miss me escribía amilagrada, con más vehemencia y temor de lo que se podía esperar de una inglesa de cierta edad. María de Fátima no se entendía con su padre, había dejado la casa, se había puesto a trabajar: primero, como azafata en una compañía aérea, donde los hombres no la dejaban en paz, empezando por sus propios compañeros de vuelo. Había tenido que renunciar, y ahora trabajaba como recepcionista en un hotel importante de Río, donde también era importunada, aunque con más disimulo. No era feliz, suspiraba por regresar a Portugal. Apenas, en sus cartas, se refería a mí. En una de las suyas, la miss llegó a decirme que estaba arrepentida de haberme, en un principio, prevenido contra María de Fátima, y que, en realidad, lo que teníamos que haber hecho era casarnos. Todo eso empezó a importarme más que los sucesos de Villavieja, y pensé que quizá mi deber sería el de ir a Brasil y traerme a María de Fátima; pero, como solía sucederme, pensaba las cosas, las imaginaba hasta el último detalle y, luego, no las hacía. Por otra parte, no era nada seguro que se me concediese el permiso de salida de España. Se lo dije a mi abogado, hizo alguna gestión discreta, y sólo halló dificultades: mi ficha policíaca no me favorecía; era, entre otras cosas, sospechoso de masón. De modo que todo se quedó en unos días de conmoción sentimental, de los que me sacaron las visitas sucesivas, casi urgentes, de Roca y Baldomir, que llegaron a ponerse de acuerdo para venir juntos a mi casa. No sé si me convencieron o, si de repente, me dieron ganas de llevarle la contraria al pueblo y de hacer lo que me daba la gana. Una tarde les dije: «Mañana saldré con ustedes. Vengan a recogerme a las doce y media.» Y parte del tiempo lo consumí en un repaso a fondo de mi vestuario, casi en su totalidad metido en los viejos armarios desde mi llegada. Habían pasado años desde mi estancia en una Inglaterra en paz, en la que todavía regían, en visible contienda con el informalismo americano, los antiguos prejuicios, las seculares convenciones. De aquellos tiempos conservaba unos cuantos trajes y un par de abrigos. Quedaban, era lo cierto, un poco anticuados, pero la ropa bien cortada difícilmente pierde su valor, por mucho que cambien las modas. Más aún, la moda puede ser lo que uno lleve y cómo lo lleve. Me vestí, pues, lo mejor posible, como nunca lo había hecho en Villavieja, donde había un elegante oficial, don Federico Tormo, y otros dos, más populares, algo así como sus caricaturas, conocidos por los apodos de el Marqués de la Espuma y el Conde de la Madroa. Don Federico Tormo era ya carcamal, último vástago de una familia arruinada, maldiciente del régimen. No se metían por considerarlo un figurón a veces útil, porque se le consultaba cuando había que organizar una boda de campanillas o preparar el recibimiento de un personaje: don Federico era el único depositario de los elegantes usos de los buenos tiempos, y un hombre así suele ser aprovechable cuando el pandero lo tocan manos ignorantes, mandones improvisados: esto le permitía despotricar en el casino contra el general y sus agentes sin que ni siquiera los más ardientes partidarios de la situación le concediesen importancia a sus denuestos, a sus insidias y a sus denuncias. «¡Cosas de don Federico!» El Marqués de la Espuma era un treintón de clase media, hijo de viuda con una pensión modesta. No se sabía que hubiera hecho nada en su vida, ni otra cosa que exhibir con más o menos inocencia su palmito de joven guapo y de buen aire. Tenía sólo dos trajes: el de verano, blanco tirando a rosa, con botones de nácar, y otro, gris, de invierno, con su abrigo y su paraguas. El Marqués de la Espuma no se sabía que hubiera gastado en su vida un céntimo en invitar a nadie, ni siquiera a las muchachas que acompañaba en la calle o en el paseo; ellas lo aceptaban a su lado por no andar solas, las que carecían de acompañante, y por lo que tenía de decorativo, las otras, pero sin ir más allá. El apodo le iba bien, pues era todo él como la espuma del champán cuando pierde la fuerza y se queda en espumilla. En cuanto el Conde de la Madroa, era todo lo contrario, algo tosco, vital, generoso. Solía desaparecer durante algunos meses; se decía de él que se marchaba a Vigo, donde se embarcaba de camarero en los barcos de emigrantes que iban a Argentina o a Cuba. Ahorraba las ganancias y, al regreso, se compraba la ropa más moderna y venía con ella a Villavieja, a mostrarse en el paseo, y también a invitar a la gente, hasta que el dinero se le acababa. Estos tres sujetos iban a ser mis rivales; pero, de los tres, sólo don Federico Tormo