Los poemas de Sotero Montes. ¡Letras rojas! Un cartel de desafío. Se tiraron mil ejemplares, en seguida repartidos por los quioscos, las librerías y otros establecimientos. Se vendieron en poco más de una semana, y todo el mundo tuvo que decir algo de ellos: unos, en las tertulias y en los corrillos del casino; otros en el mismo periódico que los había editado. Se publicaron varios estudios someros para demostrar su excelencia, gracias a los cuales pude enterarme de que el contenido de mis poemas era, por lo menos, contradictorio. En general, alabanzas entusiastas; algunas desenfrenadas. El tema de los versos de Sotero duró más de lo que se esperaba, y, mientras tanto, el libro de Landeira se retrasaba en la imprenta, no por mala voluntad de nadie (que se supiera), sino porque los primores de su impresión y de su encuadernación requerían más tiempo que aquel modesto pliego de aleluyas de Sotero. ¿Iba a ser la pelea de una catedral contra una choza? Pero entretanto aconteció un percance. No se sabe a quién se le había ocurrido enviar los versos de Sotero a un emigrado en México. Allá fueron leídos, celebrados, y en una revista de la capital se publicó una recensión firmada por un desconocido que aseguraba haber compartido la misma celda, en la cárcel, con Sotero, pero en la cárcel franquista, y que había asistido a su muerte por tuberculosis galopante. Según el autor del artículo, Sotero, enfermo, recitaba sus poemas de amor con voz doliente y nostálgica; los poemas dedicados a una activista italiana que había muerto fusilada por Mussolini. Un número de la revista llegó a Villavieja, pero no a nuestras manos, sino a las de doña Eulalia. El periódico publicó, un domingo, el artículo íntegro, bajo un título a toda plana, con gran tipografía: «Algo de la verdad sobre Sotero Montes. ¿Era o había sido un rojo?» Había quien lo imaginaba paseando obispos y violando monjas. Se dejó de hablar de él en voz alta, pero el remate de la operación fue otro artículo, enviado desde Madrid por un señor desconocido, que se firmaba doctor, en el que se hacía el psicoanálisis de aquellos poemas, y, con pruebas científicas de las irrefutables, se demostraba que su autor era un homosexual, y que el objeto amado era un miliciano muerto en el frente. Me quedé, más que sorprendido, estupefacto, y sucedió que sólo entonces, al leer aquellas líneas suficientes y pedantes, recordé que los versos eran míos, no de Sotero; pues me había acostumbrado a hablar de ellos como si no me pertenecieran. Me sentí acusado por las afirmaciones del doctor pedante, fue como si la tierra me faltase debajo de los pies. Torturé mi memoria en busca del recuerdo de algún efebo que se hubiera deslizado entre otros objetos de deseo y, desde el inconsciente, hubiese guiado mis palabras. No lo hallé. Desde lo más remoto de mi memoria, desde las tetas de Belinha que, de niño, me habían servido de juguete, no hallaba más que recuerdos de mujeres. Era evidente la mixtificación voluntaria del doctor, es evidente que las palabras se pueden interpretar como se quiera, y lo era también que detrás de aquella maniobra se ocultaba una mano malvada, que no era la de doña Eulalia, pero que podía haber sido movida por ella. ¡Puede tanto el cuerpo de una mujer apasionada! Sobre todo cuando la impulsa la vanidad política. Escribí un artículo refutando al sabihondo doctor, pero no me lo publicaron: el periódico nos volvía la espalda. Tuve que limitarme a leerlo en la tertulia del Café Moderno, sin gran éxito: lo encontraron prudente y, lo que es peor, ambiguo. La idea de oponer el nombre de Sotero al de Landeira había concluido con una derrota, por una parte, colectiva; por la otra, personaclass="underline" eran muchas las personas que habían comprometido su entusiasmo en aquella revancha. Yo no tenía la culpa, nadie me lo echó en cara, pero las miradas traducían una especie de resentimiento contra mí, responsable, o al menos, promotor del alboroto. El nombre de Sotero pasó al silencio, pronto también al olvido. No fui capaz de consolar a sus padres, víctimas involuntarias de mi fracaso. A pesar de todo, me agradecían lo que había intentado hacer por el nombre de su hijo, y ni en sus palabras ni en su conducta había nada de rencor. Menos mal. Empecé a notarle cierto despego de aquellos mismos que me habían alabado, que habían hecho de mí una especie de cabecilla de la oposición intelectual de Villa-vieja. Dejé de ir al Café Moderno y permanecí encerrado en mi casa un par de semanas, de modo que no pude ser testigo de la apoteosis de Landeira, una vez publicado su libro. Llegaron a mí, por supuesto, las frases desdeñosas de doña Eulalia en el acto popular que siguió a la publicación del libro y a la ceremonia cívica de colocar una lápida en la casa en que Landeira había nacido. Se gritaba a coro: «Landeira, sí; Sotero, no», como un canto triunfal. Sotero Montes sirvió a doña Eulalia de término de comparación, aludido, no mentado. Llegó a decir, refiriéndose a mí, que el responsable de aquella ofensa a los altos valores de la civilización europea y cristiana no se atrevía a presentarse en público, de vergüenza que le daba de exhibir su derrota. Vinieron a mi casa, sucesivamente y sin ponerse de acuerdo, primero, Roca, y, después, Baldomir. Quejumbrosos, compungidos, parecían más derrotados que yo. De su solidaridad conmigo no me cabía duda, como tampoco de su deseo vehemente y un tanto aparatoso de que saliese de mi encierro, de que me dejase ver. Yo andaba aquellos días con el corazón y la mente muy lejos de Villavieja, olvidado de la fracasada operación de oponer un poeta a otro como quien echa a pelear dos gallos. Por las cartas que me escribían mi maestro y su mujer iba sabiendo no sólo de la marcha de mis intereses vacunos y vinícolas, sino de la vida y de la suerte de María de Fátima en su Brasil. La