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A partir de aquel día dejé de comparecer en los bares de postín, dejé de recorrer con impertinencia visible la calle Mayor. A mis compañeros habituales, Roca y Baldomir, los sorprendió aquel cambio súbito. «Se dice por ahí -les expliqué- que estoy intentando acercarme a la derecha, y hay que desmentirlo.» Les pareció muy bien.

IV

LO DE BRISEIDA requiere una explicación entre erudita y biográfica. Se llamaba sencillamente Laura Martínez, y se dedicaba a la canción moderna, con preferencia a los boleros. Tenía buena planta, con unas piernas espectaculares, voz agradable y cierto estilo entre refinado y cursi, que iba muy bien con las canciones que cantaba. Pero, como tarjeta de presentación, lo de «Laura Martínez, canción moderna» no era lo bastante llamativo: sorprendía, y no agradablemente, cierta contradicción interna difícil de explicar, una especie de principio universal vulnerado, en cuya virtud, de una señorita que arrastra un nombre tan pequeñoburgués como el de Laura Martínez no se podía esperar que cantase con la debida pasión y su puntito de desgarro, por ejemplo al cantar aquello de «Y tú que te creías el rey de todo el mundo…» en competencia con Amalia Rodrigues. Ésta era la razón por la que Laura había recorrido los cafés cantantes de buena parte de la península sin haber alcanzado el honor de un anuncio luminoso:

Laura Martínez

Canción moderna

Hasta que le salió un contrato en Soria. En Soria conoció y se acostó más de dos veces con un profesor de literatura de aquellos pagos, un tipo bastante melenudo que siempre llevaba consigo un portafolios atiborrado de papeles, cuadernos y separatas en dos o tres idiomas: un sujeto muy culto y bastante burlón, conocedor, según él, de la psicología colectiva, que le explicó las razones por las que no había merecido los honores del rótulo luminoso, especie de meta profesional de las especialistas en cualquier clase de canciones. «Todo depende de tu nombre. Laura está muy bien para una madre de familia, e incluso para una novia innoblemente abandonada que mantiene la fidelidad al felón hasta el envejecimiento y la amargura, pero no para una cantante como tú. Lo que necesitas es un nombre de guerra.» «¿Y por qué no me lo buscas?» El profesor de literatura, en sucesivos encuentros horizontales, le propuso unos cuantos, todos ellos literarios, que a Laura no acababan de convencerla. Hasta que una noche le dijo: «¿Qué te parece Briseida?» «¿Briseida? ¿Y eso qué quiere decir?» «Algo así como la de las mejillas sonrosadas. No exactamente, pero cosa parecida.» El significado dejó de interesarle a Laura: ¿qué se le daba a ella de las etimologías? Pero el nombre le gustó. Gratificó al profesor de literatura con caricias de presente y el reconocimiento eterno. Su inmediato contrato ya incluía el nombre de Briseida, y, al segundo o tercero, se le incluyó una cláusula según la cual se la anunciaría con el consabido rótulo, en el que, con letras de relumbre, violetas las de arriba y de buen tamaño; llamativa de color las inferiores, un poco más pequeñas, rezaría: