III
Doña Eulalia Sobrado había tomado a su cargo la glorificación póstuma de un joven estudiante, muerto en el hospital a causa de una enfermedad contraída en el frente, que había escrito un buen puñado de poemas patrióticos. Doña Eulalia publicó en el periódico una serie de artículos alabando las virtudes del extinto, que se llamaba Jacobo Landeira, o que se había llamado así, más bien: con el propósito de que el ayuntamiento lo declarase hijo ilustre de Villavieja y mandase instalar una placa conmemorativa en la casa en que Landeira había nacido. La tesis de doña Eulalia era la de que un hombre de aquellas cualidades morales que, además, era un gran poeta, merecía toda clase de honores y reconocimientos de su patria chica, a la espera de que también la grande los reconociese, para lo cual había enviado a don José María Pemán una copia de los versos. Aquellos artículos, diez o doce, leídos y discutidos por todo el mundo, iniciaron el comienzo oficial de la apoteosis de Landeira, que consistió en un recital por la propia doña Eulalia en la tribuna del Liceo. Fue una tarde de gloria y apretujones, donde más de una muchacha decente tuvo que aguantar impávida las exploraciones de osadas manos anónimas, mientras de la garganta de doña Eulalia salían endecasílabos como chorros de música. «¿Le gustaron los poemas, don Felipe?» «Casi no me enteré de nada, pero puedo asegurarle que la hija de don Patricio, la pequeña, tiene unas hermosas nalgas.» Los azules estaban allí por haber sido el homenajeado de los suyos; a los rojos los congregaba en el enorme salón la curiosidad por conocer aquellos poemas cuya grandeza nos iba a ser revelada. Doña Eulalia se había puesto para actuar un traje negro, de moaré de seda, con una especie de bufanda o foulard de finísima gasa que aprisionaba su cuello de garza ya en declive, y caía, en doble punta, por sus espaldas. Estaba realmente atractiva, y la seriedad con que se presentó ante el público, una seriedad de circunstancias, es decir, entristecida, la hizo más seductora. «¿Por qué no será roja la zorra ésta?», me preguntó acongojado, o más bien transido de entusiasmo, un contertulio del Café Moderno. «¡Ay, amigo mío, quién pudiera responderle!» El recital fue precedido de una larga intervención de don Braulio, el canónigo, no para presentar a la recitadora, de sobra conocida del público, sino para dedicar un recuerdo elogioso al poeta conmemorado y ponerlo como ejemplo de lo que debe ser un poeta y de lo que es la verdadera poesía: exaltación de los valores eternos de Dios y la patria, convicción que el glorioso difunto había sellado con su sangre. Doña Eulalia escuchaba la perorata del canónigo en actitud de esfinge melancólica y un si es no es enigmática. Se levantó con la cabeza en éxtasis, contra los focos, entreabiertos los ojos, posesa seguramente del espíritu del poeta; eso fue al menos lo que aseguró, con palabra emocionada y algo tartajeante. «El espíritu de Jacobo Landeira me domina, y no soy yo, sino él, quien va a recitar sus versos. Queridos amigos, no soy más que un instrumento.» Y el instrumento, después de una pausa, sacó del bolso un montón de cuartillas y empezó a recitar. Lo hacía bien, les sacaba matices a los versos allí donde no los había, y cadencias en que el poeta no había pensado. Los versos eran malos: un poco de García Lorca, un poco de Miguel Hernández, puestos en solfa bélica, si no fue un grupo de ellos, en el que se anunciaban los límites inciertos, todavía incalculables y más bien difusos, del imperio futuro, y se perfilaba la silueta mítica, pero identificable, del general con la espada y la cruz al frente de las huestes invencibles, camino de no se sabía dónde, quizá de Jerusalén. Las ovaciones fueron cerradas y largas; el entusiasmo político, comedido. «Dedicar un minuto de silencio a los muertos es un rito pagano. Recemos un padrenuestro por el alma del poeta», rogó, solemne, aunque en voz baja, el canónigo don Braulio. Varios asistentes de la cáscara amarga se retiraron discretamente; no hacía falta fijarse mucho para saber quiénes eran: los de siempre. El alcalde subió al tablado y anunció, con voz de circunstancias, que la lápida conmemorativa de Jacobo Landeira había sido ya encargada a un artista local, y que el ayuntamiento corría con los gastos, sin necesidad de recurrir a una suscripción pública. El presidente de la Diputación subió también: «La corporación que dirijo toma a su cargo la impresión de esos poemas, como homenaje de Villavieja y su provincia al gran poeta.» Hubo otros acuerdos complementarios. Doña Eulalia disimulaba su gozo enmascarándose en una seriedad compungida. «¡Ah, si estuviese aquí Jacinto, si estuviese él aquí», y se le escapó un sollozo que la hizo aparecer más bella. El alcalde propuso que se sirvieran unas copas.