consideró que su espacio vital había sido invadido por un intruso. Una mañana, cuando yo ya llevaba un par de semanas saliendo al mediodía con Roca y Baldomir, dejándome ver por los bares, y recorriendo la calle Mayor, a la hora del paseo, con el aire más impertinente y lejano posible; una mañana, digo, don Federico Tormo se presentó en mi casa: lo recibí en el salón más empingorotado, y me lo agradeció. Lo invité a un jerez y lo bebió. «Señor Freijomil -me dijo-, vengo a rogarle que no haga desgraciados los pocos años de vida que me quedan. Usted es joven, y tiene mucho que hacer en el mundo, si no comete el error de encerrarse para siempre en Villavieja. Yo paso de los sesenta y no sé hacer nada, ni hice nunca nada, más que arrastrar como puedo el papel de elegante local que me ha tocado en suerte. Soy pobre y usted rico. Usted lleva trajes ingleses, y los míos me los cortó hace tiempo un sastre de La Coruña. Están algo gastados, pero son trajes gloriosos, porque los seguí llevando, como un desafío, cuando todo el mundo refugiaba su miedo en uniformes ridículos. El haberlos llevado con osadía, como los llevé, pudo costarme la vida, pero sólo me costó un destierro. La suerte me deparó una misión en Villavieja, que la gente de bien comprende y respeta, y usted no tiene necesidad de venir a chafármela. Lo que le pido es que renuncie a competir conmigo, porque la victoria la tiene usted segura y no la necesita para nada. ¿Qué caro le cuesta? Por otra parte, usted ya tiene seguro su puesto en la ciudad, un puesto nada fácil. ¿Por qué va a renunciar a él? Usted es un intelectual, y pasar por elegante no le añade nada.» Aquí hizo una pausa, aceptó un cigarrillo que le ofrecí, meditó lo que iba a continuar. «No crea que le guardo rencor, pues, fuera de lo de los trajes, sé que usted y yo coincidimos en ciertas ideas y en ciertos desdenes, y esto une mucho. Ambos somos sospechosos para el régimen, y ambos contemplamos a la gente desde arriba, no con el resentimiento de los vencidos, sino con el desdén de los superiores. A usted, lo mismo que a mí, esta gente que gobierna nos resulta vulgar. Si no fuera así, no hubiera usted elegido la elegancia pública para vengarse. Pero sucede, querido amigo, que usted puede valerse de medios que a mí me están vedados. Se lo ruego: deje la calle para mí, no haga nada que me obligue a eclipsarme, lo cual, a mi edad, sería como morir. A cambio, señor Freijomil, le haré una revelación. En la ciudad se conspira contra usted. Los cambios de su conducta y en su atuendo se han interpretado como intento de aproximación a los que mandan. En una reunión que hubo, don Braulio, el canónigo, aseguró que es usted recuperable, y que todo consistirá en hallarle una novia conveniente. Se la están buscando, señor Freijomil, una señorita de pazo que le quite de sus putañerías. ¡Todos ellos saben, señor Freijomil, que es usted cliente de la Flora, pero les gustaría saber con quién se acuesta! Le han puesto espías o piensan ponérselos. Y todo esto que le digo es la pura verdad, no se lo invento. Lo sabe más gente. A unos les agradaría que usted cambiase; a los otros, no. Yo soy uno de éstos. Pues ya lo sabe.» Me eché a reír, le di un abrazo, y lo llevé al cuarto de los armarios. Desplegué, ante su asombro, mi no muy numerosa, aunque escogida, colección. «Señale usted mismo, de todos estos trajes, los que no quiere que me ponga.» Los repasó, uno a uno, con cuidado, con mirada experta. «En realidad, más que indicarle los prohibidos, le señalaría los obligados. Son estos dos. Un caballero como usted, en una ciudad como esta, con dos trajes que use, basta. Comprendo que sea un sacrificio, sobre todo si tiene en cuenta que alguno de ellos…» Se interrumpió y descolgó uno de la percha, un «príncipe de Gales» sobre grises apenas estrenado. «¡No sabe lo que yo daría por ser dueño de este traje!» «Pues ya lo es desde este momento.» Me miró con asombro. «¿Cómo dice?» «Que, si no le parece mal, se lo regalo. Somos de la misma altura y de figura semejante, aunque la suya sea más arrogante que la mía. Pero eso de la arrogancia es cosa de la personalidad, no de la figura. Con arreglar un par de detalles, le vendrá pintiparado. Tenga en cuenta que no me lo he puesto nunca en Villavieja, y que nadie podrá adivinar su procedencia.» Quedó con el traje en las manos, perplejo. «Señor Freijomil, me pone usted en el brete de admirarle. Si usted saliera a la calle mañana con este traje, me destronaría para siempre.» «Muy bien. Pues le regalo la corona.» Un tanto conmovido, dejó desembarazada la mano diestra y me la tendió. «Chóquela. Es usted un tío grande.»