Me sentí, si no perdonado, al menos comprendido por aquella pareja de definidores de la moral. Más por ella que por él. A los soldados que volvían del frente enloquecidos por la preparación artillera, se les toleraba la cura del putañeo. «Tiene usted que ser más discreto en sus expansiones, señor Freijomil», me aconsejó la dama; y el clérigo, clemente y avisado, se despidió con el viejo aforismo: «Todos los pecados serán perdonados, menos los pecados contra el espíritu.» ¿Se refería a mi pensamiento inconformista? Es lo más probable. Se marcharon corriendo. La amenaza, sin embargo, la dejaron pendiente. «Volveremos otro día, señor Freijomil, cualquier tarde de éstas.» Pero ya con otra voz.
Las noticias del escándalo provocado por mi paseo matutino con Briseida habían llegado al café. Mis amigos me recibieron con protestas y condolencias, y todos estuvieron de acuerdo en que, bajo un régimen que a la vez oprimía política y moralmente, la ciudad estaba retrocediendo a los peores tiempos del provincialismo pretérito. Briseida me dijo, muy melosa: «Ya estamos comprometidos públicamente.» Todo el mundo quedó en silencio, y la misma Briseida se replegó hacia la sombra, acaso avergonzada. Fue don Celestino el que habló por mí, quizá en virtud de sus derechos de empresario del local y contratante de Briseida: «Eso no le conviene a don Filomeno. Su reputación anda muy mal parada, según sabéis.» «En cualquier caso, don Celestino, yo soy el que administra mi reputación.» «¿Le pareció mal lo que le dije?» «No, don Celestino; pero me conoce lo suficiente como para saber que acostumbro tomar mis decisiones por mí mismo.» Don Celestino me dio una palmada en el hombro. «Perdóneme si metí la pata, don Filomeno. Lo hice con la mejor intención.» Sin embargo, todo el mundo creyó, o al menos sospechó, que actuaba como parte interesada. A nadie habían pasado inadvertidas sus atenciones, sus mimos, con Briseida, y la cara que había puesto la noche anterior, al irse ella conmigo. La cosa quedó así, continuó la conversación y, en cierto modo, la juerga. Briseida cantó para nosotros unas cuantas indecencias divertidas para las que se mostró más dotada que para los boleros sentimentales; fueron muy celebradas con aplauso y risas, y tuvieron la virtud de desorbitar a don Celestino, indefenso ante las intimidades exhibidas en un paso de rumba cubana. En un momento, que yo advertí, habló al oído a Briseida, y ella pareció complacida al escucharlo: «Sí, sí», oí que le decía. Llegó la hora de marcharse. Nos preparamos para salir. Briseida se hizo la remolona. No la esperé. Ya en la calle, don Agapito me preguntó discretamente: «¿Se da por vencido, don Filomeno?» «¡Me importa un pito Briseida!» Pero en la conciencia de todos quedó el que don Celestino me la había birlado. Al día siguiente, al quedar solos los habituales, fue ella la que anunció que había llegado a un acuerdo con don Celestino, y que, después de que acabase su contrato, se quedaría como animadora permanente del local. «¡Pues mira qué bien! No cabe duda de que el local ganará mucho.» No fue necesario que explicase que, en el nuevo contrato, se incluiría una cláusula, quizá sólo verbal, de disfrute exclusivo por parte de don Celestino, con hospedaje y alimentos. Pensé que Briseida había obrado cuerdamente: don Celestino era un solterón acomodado, con dinerito en el banco, y bastante terne todavía, y una relación continuada y bien llevada por parte de ella podía acabar incluso en matrimonio. Don Celestino, por profesión y origen, quedaba fuera del radio de acción de las conveniencias, y, en el mundo en que vivía, la gente tenía la manga más ancha. ¡Era tan tentador pasear en público con una Briseida bien trajeada! En algo se había que gastar el dinero. Se me ocurrió pedir champán y brindar por la nueva pareja. «¡Como que están hechos el uno para el otro!» Mis palabras no fueron bien recibidas, ni por Briseida ni por don Celestino: se les atribuyó, supongo, una intención que no tenían. Incluso mis amigos pensaron que las movía cierto resentimiento, y aquel «Hechos el uno para el otro» implicaba la puta y el cornudo. Alguien dijo: «No tiene usted por qué ponerse así.» Le respondí: «Mire, amigo: a Briseida se la disputaron Aquiles y Agamenón. No tengo ningún inconveniente, en este caso, de hacer el papel de Aquiles, que es muy lucido, si bien debo recordarles que, a causa de esta cuestión, los griegos estuvieron a punto de perder la guerra de Troya. Aquiles se resintió. Yo, más entrenado que él en esta clase de cuestiones, dejo de buena gana el campo libre.» El remedio fue peor que la enfermedad. ¿Quería decir que Briseida no valía la pena? «¡Oh, no! Me parece la mujer más bella y deseable de todas cuantas pasaron por La rosa de té, que yo recuerde.» Pedí la cuenta y pagué. Me siguieron Roca y Baldomir. «¿No piensa usted volver, don Filomeno?» «Mi