Aquella noche, los concurrentes al Café Moderno parecían de luto. «¡No hay derecho, te digo que no hay derecho!» «¡Esos versos son un plagio vergonzoso!» «¿Y vamos a tener que tragar a ese cursi como el gran poeta local? ¿En Villavieja, donde hasta los niños saben distinguir entre un buen verso y una chafarrinada?» Hubo, no obstante, puntos de vista para todos los gustos, y el que finalmente dio en el clavo fue un abogadete sin pleitos que había salvado la pelleja por puntos y que se distinguía por su sentido común. «Amigos, a mi juicio, no hay por qué entristecerse, sino más bien alegrarse. Todos los que estábamos oyendo, cuando no recordamos a García Lorca, recordábamos a Miguel Hernández, que son dos poetas nuestros. ¿No es a ellos, y no al difunto Landeira, a quien se rindió homenaje?» «¡Hombre, si lo miras así…!» Así acabaron mirándolo todos, y el luto se convirtió en alegría: tanta que pasó de la discreción al desenfado, hasta el punto de que la noticia salió del café, recorrió los corrillos y alguien la llevó hasta los oídos de la misma doña Eulalia, de quien, al día siguiente, el periódico publicaba un artículo urgente protestando, en nombre de Dios y de la patria, contra la felonía que algunos envidiosos querían inferir a la gloria inmarcesible (sic) de Landeira acusándolo de plagiario, nada menos que de dos poetas rojos. «¡Ha caído en la trampa, la cachonda! ¡Desde hoy todo el mundo sabrá a qué atenerse!» En una reunión celebrada en casa de don Braulio, se acordó no rendirse y llevar el homenaje hasta el final, con una introducción lo más vibrante posible de doña Eulalia y el Nihil obstat del obispado. Y ya la crítica de Madrid pondría a los recalcitrantes los puntos sobre las íes: una reunión altamente entusiasta, que terminó proclamando la adhesión incondicional de los presentes a lo que fuera y a quien fuera.
El soplo del ángel me llegó una tarde de aquéllas, cuando me dirigía al Café Moderno. Consistió en una sola palabra, «Sotero», sobrevenida como un relámpago o una revelación, tras la cual se amontonaron las ideas y los propósitos, pronto ordenados en las líneas generales de una operación de guerra, de la que me sentí íntimamente satisfecho, por no decir exultante. En vez de ir al café, fui a casa de los padres de Sotero, que habían envejecido, que arrastraban penosamente el dolor por la muerte de su hijo. «¿Me recuerdan ustedes?» «¡Claro que te recordamos: tú eras el amigo de nuestro hijo, el que lo invitaba a Portugal! Te llamas Filomeno, ¿verdad?» «Filomeno, sí, señora, para servirlos. ¿Y cómo fue lo de Sotero, que nadie me supo dar una explicación clara?» «¡Ay, Dios mío, ya nos gustaría saberlo! Dicen que murió en el hospital, pero ¿en cuál? ¿Y cuándo? También hay quien dice que lo mataron en la cárcel, pero nos pasa lo mismo. ¿En qué cárcel? ¿En la de éstos o en la de los otros? ¡Si pudiéramos buscar sus cenizas y enterrarlas! Por gastos no había de quedar.» Los viejecitos lloraban, llevaban dos años llorando, seis años ya, murió en la cárcel, murió en el hospital, era de aquéllos, no, que era de éstos. ¡Dios mío, qué cosas pasan con esto de las guerras civiles! Les pregunté si había dejado papeles. Me dijeron que un montón, y que si quería verlos… «¡Pues ya lo creo, señora, los vería con mucho gusto!» Me llevaron a la habitación de Sotero, donde yo tantas veces había estado en aquellos tiempos en que servía de pedestal a su gloria. «Mire ahí, en los cajones de esa mesa, y en aquellos estantes. No sabemos qué hacer con ellos, y nos da miedo que los estropee la humedad. Los amigos nos dicen que los quememos, por si acaso; pero yo, como son suyos…» Me trajeron una silla para que me acomodase, y que si quería un brasero. Lo rechacé. «¿Y un café, señor Freijomil, no se le apetece un café a estas horas, con una copita de aguardiente?» «¡Pues, bueno, señora, por no despreciárselo!» Aquella señora, la madre de Sotero, practicaba la vieja cortesía de la gente sencilla, y lo hacía con naturalidad. Tomé el café, me animé con el orujo, y me dejaron solo con los papeles. La mayor parte eran cuadernos y apuntes escolares, pero también estaban las notas tomadas, de aquí y de allá, para su tesis, y el texto de la tesis misma, éste encuadernado. En uno de los cuadernos hallé también notas personales, fechadas en distintos lugares y países, no de carácter biográfico, sino intelectuaclass="underline" reflexiones, proyectos de obras futuras, observaciones y anotaciones sin una finalidad inmediata. Hábilmente tratados, aquellos fragmentos podían servir de base a una lucubración o a una hipótesis de la que se pudiera deducir lo que habría sido, sin la muerte, la obra de Sotero. Había lagunas, pero podían salvarse con algo de imaginación y algo de osadía. Me sentí capaz de hacerlo. Hablé a la madre de aquellos papeles, le pedí permiso para seguirlos examinando y, ante la sorpresa y el entusiasmo de la pobre mujer, terminé diciéndole: «Mire, señora: lo que yo quiero es escribir en el periódico acerca de su hijo para que la gente no lo olvide.» «Pero ¡si ya hasta sus amigos más íntimos no se acuerdan de él!» «Yo ya ve cómo me acuerdo. Y debo decirle que quizá también conserve yo alguna cosa suya. Estuvimos juntos en París, ¿sabe?» «¿Y yo cómo voy a saberlo, si no volvimos a verle?»