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'¿A qué se refiere, Peter? No entiendo.'

'Los ciudadanos, Jacobo, los de cualquier nación, la mayoría inmensa, normalmente no tienen nada que contar de verdadero valor para nadie. Si uno se para a pensar por la noche en lo que le han dicho o contado a lo largo del día las muchas o pocas personas con las que haya hablado (y su grado de cultura y saber es indiferente), verá que rara es la fecha en la que haya oído algo de verdadero valor o interés o discernimiento, dejando de lado los detalles y cuestiones meramente prácticos e incluyendo por supuesto, en cambio, cuanto le haya llegado desde un periódico, la televisión o la radio (otra cosa es si ha leído uno de un libro, y también depende). Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, es relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea "nuestro" y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, "sienta la necesidad de expresarse". Nada habría variado apenas de no haberse expresado los millones de opiniones, sentimientos, ideas, hechos y noticias que en el mundo se expresan y relatan a diario.' (Huelga señalar que Wheeler recurrió a mi lengua para esa palabra, 'cursilería', que no tiene equivalente exacto en ninguna otra.) '"Hablando se entiende la gente", decís en español a menudo. "Hablar es bueno", suele afirmarse, en diferentes situaciones y contextos. Sólo faltaba que los psicólogos y similares metieran esa noción absurda en la cabeza de los parlantes para que éstos dieran rienda aún más suelta a lo que siempre fue su natural tendencia. Hablar no es en sí bueno ni malo, y en cuanto a entenderse haciéndolo, bueno, en tanta medida es fuente de conflictos y malentendidos como de armonía y entendimiento, de injusticias como de reparaciones, de guerras como de armisticios, de crímenes y traiciones como de lealtades y amores, de condenas como de salvaciones, de ofensas y furias como desconsuelos y apaciguamientos. Hablar es en todo caso el mayor malgasto de la población entera, sin distinción de edad, sexo, clase, riqueza ni conocimientos, el desperdicio por antonomasia. Casi nadie dispone de nada para decir que sus posibles oyentes considerasen en verdad apreciable, digno de atender, o no digamos de ser comprado, ¿quién paga por lo que es gratis siempre salvo en contadísimas excepciones, y aun a veces es obligado? Y sin embargo, extrañamente, con todo, la mayoría se empeña en hablar sin parar, y además a diario. Es asombroso, Jacobo, si se molesta uno en pensarlo: los hombres y las mujeres explican y cuentan sin cuento y también se explican hasta la saciedad así mismos, buscando a quien los escuche o imponiendo sus discursos si pueden, el padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el párroco a sus feligreses, el marido a la mujer y la mujer al marido, el comandante a sus tropas y el jefe a sus subalternos, el político a sus partidarios y aun a la nación congregada, las televisiones a sus espectadores, los escritores a sus lectores y hasta los cantantes a sus adolescentes, que encima les corean sus estribillos, para mayor tributo. También los pacientes a sus psiquiatras, sólo que aquí la índole de la relación es reveladora, se trata de una transacción muy clara: cobra quien escucha, paga quien habla. Desembolsa quien raja, se retrata quien larga.' (Y estos cuatro últimos verbos fueron españoles de nuevo. Pensé en una amiga mía de Madrid, la Doctora García Mallo, psicoanalista muy sabia: le recomendaría aumentarse los honorarios sin la menor mala conciencia.) 'Esa es una relación ejemplar, sería la apropiada en el fondo, para todas las ocasiones. Pues que escuchen de buen grado nunca hay muchos, no sobran, más que nada porque son infinitos más los que aspiran a la trinchera contraria, esto es, a decir ellos y a ser oídos por tanto. En realidad, si te fijas, hay una permanente y universal disputa por hacerse con la palabra: en cualquier lugar concurrido, privado o público, hay decenas si no centenares de voces incontenibles pugnando por prevalecer o por abrirse paso, y el desideratumde cada una de ellas sería elevarse por encima de las demás y acallarlas: ya lo intentan, en la medida de lo tolerable. Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguardan a fingir que atienden; da lo mismo que sea un pubque un té en casa aristocrática, sólo varían la intensidad y el tempo, en la segunda se va poco a poco, se disimula un rato hasta adquirir confianza para explayarse como en la taberna, aunque con el diapasón más bajo. Y bastan cuatro personas en torno a una mesa para que al menos dos rivalicen por llevar la voz cantante. Yo hice bien en ser profesor: durante muchos años gocé sin lucha del enorme privilegio de no verme interrumpido por nadie, o no sin mi consentimiento previo. Y aún gozo de él en mis libros y artículos. No otro es el espejismo de cuantos escribimos, creer que se abren nuestros volúmenes y que se recorren de cabo a rabo, contenido el aliento y con poca pausa. Lo es y lo ha sido de todos, no lo dudes, yo lo sé por experiencia ajena y también por propia, y a ti te falta esta última que yo sepa, no te imaginas lo bien que has hecho en no dejarte tentar por la escritura. Esa es la idea ilusoria de esos novelistas que lanzan sus varios e inmensos tomos llenos de aventuras y reflexiones desmesuradas, como vuestro Cervantes, Balzac, Tolstoy, Proust, o aquel pesado cuádruple de Alejandríaque tanto estuvo de moda o nuestro Tolkien de Oxford (él sí era sudafricano de nacimiento, ¿sabes?), cuántas veces me lo crucé en Merton College o lo vi tomándose algo en The Eagle & Childcon Clive Lewis al caer la tarde sin que ninguno sospecháramos lo que iba a ocurrir con sus tres entregas tan excéntricas por entonces, él aún menos que nosotros, sus muy escépticos colegas; y la de esos poetas torrenciales que tanto meten y concentran en cada una de sus engañosas líneas que se aparecen tan cortas, como Rilke y Eliot, o antes Whitman y Milton y antes vuestro gran Manrique; y la de esos dramaturgos que pretenden, tener a los espectadores sentados durante cuatro o más horas, como el propio Shakespeare en Hamlety en Enrique IV: claro que en su tiempo muchos estaban de pie y entraban y salían del teatro como si nada y cuantas veces se les antojara; también la de esos cronistas y diaristas y memorialistas como Saint-Simon, Casanova, vuestro Inca Garcilaso, vuestro Bernal Díaz o nuestro ilustre Pepys, que no se hartan nunca de entintar hojas como maniáticos; y la de esos ensayistas como el incomparable Montaigne o como yo mismo (salvando todas las insalvables distancias, te lo suplico), que nos figuramos ingenuamente, mientras redactamos, que alguien tendrá la milagrosa paciencia de tragarse cuanto queramos soltarle sobre Henrique el Navegante, imagínate qué locura, mi último libro sobre él tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso. ¿Lo has leído ya, por cierto?'

'Todavía no, Peter, le ruego que me disculpe, lo siento en el alma. Me cuesta mucho concentrarme en la lectura últimamente', le contesté, y no le mentía. 'Pero cuando me ponga, descuide, me lo leeré de la cruz a la fecha, conteniendo todo el rato el aliento y sin apenas pausa, estoy seguro de ello', añadí sonriéndole y en tono de leve y afectuosa chanza, y él sonrió un poco también con la mirada rápida, sus ojos eran más jóvenes que su figura en conjunto. Y a continuación le pregunté: '¿Cuál fue esa tentación? La que la campaña contra la careless talktrajo consigo. Me hablaba de eso, ¿no?, o iba a hacerlo'.

'Ah sí. Así me gusta, que sigas mis instrucciones y me ates corto.' Y esa respuesta suya encerraba también algo de guasa. 'Nadie se dio cuenta al principio, pero la tentación era muy simple, y nada sorprendente en el fondo: verás, a esa población que no tiene mucho imprescindible ni codiciable que contar normalmente, se le comunicó de pronto que su lengua, sus charlas y su natural verborrea podían constituir un peligro, y se la instó a llevar cuidado con lo que hablara y a mirar dónde, cuándo y ante quiénes lo hacía; se la advirtió de que casi cualquiera podía ser un espía nazi o un sobornado al acecho de sus palabras, como se ilustra en la viñeta de las dos amas de casa que viajan en metro o en la de los jugadores de dardos. Y esto vino a ser, date cuenta, como si a los ciudadanos se les dijera: "En la mayoría de los casos ustedes no saben cuáles, pero de sus labios pueden salir cosas importantes, cruciales, que por consiguiente mejor sería que no fueran proferidas nunca, en ninguna circunstancia. Ustedes ignoran qué, pero entre la mucha morralla que sueltan sus bocas a diario, algo puede haber de valor, y de valor inmenso para el enemigo. En contra de lo habitual, esto es, del general desinterés de los más por lo que ustedes insisten en contar y explicarles, es probable que ahora haya entre nosotros oídos interesadísimos en prestarles toda la atención