presencia sería una indiscreción, tanto como recordar a don Celestino que yo me acosté con Briseida antes que él.» «¿Y adónde vamos a ir?» Caminábamos bajo la lluvia, hacia los soportales. Me detuve, con el paraguas abierto, entre mis dos amigos. «¿Qué les parece la casa de la Flora?» «¡Don Filomeno! ¿Qué va a decir la gente? Somos una tertulia literaria.» «Mi querido don Agapito, se cuenta que uno de los más famosos generales africanos del ejército español tenía su estado mayor en una casa de putas de Melilla… ¿Será menos decente que vayamos a hablar de literatura a casa de la Flora?» «No sé qué pensará mi mujer, don Filomeno.» «Su señora, don Agapito, tiene entera confianza en usted. Porque ¿hay menos ocasiones de infidelidad en La rosa de té que en casa de la Flora?» «¡Hombre, si se mira de esa manera…!» «Pues procure que su señora lo mire así, y ya verá cómo no pasa nada.» Fue de ese modo como se instaló en el salón reservado de un burdel, con espejos en las paredes y una Dolorosa encima de la cómoda, una peña literaria más o menos provinciana. Cuando quedé a solas, en aquel espacio sombrío, aunque también sonoro, de los salones de mi casa, pensé que me había portado como un imbécil, pero, cosa curiosa, pese a reconocerlo, no me arrepentí. Recordando a don Braulio y a doña Eulalia, me reía silenciosamente: con más exactitud, era algo interior lo que se reía. Pero no dejaba de preguntarme cómo iba a acabar todo aquello.
V
Para la Flora no dejó de ser negocio, apreciable por lo fijo, el traslado de la tertulia disidente a su salón reservado: oscuramente se daba cuenta de la especie de ennoblecimiento de que era objeto su local, y así, con diligencia y habilidad, se las arregló para que los clientes secretos limitaran sus visitas a las horas de la tarde, de modo que el campo quedase libre antes de dar las diez. A esa hora, una criada (una puta retirada por la edad) adecentaba la estancia, colocaba la mesa para el servicio de bebidas y organizaba en corro la sillería. Seguíamos presididos por la Virgen de los Dolores dentro de su fanal, atravesado de espadas el corazón de plata, pero en ese detalle no se fijaba nadie, o, al menos, nadie le hacía objeciones, seguros como estaban todos de que Flora antes se dejaría matar que retirar de allí su imagen preferida, aquella ante la que se postraba en sus dificultades, o en los peores momentos, en los más angustiosos, de su angina de pecho, si bien con el orujo al lado, que también ayudaba. En cuanto a la clientela, había crecido, aunque no desmesuradamente: los tres que éramos en un principio llegamos a nueve fijos, incrementados los fundadores en seis desengañados del Café Moderno, donde la literatura se había politizado hasta no ser reconocida. Aquí le éramos fieles, y en poco tiempo lo que empezó como charlas anárquicas acabó por organizarse y convertirse aquel salón de paredes azules floreadas de rojo en una especie de aula donde cada noche uno de los contertulios daba lectura a algún trabajo breve que luego se discutía. Al conjunto de intervenciones y discusiones, por su carácter obligatoriamente irónico, o por lo menos satírico, siempre informal, pero no por eso liviano, se le llamaba «Críticas de la razón humanística», lo cual cuadraba con el espíritu del pueblo, frenado hasta la coacción por la seriedad del régimen. Inevitablemente la presidencia y dirección del cotarro había recaído en mí, y como a la reunión no se le había puesto límite de hora, lo corriente era que, después de las palabras programadas y discutidas, hubiese yo de prolongarlas con una plática sobre cualquier tema acerca del que tuviera algo que decir, fuese literario o histórico, y eso con tal rigor que, incluso los informes, las explicaciones o las discusiones acerca de la situación internacional, la gran contienda que se iniciaba entre los rusos y norteamericanos, se desarrollaban con absoluta independencia (en realidad casi ofensiva) de la opinión oficiaclass="underline" los periódicos ingleses y franceses, que clandestinamente recibía de Lisboa, ayudaban a mis puntos de vista. La gente tardó muy poco en darse por enterada, y siempre había alguien que, cada día, refería a algún curioso el resumen de lo tratado la noche anterior. De ahí se propalaba, se deformaba y con frecuencia se concretaba en una versión casi surrealista, fruto de la colaboración colectiva. Aparecieron en seguida candidatos a contertulios, y se dio entrada a tres o cuatro más, muy escogidos, de cuya lealtad no cupiera duda, y también, de vez en cuando, se permitía la asistencia, sin derecho al uso de la palabra, a algún adolescente espabilado, estudiantes en Santiago o aspirantes a poeta. De putas, nada, y eso era lo que la gente no comprendía o acaso lo que no aprobaba: porque, ¡qué diablo!, un lenocinio no es un ateneo, por mucho que algunos ateneos parezcan lenocinios.