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Mi examen de los papeles de Sotero duró un par de semanas. Al final había redactado un buen número de notas coherentes que podían servirme de base a media docena de artículos de los que sería fácil deducir una imagen si no real, al menos verdadera; una imagen de la que quedaba excluido el Sotero bajito, impertinente, maligno: el retrato de un sabio frustrado por la muerte del que cualquier patria chica pudiera enorgullecerse y dar su nombre a una calle. Sin embargo, lo que yo podría decir no resultaba suficiente como material para crear un oponente vigoroso al heroico poeta Landeira, menos aún para que fuese estéticamente irreprochable: se reducía a un cerebro pensante, sin pizca de corazón. Los papeles que yo tenía de Sotero no eran más que las cartas que me había escrito y que, a los efectos de perfilar su figura, no servían de nada. La inspiración complementaria me vino en el momento más inopinado, en el menos oportuno. Me había ido con dos o tres de aquellos del Café Moderno a ver a una cupletista recién llegada a La rosa de té, de la que la propaganda decía maravillas. Nos sentamos en un lugar cercano al escenario. Aquello estaba lleno de espectadores anhelantes. Cuando se encendieron las candilejas, sobrevino un silencio en cuyo límite, al fondo, un rumor de cucharillas y de tazas balizaba el mostrador del bar. Tocaban un piano y un violín, bastante maclass="underline" las primeras notas nos pusieron sobre la pista de una canción conocida, de las toleradas por la censura. Nos miramos como diciendo: «Lo de siempre.» La tía, en cambio, no era de las acostumbradas: tenía buen cuerpo, una voz aceptable y cierta gracia al cantar. La aplaudimos, y parece que a la gente le gustaba. Y así, hasta tres o cuatro números. De repente, en el fondo, alguien gritó: «¡Ojos verdes!» Y algunas voces más repitieron la petición. Salió la chica al escenario y cantó otra cosa. Entonces se armó el alboroto. La gente pedía a coro lo de los Ojos verdes y pateaba al mismo tiempo que aplaudía. Don Celestino iba y venía del escenario al mostrador del bar, intentaba calmar los ánimos, gritaba algo que no se le entendía. Por fin se subió al escenario, alzó los brazos, y la gente se calló. «Señores, ustedes saben que esa canción está prohibida.» «¡Que la cante, que la cante!», volvieron a gritar.

«¡El representante de la autoridad, aquí presente, va a dirigirles la palabra!», dijo, casi congestionado, don Celestino, y subió al escenario el policía de turno, un cuarentón de aire simpático, bastante embarazado por la situación. «¡Señores, yo no hago más que cumplir con mi deber! Esa canción que ustedes piden está en la lista de las prohibidas.» Se reanudó el griterío, esta vez mezclado ya con expresiones soeces, o al menos de doble sentido, como «¡que la saque, que la saque!». El pobre hombre no sabía qué hacer. Alzó los brazos y logró acallar el tumulto. «¡Señores, voy a telefonear a la comisaría, a ver si hacen una excepción sólo por hoy, pero con la condición de que la señorita lo cante decentemente!» Debía de creer que se trataba de una canción pornográfica, de las que exigían exhibiciones, más o menos escandalosas. Cuando se dirigió al despacho de don Celestino a telefonear, el propietario se acercó a nuestra mesa y nos rogó que lo acompañásemos, por si había que explicar algo al comisario. Allí fuimos. El policía ya estaba telefoneando, y respondía: «¡Sí, señor. Sí, señor!» con la misma humildad que si su jefe estuviera presente. Colgó y se dirigió a nosotros: «Dice que si le quitan a la canción eso de la mancebía, que la puede cantar.» Tenía todo el aire de no saber lo que quería decir aquella palabra; yo se lo pregunté: «Pues mire, señor, no lo sé, se lo confieso.» «Pues lo mismo que le pasa a usted, le sucede al público. Porque aquí en el norte, no se usa eso de mancebía, sino lo de casa de putas.» «¡Ah! ¿Es que quiere decir eso?» «Ni más ni menos.» Se rascó la cabeza. «Bueno, pues si no es más que cuestión de una palabra, y ustedes me aseguran que no la entiende nadie…» El público hablaba en voz alta, pero sin gritar. Don Celestino subió otra vez al escenario y se dirigió a la cupletista, que hablaba con el del piano, al parecer su marido, uno con melenas de pianista famoso. Don Celestino le habló al oído a la socia, y descendió. Ella, muy contenta, se volvió hacia el público. «A petición de ustedes,

