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Defensora de Occidente, cuyos valores mentaba a troche y moche, y Emilio Roca le había escrito un romance en el que se decía que a la defensora de Occidente le habían metido varios goles. Acerca de este romance corría la leyenda de que doña Eulalia había mandado llamar al poeta, que lo había recibido ligera de ropa, y le había dicho que le metiera un gol, pero que Emilio Roca había salido pitando: pura calumnia, de la que el que peor quedaba era el poeta. «¡Pues claro que le hubiera metido un gol! Esto lo sabe hasta mi madre.» Como se ve, la gente es peor todavía que los poetas deslenguados. Esta doña Eulalia, no sé por qué, la tomó desde el principio conmigo, y no es que me nombrase en sus multitudinarias conferencias del Liceo, ni en sus artículos del periódico, imperiosos como códigos, sino que me aludía, y hasta me puso un mote. El Afrancesado, que fue para ella como el maniqueo con quien idealmente se discute y a quien verbalmente se vapulea. \El Afrancesado reunía en uno solo todos los pecados espirituales y bastantes de los otros! Aunque debo decir, en honor a la verdad, que con éstos no se metía excesivamente, no sé si por falta de información o por la castidad de su palabra, incapaz de referirse, ni siquiera por palabras oscuras, a ciertas inmundicias. Alguna de las cuales, por cierto, se le atribuía a ella en colaboración con un canónigo elegante que actuaba por lo menos como su consejero y director espiritual, en el más amplio sentido de la palabra; pero era un rumor para uso exclusivo de los medios republicanos: en ellos se había inventado y de ellos no salía. Oírla a ella era como oírlo a él, aunque en sordina. El tal canónigo disfrutaba de la más atractiva manera de mandar, la de mandar desde la sombra, un poder aureolado de llamas, pues había sido él no sólo el expurgador de las bibliotecas públicas, sino el que había puesto fuego, en medio de la plaza, a los montones de libros nefandos seleccionados por su certera opinión, mientras la charanga del ayuntamiento ejecutaba un arreglo para quinteto de viento de la marcha triunfal de Aida. Le llamaban don Braulio y todo el mundo sabía que tenía al obispo en un puño. Cuando yo regresé a Villavieja, y recordé la costumbre, necesariamente interrumpida, de invitar al obispo a tomar chocolate con churros al menos una vez por semana, le escribí al prelado una respetuosa carta recordándole los buenos tiempos de antaño y proponiéndole reanudar aquellas dulces, aunque indigentes, veladas. No me respondió personalmente, pero en su lugar apareció don Braulio. «Usted comprenderá que el señor obispo, antes de aceptar su invitación, necesita saber cómo es usted, y me mandó averiguarlo.» «¿Viene usted a examinarme?» «En cierto modo, pero no se ofenda. Lleva poco tiempo entre nosotros y ya goza de dudosa reputación. No le costará trabajo admitir, creo yo, que el señor obispo no quiera comprometer la suya.» Le dejé que hablase. Lo hizo con elocuencia rebuscada y un juego muy convincente de las manos, unas manos delicadas que quisieran para sí muchos manoseadores. Al terminar le dije: «Mire usted, padre: todo lo podemos reducir a una cuestión bastante sencilla. Entre esta casa y el palacio de enfrente hubo siempre relaciones, unas veces buenas, otras malas. Cuando las relaciones eran buenas, se abría el portón del zaguán, que cae frente al palacio; cuando eran malas, se cerraba, y se abría la puerta lateral, que es menos solemne. Y la gente sabía lo que quería decir este juego de puertas. Lo que yo necesito es que me diga claramente cuál de las dos debo mantener cerrada.» El preste se echó a reír. «¡Eran muy ingeniosos los antiguos! Pero, amigo mío, tiene usted que darse cuenta de que los tiempos han cambiado. Antes, el poder se lo repartían ustedes con el obispo. Hoy ustedes