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La primera palabra que acudía a su mente al pensar en Sean era «paz». El era un hombre amable, tierno, sensato y cariñoso que siempre se portó muy bien con ella. Al principio había aportado orden a su vida, y juntos construyeron una sólida base para la convivencia. Jamás trató de ser su dueño ni de agobiarla. Sus vidas nunca se entrelazaron ni enredaron; viajaron uno junto a otro, a un paso cómodo para ambos, hasta el final. Por la forma de ser de Sean, incluso su muerte de cáncer fue una desaparición serena, una especie de evolución natural hacia otra dimensión en la que Carole ya no podía verle. Aun así, debido a la importancia que tuvo en la vida de ella, siempre le sentía cerca. Sean aceptó la muerte como un paso más en el viaje de la vida, una transición que tenía que hacer en algún momento, una oportunidad maravillosa. El aprendía de todo lo que hacía y aceptaba de buena gana aquello que encontraba en su camino. Con su actitud, enseñó a Carole otra valiosa lección sobre la vida.

Dos años después de su fallecimiento, aunque seguía echando de menos su risa, el sonido de su voz, su genialidad, su compañía y los largos paseos serenos que daban por la playa, Carole siempre tenía la sensación de que se hallaba cerca, ocupándose de sus propios asuntos, prosiguiendo su viaje y compartiendo con ella aquella especie de bendición que él poseía, como cuando estaba vivo. Conocerle y amarle había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Antes de morir, Sean le recordó que todavía tenía mucho que hacer y la animó a volver al trabajo. Quería que hiciese más películas y escribiese el libro. A Sean le encantaban sus ensayos y relatos breves. Además, a lo largo de los años Carole le había escrito docenas de poemas que él apreciaba de verdad. Ella los encuadernó todos en una carpeta de cuero varios meses antes de la muerte de Sean, que se pasaba horas leyéndolos una y otra vez.

Carole no tuvo tiempo de comenzar el libro antes de que él muriese. Estaba demasiado ocupada cuidando de él. Se había tomado un año de descanso para dedicarle su tiempo y atenderle ella misma cuando empeoró, sobre todo después de la quimioterapia y en los últimos meses de la enfermedad. Sean fue valiente hasta el final. La víspera de su muerte fueron juntos a dar un paseo. No pudieron ir muy lejos y hablaron muy poco. Caminaron uno junto a otro, de la mano, sentándose cada vez que él se cansaba, y contemplaron entre lágrimas la puesta de sol. Ambos sabían que el final estaba cerca. Tuvo una muerte serena la noche siguiente, entre los brazos de ella. Le dedicó una última y larga mirada, suspiró con una tierna sonrisa, cerró los ojos y se fue.

Debido a la forma en que murió, con una elegante aceptación, a Carole le era imposible sentirse abrumada por la pena al pensar en él. Dentro de lo que cabía, estaba preparada. Ambos lo estaban. Lo que sintió con su ausencia fue un vacío que aún sentía, y quería llenar ese vacío con una mejor comprensión de sí misma. Era consciente de que el libro la ayudaría a hacerlo, si alguna vez lograba escribirlo. Quería intentar al menos estar a la altura de Sean y de la fe que tenía en ella. Su marido había sido una fuente de inspiración constante para ella, en la vida y en el trabajo. Le había aportado calma y alegría, serenidad y equilibrio.

En muchos aspectos, había sido un alivio no hacer películas en los últimos tres años. Había trabajado tanto y durante tanto tiempo que antes incluso de que Sean cayese enfermo era consciente de necesitar un descanso. También sabía que si disponía de tiempo libre para la introspección sus interpretaciones adquirirían un significado más profundo. A lo largo de los años había hecho varias películas importantes y había participado en algunos grandes éxitos comerciales. Sin embargo, ahora deseaba algo más. Quería aportar algo nuevo a su trabajo, la clase de profundidad que solo llegaba con la sabiduría, la madurez y el tiempo. A sus cincuenta años no era vieja, pero el tiempo transcurrido desde la enfermedad y la muerte de Sean le había dado una profundidad que nunca hubiese experimentado de otro modo, y sabía que esa profundidad se notaría en la pantalla. Y sin duda también en su libro, si llegaba a hacerse con él. Ese libro era para ella el símbolo definitivo de haber alcanzado la edad adulta y la libertad respecto a los últimos fantasmas de su pasado. Llevaba muchos años fingiendo ser otras personas a través de sus interpretaciones y aparentando ser lo que el mundo esperaba que fuese. Ahora quería desembarazarse de las expectativas de otros y ser por fin ella misma. Ya no pertenecía a nadie. Era libre para ser quien quisiera ser.