Ojos verdes.» Aplausos, silbidos, vivas a la autoridad competente. La cupletista cantó en medio de un silencio inmaculado. Lo hizo bien, la ovacionaron, y fue entonces, en el momento en que daba las gracias y enviaba besos a tutiplén, cuando me apareció en la mente la frase inesperada, como escrita en un papel, o, mejor, en un gran encerado, las letras de fuego que traza en la pared el dedo del misterio: «¿Y por qué no haces pasar los tuyos por versos de Sotero?» En un principio me quedé algo atontado, como quien pasa sin trámites de la realidad al ensueño. Yo mismo no entendía bien mi ocurrencia. Pero fue aquel momento el punto de arranque de una larga y revuelta celebración, un laberinto de razones y sinrazones que duró varias horas y al final de la cual había decidido atribuir a Sotero mis propios poemas: los tenía olvidados, no me servían de nada, serían mejores o peores, pero siempre por encima de los de Jacobo Landeira. Lo cual requería una maniobra bien pensada, sin precipitaciones. Escribí el primer artículo, lo publiqué, se leyó con la mínima curiosidad posible. «¿A que este tío se va a sacar ahora un genio de la manga?» Poca gente recordaba a Sotero. Cuando llegué al café, aquella tarde, se me echaron encima los más alborotados del cotarro. «¿Quién es ese Sotero Montes? ¿A qué viene hablar de él?» Les expliqué: «Fue compañero mío de colegio. Después nos encontramos en bastantes lugares, entre otros, en París. Estudiaba lenguas indostánicas, pero también hacía versos. Yo les traigo la copia que me regaló, por si les gustan.» Las hojas de la copia, en tantos años, habían envejecido, y la vejez les daba credibilidad. «Este cuaderno se lo daré a sus padres, les gustará a los pobres tenerlo, yo no lo quiero para nada.» Aquellas páginas dieron la vuelta a la tertulia. Uno leyó aquí; otro allá. Al final lo habían tomado en serio (ante mi estupor). «Oiga, don Filomeno, estos versos son buenos.» «Eso creí yo siempre.» «Es que es una injusticia que estén inéditos.» «También estoy de acuerdo.» Uno de los presentes pidió que le dejasen leer en alto uno de los poemas, y fue a escoger el que, en ocasión ya remota, había yo mismo leído a Clelia. Lo escucharon en silencio. «¡Ese tío era un gran poeta!», dijo alguien, y todos asintieron con voces y con ademanes. «¡Pues hay que hacer una lectura pública, por lo menos!» El segundo de los artículos que dediqué a Sotero fue ya recibido con interés: intentaba yo, en él, explicar la originalidad de sus ideas filosóficas, esbozadas en sus apuntes más que sistematizadas. «¡Pero ese tío era una especie de Nietzsche!», que era lo que yo esperaba que dijesen. Yo ya había vuelto a casa de Sotero, le había enseñado el cuaderno de mis versos a sus padres, y les había prometido entregárselo después de haberlo dado a conocer: aquella pobre madre se deshacía en gratitudes. Todavía publiqué tres artículos más, sobre las ideas de Sotero, antes de referirme por escrito a sus poemas. Al cuarto artículo apareció en mi casa don Braulio, el canónigo. «Vengo a hablar con usted de ese filósofo que ha descubierto.» «Yo no lo descubrí, don Braulio. Hace diez años todo el mundo lo conocía en Villavieja y sabía de su valor. Pregunte a sus antiguos profesores, si queda alguno en pie. Recordándoselo a sus paisanos, no hago más que un acto de justicia. No olvide que una guerra civil es capaz de enterrar a media docena de genios.» Don Braulio no se sentía muy cómodo, a pesar de que lo había invitado a café y copa de orujo. «Mire usted, señor Freijomil, lo de menos es que sus paisanos lo recuerden o lo olviden. Lo importante es que ese sujeto era un ateo.» «¿Cómo lo sabe?» «No hay más que leer lo que usted dice. No habla de Dios para nada, como si no lo considerase necesario. Por no referirnos ya al derecho que la Iglesia tiene de decir la última palabra en