carecen de poder, y los términos de la relación tienen que ser otros: de obediencia por la parte de ustedes, de indulgencia por la nuestra. Ya no hay igualdad como antes, ustedes ya no nombran obispos. Y la sumisión hay muchas maneras de mostrarla. Por ejemplo, todo el mundo sabe que usted tiene libros, los antiguos de la casa y los que ha traído del extranjero. Entre ellos hay seguramente muchos que figuran en el Índice; su posesión pone al que los retiene en grave riesgo moral. Un obispo, como usted fácilmente comprenderá, no puede ser asiduo visitante de una casa en la que se guardan libros prohibidos. ¿Me deja que eche un vistazo a los suyos?» «¿Para qué?» «Para decirle cuáles ha de quemar si quiere que el obispo le visite en su casa.» No esperaba aquella proposición, no pude (o no supe) responderle, al menos de momento. Quiero decir que vacilé. «Se me ocurre decirle, señor canónigo, que si el señor obispo ignora los libros que hay en esta casa, no hay razón para esos escrúpulos de conciencia.» «Señor Freijomil, en este momento soy la conciencia del obispo, y no puedo engañarme.» «Entonces venga conmigo.» Le llevé al cuarto de los libros, donde parte de ellos estaban ya en sus anaqueles, y otra parte yacía en el suelo, en montones. «Ahí los tiene. Véalos.» Leyó unos cuantos títulos. Quedó perplejo. «Se trata de literatura desconocida. Tendría que leerlos uno a uno.» «¿Cuánto tiempo cree que tardaría?» Los libros eran muchos. El canónigo volvió a repasarlos. Yo acudí en su ayuda. «Señor canónigo, si usted conoce medianamente el francés y el inglés, pues doy por descontado que sabe el portugués, podemos calcular en tres o cuatro años el tiempo de lectura. ¿Le parece que aplacemos para entonces la visita del obispo? Pero hay además una cuestión de conciencia, no de usted, sino mía, que se me ocurre ahora. ¿Está usted suficientemente preparado para la lectura de alguno de estos libros? ¿No le perturbarán gravemente?» «¡Esa duda de usted me demuestra que son libros peligrosos!» «Para usted, por supuesto, señor canónigo. Para mí no lo son, porque estoy de vuelta de muchas cosas, y le excedo en experiencias mundanas. O, si quiere que se lo diga de otra manera, por razones profesionales mi conciencia es más correosa que la suya.» «No lo dudo, señor Freijomil, no lo dudo.» Parecía disimular alguna especie de humillación que yo, involuntariamente, le hubiera causado. Le ofrecí un cigarrillo y le invité a una copa. También le llevé al mejor salón, y le indiqué para sentarse el más honorable sofá. En el salón había buenos cuadros de santos, y, en un lugar preeminente, un precioso crucifijo de marfil. «Sus antepasados, señor Freijomil, eran más respetuosos que usted con las leyes de la Iglesia.» «No lo dudo, señor canónigo; pero debo revelarle que, entre mis libros heredados, figuran las obras de Voltaire y la segunda edición de la
Enciclopedia. Tengo entendido que los encargados de repartir estos libros por las casas nobles de Galicia eran ciertos eclesiásticos compostelanos. En cualquier caso, esos libros estaban ahí y los obispos venían a esta casa al menos una vez por semana. Quizá la calidad del chocolate los hiciera olvidar la existencia de semejantes herejías.» «La conciencia de los obispos de antaño, señor Freijomil, queda muy lejos de mi esfera de acción.» «Lo comprendo, pero usted comprenderá también que, a causa de sus tiquismiquis, yo no voy a quemar mi biblioteca. De modo que usted dirá: ¿Cierro o dejo abierto el portón del zaguán?» Le costó trabajo responder. «Será mejor que lo cierre.» «Sin embargo, señor canónigo, si la puerta lateral no es digna de un obispo, tal vez usted no se sienta humillado al entrar por ella. Pues en esta casa, siempre que quiera, hallará dispuestos una taza de café importado de Portugal y una copa de coñac.» «Prefiero el aguardiente del país.»