no pudiera convertirme en figura sustitutoria de éste, como sí lo era "Wheeler para mí de Rylands. Me faltaba edad, pasado común, agudeza, conocimiento, misterio. Me azoré levemente, no supe qué contestar, así que saqué del bolsillo interior de mi chaqueta el latino peine que me había solicitado.

'Tenga, Peter', dije. 'Un pequeño peine.' Lo miró un segundo con desconcierto, se le habría olvidado ya que lo necesitaba. Luego lo cogió con tiento, lo escudriñó al trasluz (estaba limpio) y se recompuso el cabello lo mejor que supo, no es muy fácil sin espejo y con pequeño peine. La corona le quedó apañada, no así los lados, el aeronáutico viento se los había echado hacia adelante y le invadían rebeldemente las sienes, dándole un aire aún más romano. 'Si me permite', dije. Me entregó sin recelo el peine, con tres o cuatro movimientos rápidos se los amansé del todo, los laterales. Confié en que la señora Berry no nos estuviera observando, me habría tomado por un peluquero loco frustrado.

'Más vale que te des también tú un repaso', dijo Wheeler mirándome a la cabeza críticamente o casi con grima, como si me hubiera puesto un loro en ella. 'Y no sé cómo lo has conseguido, pero te has manchado todo de hierba. Ni siquiera te has dado cuenta', y me señaló la pechera de mi camisa clara, dejando ver que no asociaba mis dos o tres tiznes verdes con mi salvamento de sus viñetas. Entre la noche de fiesta y estudio y copitas, el poco sueño, el afeitado rápido y los avatares al fresco, debía de parecer un pordiosero en las últimas o un hampón caído en desgracia y venido a menos que nada. La chaqueta y los pantalones se me habían arrugado al rodar por el césped. 'Hay que ver', añadió Wheeler, 'igual que un crío.' Sin duda me tomaba el pelo, eso también lo animaba. Pasé dos dedos por el pequeño peine (un gesto mecánico) y luego me desenredé el cabello, adivinando. Cuando terminé se lo sometí a consulta:

'¿Está bien así?', y le mostré teatralmente mis dos perfiles.

'Puede pasar', dijo tras echarme una condescendiente ojeada, como un superior que inspeccionara con prisa el casco de su soldado. Y a continuación volvió a donde estaba justo antes del ataque aéreo, él nunca perdía el hilo a menos que así lo quisiera. Pese a los muchos rodeos, meandros, desvíos, sus trayectos los concluía. '¿Qué pasó con esa campaña?', preguntó retóricamente. 'Fracasó en conjunto, como estaba mandado. A eso nació condenada, irremisiblemente. Bueno, sirvió de algo, sí, claro, de no poco seguramente: la gente tomó conciencia del peligro que se corría por hablar de más, a la mayoría ni se le había ocurrido. Surtió efecto sin duda en muchas tropas y lo principal era eso, al ser ellas las más informadas y las más expuestas a sufrir las consecuencias de los descuidos y excesos verbales. Y por supuesto los mandos, políticos y militares, se anduvieron con gran cuidado. Se incrementó la costumbre de comunicarse en clave, o mediante meros dobles sentidos y transposiciones semánticas, con sinécdoques y metalepsis improvisadas y de andar por casa, y eso ya fue cosa espontánea de la población entera, cada uno dentro de sus ocurrencias y posibilidades. Se creó, se implantó la sugestión de que cualquiera podía estar escuchando con intención enemiga. Sí, puede decirse (y eso ya fue insólito y admirable en sí mismo) que se adquirió plena y colectiva conciencia, por transitoria que fuese, de lo que ilustra la viñeta del marinero y la chica y la posterior secuencia: de que nuestras palabras, una vez soltadas, ya no tienen control posible. Es lo que más deja de pertenecemos, mucho más que nuestros actos, que, por así decir, en nosotros se quedan, buenos o malos, sin que otro pueda apropiárselos más que en los casos flagrantes de usurpación o impostura, que siempre cabe denunciar, abortar, desfacer o desenmascarar, aunque sea tardíamente.' Wheeler dijo 'desfacer' en mi lengua, desde luego, y si no en qué otra. También había dicho en ella 'como estaba mandado' y 'de andar por casa', le gustaba "hacer gala de su español coloquial y de su español libresco, como de su portugués y su francés, supongo, esos tres idiomas los conocía a fondo y tal vez otros, por lo menos tenía nociones de hindi, alemán y ruso, que yo supiera. 'Nada se entrega tanto ni tan cabalmente como las palabras. Uno las pronuncia y al instante se desprende de ellas y las deja en posesión, o mejor dicho en usufructo, de quien se las ha escuchado. Ese puede suscribirlas, para empezar, lo cual ya no es grato porque en cierto sentido se las adueña; o rebatirlas, que no lo es tampoco; pero sobre todo puede transmitirlas a su vez ilimitadamente, citando la fuente o haciéndolas suyas según le convenga, según su decencia o según quiera perdemos y delatarnos, depende de las circunstancias; y no sólo eso, también puede adornarlas, mejorarlas o empeorarlas, tergiversarlas, sesgarlas, sacarlas de contexto, cambiarlas de tono, desplazarles el énfasis y así darles un sentido distinto y hasta fácilmente contrario del que tuvieron en nuestros labios, o cuando las concebimos. Y por supuesto repetirlas con absoluta exactitud, verbatim. Eso era lo más temido durante la Guerra, por eso muchos procuraron hablar sólo con medias palabras, de forma metafórica o nebulosa, con voluntarias imprecisiones o en lenguajes secretos directamente. Muchos aprendieron a decir sin decir, y se acostumbraron a ello.'