En el diario local dieron la noticia de aquella muerte en muy pocas líneas. Decían que había sido enterrado en el cementerio civil y acompañado por algunos compañeros. Mi padre comentó que a toda aquella gente había que meterla en la cárcel, o fusilarla, y dejar en paz a los de orden, como él. Entonces, o quizá por aquellos días, supe que el gobierno de los generales le había puesto una multa a mi padre, según él, por el solo delito de haber servido a la patria. Dio en salir por las noches a reunirse en el casino con otros como él, que habían sido diputados o senadores, y otras cosas así, y a los que también los generales habían multado, a unos más, a otros menos. Delante de mí, a la hora de comer, despotricaba contra el gobierno y acusaba al rey de cómplice. Pero yo no le hacía mucho caso.
En Villavieja había entonces unos caballeros que se reunían en un café, de los. que hablaba todo el mundo con respeto, si no era mi padre, que los llamaba charlatanes y farsantes. Habían publicado libros, escribían en el periódico local, y a los niños se nos enseñaba a respetarlos y admirarlos porque eran las glorias de la ciudad. Yo los llamaré los Cuatro Grandes, aunque ese nombre les cuadre con bastante retraso, pero no se me ocurre otro mejor, porque eran efectivamente cuatro, y porque los tenía todo el mundo por grandes sabios y escritores. Su reputación nos llegaba a los niños como un eco o como los últimos movimientos del oleaje cuando, a lo lejos, pasa un barco de gran porte. Pues una mañana de aquella primavera, al salir del instituto, me confesó Sotero, con toda clase de precauciones, que le habían mandado recado de que querían hablar con él, y que le esperaban aquella misma tarde en el café donde solían reunirse. «Si no te importa, puedes acompañarme, porque no sé qué me da presentarme allí solo.» Era a la hora en que mi padre me permitía salir a dar una vuelta, por los jardines si hacía bueno, y, si llovía, por los soportales. Me cité con Sotero, preguntamos dónde estaba el café (estábamos hartos de verlo, de pasar delante de él, pero siempre sin fijarnos), y allí nos presentamos, Sotero delante, yo algo retrasado, como si fuera protegiéndolo. Un camarero nos preguntó qué queríamos. Sotero respondió por los dos, y de un rincón donde había un corrillo de señores salió una voz que dijo: «¡Tráigalos, tráigalos aquí!» Fue el mismo camarero el que nos condujo, un poco a empujones, aunque suaves: «¡Por aquí, por aquí!», y aportó unas sillas para que nos sentásemos, yo siempre en segundo término. La silla le venía alta a Sotero: quedó con las piernas colgando, que las puntas de los zapatos no le rozaban el suelo, y parecía más pequeño, pero la cara y el modo de mirar eran ya de persona hecha. Yo temblaba un poco, aunque la cosa no fuera conmigo, pero él estaba tan campante. Aquella gente se mantuvo un rato en silencio, mirándole y haciendo comentarios en voz baja, ahora creo que lo hicieron por ver si él se azoraba; por fin, uno de ellos, de muy buen aire y con la barba gris muy cuidada, empezó a preguntarle sobre temas de los que no estudiábamos en el instituto, y Sotero los contestaba a todos; y algún otro le preguntó también. Escuchaban las respuestas, primero, con sorpresa; después, con admiración, y seguían haciendo comentarios entre ellos, de los que no me llegaba ni el susurro. De las preguntas pasaron a la conversación, y Sotero hablaba como cualquiera de ellos, con el mismo aplomo. Nos habían convidado a helado, y uno de ellos, no sé en qué momento, al sacar del bolsillo la cajetilla de tabaco, dijo a Sotero: «Supongo que no fumarás todavía.» «No, señor, no fumaré nunca. Es un vicio peligroso que limita la libertad del hombre.» Alguien dijo: «¡Caray!» Y quedaron en silencio. Yo creo que fue entonces cuando el caballero de la barba cuidada, tan simpático de aspecto, se dirigió a mí y me preguntó: «Y tú ¿también sabes algo?» Me cogió de sorpresa, de momento no supe qué responder, y por decirles algo, acabé respondiendo: «Sí, señor. Yo sé la guerra de las Dos Rosas.» Todos se echaron a reír, me sentí derrotado y, por primera vez en mi vida, en ridículo. Me hubiera echado a llorar, o acaso habría escapado, si no fuera porque uno de ellos, que debía de ser de los Cuatro Grandes por su autoridad, me sonrió cariñosamente y me dijo: «¿Por qué no nos la cuentas?» Sotero me miró, y con su mirada me llegó una orden de silencio; pero no le hice caso, y empecé a hablar. En inglés, tranquilamente, cada vez más seguro de mí mismo conforme advertí que se habían callado y que me escuchaban. Duró bastante mi relato. Al terminar, el señor de la barba de plata pidió que nos trajeran otros helados. El que me había sonreído me preguntó si había leído a Shakespeare. «No, señor. Todavía no.» «Pues debes leerlo cuanto antes.» Y un tercero, que no había hablado, preguntó quién era yo. Se me adelantó Sotero: «Es el hijo del ex senador Freijomil.» ¡Caramba con el ex! Alguien dijo: «Así se explica.» Terminamos los helados y nos invitaron a marchar. Yo me di cuenta de que se había pasado la hora de regresar a casa, y empecé a temer el rapapolvo de mi padre; pero lo peor fue que Sotero, cuando nos hubimos alejado un poco del café, me dijo con palabras irritadas que, en lo sucesivo, donde él hablase, yo tenía que callar. Tuve la suerte de que mi padre no había regresado, o había salido contra su costumbre. Me esperaba Belinha, me dio la cena y, cuando me acosté, mi padre aún no había llegado. Al día siguiente, cuando fui a saludarlo, me sonrió, creo que fue la primera y única sonrisa que me dirigió en su vida, una sonrisa satisfecha. «¿Conque por fin me has dejado quedar bien?», me espetó. Yo no lo entendía hasta que me explicó que nuestra hazaña del día anterior se había comentado en el casino, y aunque algunos de los presentes fuesen partidarios de Sotero, y otros de mí, todos estaban de acuerdo en que yo había estado a la altura de las circunstancias. «¿Y eso qué quiere decir, papá?»