del mundo, y aun en sonsacarlos. Mejor dicho, los hay seguro: son muchos los paracaidistas alemanes que han ido cayendo sobre suelo británico en estos últimos tiempos, y están todos bien preparados, entrenados especialmente para engañarnos, saben nuestra lengua como si fueran nativos de Manchester, de Cardiff o de Edimburgo, y conocen nuestras costumbres porque no pocos vivieron ya aquí en el pasado o son medio ingleses, por parte de padre o madre, aunque hoy hayan optado por la peor de sus dos sangres. Aterrizan o desembarcan faltos de escrúpulos y provistos de armas, y de documentos falsos de imitación perfecta, y si no se los procuran rápido sus cómplices aquí en las Islas, muchos de ellos compatriotas cabales nuestros, tan británicos como nuestros abuelos, y también estos traidores están pendientes de sus palabras, a ver qué pescan y transmiten a sus jefes de carnicería, a ver si algo se nos escapa. Así que ándense todos con ojo: de su cháchara irresponsable o de su leal silencio pueden depender los destinos de nuestra aviación, nuestra flota, nuestras tropas de tierra, nuestros prisioneros y nuestros espías. Tal vez no en su mano, pero sí en su lengua, esté la suerte de esta guerra que ya nos ha costado tanta sangre, denuedo, lágrimas y sudores".' (Wheeler citó en el debido orden, sin olvidar el 'toil'que se omite siempre.) '"Y sería imperdonable que acabáramos perdiéndola por un desliz suyo, por una evitable imprudencia, porque uno cualquiera de nosotros fuera incapaz de morderse y sujetar su lengua". Así se veían las cosas, el país plagado de agentes nazis con el oído aguzado, dedicados a la escucha furtiva' (y aquí Wheeler empleó un verbo inglés difícilmente traducible, 'to eavesdrop'), 'no sólo en Londres y en las ciudades grandes sino en las pequeñas y en las aldeas y desde luego en las costas y hasta en los campos. Los pocos alemanes y austriacos antinazis que se habían exiliado aquí ya años antes, tras la subida al poder de Hitler, no lo pasaron muy bien, supe de Wittgenstein, por ejemplo, que llevaba en Cambridge media vida, o conocí al gran actor Anton Walbrook y al escritor Pressburger y a aquellos magníficos eruditos del Arte del Instituto Warburg, a Wind, a Wittkower, a Gombrich, a Saxl, y también a Pevsner, y algunos de sus vecinos de siempre comenzaron de pronto a recelar de ellos, los pobres, eran ciudadanos británicos y los más interesados de todos, probablemente, en la derrota del nazismo. Fue en esa época cuando se instauró aquí por primera vez un documento oficial de identidad, en contra de nuestra tradición y nuestra preferencia, para dificultarles las cosas un poco más a los alemanes que se nos infiltraban. Pero la gente lo perdía, desacostumbrada a llevarlo, y tanta aversión se le tuvo que el carnet en cuestión se suprimió más tarde, hacia 1951 o 52, para aplacar el descontento que su obligatoriedad provocaba. Me ha dicho Tupra que se habla ahora, en las alturas, de implantar algo parecido de nuevo junto con sus demás medidas inquisitoriales, esos mediocres que nos gobiernan con espíritu tan totalitario y a los que la matanza de las Torres Gemelas está dando poco menos que carta blanca. Espero que no se salgan con la suya. Por mucho que se empeñen, tampoco ahora estamos en verdadera guerra, no en una de incertidumbre y dolor constantes. Y aunque no seamos ya muchos los vivos que participamos activamente en la Segunda Mundial, para nosotros es una ofensa y una burla grave lo que en nombre de la seguridad, oh prehistórico pretexto, se proponen hacer e imponer estos tontos a la vez pusilánimes y autoritarios. No luchamos contra quienes querían controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida de los individuos para que ahora vengan nuestros nietos a dar taimado pero cabal cumplimiento a las fantasías chifladas de los enemigos que ya vencimos. No sé, en fin, sea como sea yo no lo veré mucho tiempo, de todas formas, por suerte.' Y Wheeler volvió a mirar hacia la hierba mientras murmuraba estas expresiones superfluas, o quizá fue hacia las varias colillas que yo había ido arrojando al suelo y aplastando con mi zapato. Esta vez recuperó el trazo solo, en seguida: '¿Cuál fue el resultado de decirles todo aquello a los ciudadanos de entonces? Se encontraron en una situación extraña, tal vez hasta paradójica: podían poseer información valiosa, pero la mayoría ignoraba si así era en efecto y también cuál diablos era, en caso afirmativo; asimismo ignoraban para quién de su entorno podía serlo, para qué allegados o conocidos o si para alguno, lo cual traía como consecuencia que nunca pudieran descartar a nadie como potencial peligro; sabían, por último, que si se daban esos dos factores o elementos, por lo demás incomprobables siempre —esto es, su inconsciente posesión de una información valiosa y la vecindad de un enemigo encubierto que se la arrancase o por casualidad se la oyese—' (y aquí apareció otro verbo de la misma gama sin exacto equivalente en mi lengua, 'to overhear'), 'la conjunción podía tener una trascendencia enorme y ser causa de calamidades. La idea de que lo que uno diga, hable, comente, mencione o cuente pueda tener importancia y hacer daño y ser codiciado por otros, aunque sea por el Demonio con sus innumerables huestes, resulta irresistible para la mayoría; y así se juntaron y convivieron en la mayoría las dos tendencias enfrentadas, contradictorias, adversas: una, a callarlo todo siempre, hasta lo más anodino e inocuo, para ahuyentar cualquier amenaza y también toda sensación de culpa, o de haber podido incurrir en alguna espeluznante falta; otra, a contarlo y hablarlo todo ante todos y en todas partes (cuanto cada uno supiera o hubiera oído, las más de las veces bisutería, insignificancias, nada), para así probar la aventura o su espectro y experimentar el riesgo, y también el escalofrío desconocido y nuevo de la importancia propia. De qué sirve tener algo valioso si no se pasea y se exhibe y aun se restriega a los otros, de qué algo codiciable si no se palpa la codicia ajena o se siente su posibilidad al menos y el peligro de que se lo arrebaten, de qué un secreto si alguna vez no se cuenta y se lo traiciona. Sólo así puede calibrarse la verdadera medida de su horribilidad y su prestigio. Antes o después uno se cansa de pensar siempre a solas: "Ay si ellos supieran, ah si él se enterara, oh si ella tuviera conocimiento de lo que yo me guardo". Y antes o después llega el momento de sacarlo fuera, de desprenderse, entregarlo, aunque sea una sola vez y a una sola persona, antes o después nos pasa a todos. Pero como los ciudadanos no sabían diferenciar (con excepciones) qué era oro y qué baratijas, muchos lo ponían todo sobre el mostrador o la mesa con un placentero estremecimiento, ilusionados, atraídos por la perspectiva de que delante hubiera algún espía maligno, y cruzando a la vez los dedos y rogando al cielo por qué no lo hubiera, ni tampoco nadie que se lo transmitiera, quiero decir su atolondrado o confuso cuento. Y nada tan emocionante como que algún compatriota más responsable y entero les chistara entonces y les reprochara su ligereza, porque eso era señal casi inequívoca, para el hablador, de que se había adentrado en el territorio prohibido de lo grave y con significación y peso, que nunca antes habría hollado. Esa excitación temerosa, la de aventurarse a un perjuicio exponiendo a él de paso a la nación entera, la ilustra la viñeta del señor que telefonea desde una cabina asediada por pequeños Führers, y también el tercer recuadro, más que el segundo, de la que se inicia con el marinero y su novia, ahí las tienes. En su mayoría las personas, inteligentes o bobas, respetuosas o desconsideradas, vitriólicas o bondadosas, se parecen mucho, bastante o algo a esa joven del pelo castaño recogido en alto: por lo general escuchan con asombro y con gozo, aunque sea terrible lo que se les comunica, porque sobre ello se impone (y es por eso por lo que se dignan prestar atención, breve y ocasionalmente, porque se imaginan ya contándolo) el anticipado placer de dar ellas a su vez la noticia, así sea repugnante, espantosa, o suponga un disgusto enorme, y de suscitar en otros la misma reacción que se provoca ahora en ellas. En el fondo sólo nos interesa e importa lo que compartimos, lo que traspasamos y transmitimos. Queremos sentirnos parte de una cadena siempre, cómo decir, víctimas y agentes de un inagotable contagio. Y es ese el mayor contagio y el que está al alcance de todo el mundo, el que nos traen las palabras, el de esta plaga del hablar que también a mí me aqueja, ya ves lo que me sucede, cómo me embalo en cuanto me soltáis el cable. Por eso cuánto más mérito tienen los que alguna vez se negaron a seguir esa predominante inclinación nuestra. Y aún cuánto más mérito aquellos a los que se interrogó brutalmente y sin embargo nada dijeron, no soltaron prenda. Aunque la vida lesfuera en ello, y la perdieran.'