Sus años de pertenecer a un hombre habían terminado mucho antes de conocer a Sean. Ellos fueron dos almas libres que vivieron una junto a otra, disfrutando una de otra con amor y respeto mutuo. Sus vidas fueron paralelas, en perfecta simetría y equilibrio, pero nunca se enredaron. Cuando se casaron, lo único que Carole temía era que las cosas se complicasen, que él tratase de ser su dueño y que de algún modo se sofocasen uno a otro, pero eso nunca sucedió. El le había asegurado que no sucedería y mantuvo su promesa. Ella sabía que sus ocho años con Sean eran algo que solo se daba una vez en la vida. No esperaba encontrarlo con nadie más. Sean era único.

No imaginaba enamorarse ni casarse de nuevo. En los dos últimos años había echado de menos a Sean, pero no había llorado su muerte. Su amor la había saciado tanto que ahora se sentía cómoda incluso sin él. No hubo angustia ni dolor en su mutuo amor, aunque, como todas las parejas, tenían de vez en cuando sonadas discusiones que luego les hacían reír. Ni Sean ni Carole eran la clase de persona aficionada a guardar rencor y no había ni pizca de malicia en ellos, ni siquiera en sus peleas. Además de amarse, eran buenos amigos.

Se conocieron cuando Carole tenía cuarenta años y Sean treinta y cinco. Aunque él tenía cinco menos que ella, le había dado ejemplo en muchos aspectos, sobre todo con su visión de la vida. La carrera de Carole seguía funcionando muy bien y en ese momento ella hacía más películas de las que quería. Durante mucho tiempo se había visto forzada a seguir los dictados de una carrera cada vez más exigente. Cuando se conocieron, hacía cinco años que ella había regresado de Francia para instalarse en Los Ángeles. Carole trataba de pasar más tiempo con sus hijos, debatiéndose siempre entre ellos y unos papeles cinematográficos cada vez más atractivos. Tras su regreso de Francia no había tenido una relación seria con un hombre. Le faltaba tiempo y deseo. Había salido con varios hombres, por lo general durante poco tiempo, algunos de ellos del mundo del cine, sobre todo directores o guionistas; otros, pertenecientes a campos creativos diferentes, como el arte, la arquitectura o la música. Eran hombres interesantes, pero jamás se enamoró de ninguno y estaba convencida de que nunca volvería a enamorarse. Hasta que llegó Sean.

Se conocieron en una conferencia acerca de los derechos de los actores en Hollywood. Juntos participaban en un debate sobre el papel cambiante de las mujeres en el cine. Nunca les importó que él tuviese cinco años menos que ella. Eso resultaba del todo irrelevante para ambos. Eran almas gemelas, fuera cual fuese su edad. Un mes después de conocerse se fueron juntos a México a pasar un fin de semana. El se fue a vivir con Carole tres meses después y nunca se marchó. A los seis meses se casaron, a pesar de las reticencias y aprensión de Carole. Sean la convenció de que era lo más conveniente para ambos. Tenía toda la razón, aunque al principio Carole insistió en que no quería volver a casarse. Estaba convencida de que sus respectivas carreras interferirían, causarían conflictos entre ellos y repercutirían en su matrimonio. Sin embargo, tal como Sean le había prometido, sus temores resultaron infundados. Su unión parecía bendecida por los dioses.

Por aquel entonces los hijos de Carole eran jóvenes y aún vivían en casa, lo cual suponía una preocupación añadida para ella. Sean no tenía hijos propios, y tampoco los tuvieron juntos. El adoraba a los dos hijos de ella y, además, las múltiples ocupaciones de ambos no les dejaban tiempo para otro hijo. En lugar de eso cuidaban uno de otro y alimentaban su matrimonio. Tanto Anthony como Chloe iban al instituto cuando Sean y ella se casaron, y en parte ello influyó en su decisión de casarse con él. A ella no le gustaba dar el ejemplo de limitarse a convivir sin más compromisos y sus hijos se entusiasmaron ante la idea del matrimonio. Querían que Sean se quedase, pues él había demostrado ser un buen amigo y padrastro para ambos. Y ahora, muy a su pesar, sus dos hijos eran mayores e independientes.