ciertas cuestiones trascendentales.» Yo no había contado con aquello: no había contado ingenuamente, pues en seguida comprendí que la intervención de don Braulio era inevitable. «Mire usted, señor canónigo, yo no soy un teólogo, ni siquiera un especialista en filosofía. Me limito a resumir como puedo el pensamiento de un amigo, las más de las veces con sus propias palabras, y eso es todo.» «¿Y no se le ocurrió pensar que debería haberlo consultado? Eso que está usted haciendo con la mejor voluntad hacia su amigo, puede causar daño a muchas almas.» «¿Daño? ¿A quién? Mis artículos no los lee nadie, más que usted y tres o cuatro más.» «Tres o cuatro de la cáscara amarga, que se sentirán felices.» «Pero esos, según usted, ya estarán condenados.» «Lo de menos es que lo estén o no. Allá ellos. Lo que importa es cualquier manifestación de independencia, es decir, de soberbia, que es lo que implica ese pensamiento. La independencia está limitada por lo que piensa la Iglesia y lo que ordena el Estado cuando la Iglesia y el Estado se entienden, como es nuestro caso. Y la Iglesia ya ha pensado para siempre en las cuestiones fundamentales. Todo pensamiento libre es, por definición, rebelde, y a los rebeldes hay que reducirlos a la obediencia. No me refiero a usted, al menos de la manera más grave. Usted realiza un acto de amistad con el mejor propósito; pero, en todo caso, si no es una indiscreción, será una ligereza. En cuanto al pensamiento de su amigo, es deleznable, no resiste el análisis. Cualquier seminarista podría refutarlo. Es mejor que haya muerto.» Le pedí permiso para levantarme, traje el cuaderno de los poemas. «Ni siquiera esas personas a las que usted se refiere hubieran tomado en serio las ideas de Sotero Montes si no fuera por sus versos. Aquí los tiene. Sotero fue un gran poeta, y pretendo dar a conocer su obra en un recital en el Liceo, al que, por supuesto, está usted invitado.» Don Braulio cogió el cuaderno, sin abrirlo, y me respondió: «Un gran poeta está bien para un pueblo. Dos, son ya demasiados.» Empezó a hojear aquellas páginas, se detuvo aquí y allá, tal vez leyera un poema entero. «Poesía amorosa. ¡Patochadas!», dijo con desprecio al devolverme el cuaderno. «En esos poemas hay algo más que sentimientos, señor canónigo. Hay también una palpitación de la realidad humana ante el misterio del amor.» Agotó lentamente lo que le quedaba del orujo y chasqueó la lengua. Le rellené la copa. «La única poesía amorosa legítima, señor Freijomil, es la mística.» «Sí, señor canónigo. También fue la única perseguida por la Inquisición.» Tardó en responderme que eran otros tiempos y que las cosas habían cambiado mucho, aunque no supiera si para bien o para mal. «Una inquisición a la moderna nos hubiera evitado muchas desgracias.» «¿Quiere usted decir al mundo en que vivimos?» «Me refiero sobre todo a España.» «Bueno. Pues si usted no tiene inconveniente, mi propósito es el de hacer una lectura pública un día de éstos.» Se encogió de hombros. «¡Allá usted!» Lo anuncié en mi artículo siguiente: cundieron la sorpresa y la curiosidad; en ciertos estamentos, un comienzo de malestar; el tiempo de expectativa hizo más patente la división del pueblo en colores incompatibles, y dio pie a la aparición de juicios previos de valor. «¡Van a ver ustedes lo que es un verdadero poeta, de los de antes!» «¡Menuda mierda será el tal Sotero!» Se organizó la lectura en el salón del Liceo, en el mismo lugar en que doña Eulalia había proclamado, como un manifiesto, los versos de Landeira, y a la misma hora. Leí lo mejor que pude, la gente escuchó, aplaudieron al final, y alguien gritó: «¡Este es un poeta y no esa mierda de Landeira!» Fue una imprudencia, por cuanto ponía las cosas en su punto. De todos modos, el periódico local me pidió autorización para publicar los poemas, en varios días, a toda página. «El permiso, quien lo tiene que dar es la familia.» Y la familia lo dio encantada. Los poemas fueron pasando sin tropiezos de censura. «¡No eran más que versos sentimentales!» Con las tejas de la impresión se compuso un cuadernillo en cuya portada campeaba en letras rojas: