Una de aquellas noches, inopinadamente, en vez del policía acostumbrado se presentó el mismísimo comisario. Nos quedamos paralizados, o, al menos, mudos y sin saber qué hacer. «No les estorbe mi presencia, señores. Vengo a oírlos por pura curiosidad.» Hicimos un esfuerzo por dar naturalidad y alegría a la conversación, y mi perorata final versó sobre la moda femenina, según los últimos figurines. Al terminar, y empezar la gente a retirarse, el comisario me rogó que esperase. Quedamos solos con la Flora, miedosa y desconfiada. «Mire usted, señor Freijomiclass="underline" yo no tengo nada contra estas reuniones, salvo que son ilegales. Son ilegales, pero inocentes. Para que puedan continuar hemos acordado (no dijo quiénes) que introduzca usted algunas novedades. Tal y como se desarrollan, tendría usted que solicitar permiso diariamente, y entregar a la comisaría un escrito, firmado por usted o por otro responsable, con la indicación detallada de lo que se va a decir. Comprendemos que esto no sólo es difícil, sino latoso. Pero hay una solución. Ésta es una casa de lenocinio, pero yo no he visto putas por ninguna parte. Este salón, con su ausencia, pierde su carácter. La solución está en devolvérselo. Si todas las noches están presentes, mientras ustedes hablan, la Puri y la Ghuli, pongamos por caso, el salón recobra su verdadera condición, los asistentes son clientes de la casa que se encuentran y charlan por casualidad, y la policía no tiene por qué meterse. Si así lo hacen, nos quitarán un peso de encima.» Intervino la Flora: «Pero, señor comisario, ¿cómo voy a tener todas las noches a dos mujeres paradas, de mironas? Si echa usted por lo bajo, ponga cinco duros por hora y por mujer; sale a veinte duros de pérdidas por cada niña que esté presente. Le aseguro que la casa no puede perder doscientas pesetas diarias. La comida está cara: a las chicas hay que alimentarlas. Luego vienen los gastos de médico y botica, que ellos solos arruinan a cualquiera… No, no puede ser.» El comisario palmoteó el muslo de Florita: «Eso, Florita, no es de mi incumbencia. Entiéndete con estos señores acerca del numerario. Yo hago bastante con ofrecer la solución.» Se sirvió una copa, la paladeó, la pagó ostensiblemente y se marchó. La Flora y yo quedamos desolados. «Pues esto no se puede cortar, Florita. Sería darnos por vencidos.» Discutimos la cuestión y llegamos a un acuerdo: yo le pagaría cien pesetas diarias, sin que lo supiera nadie, aunque el comisario llegase a sospechar un arreglo semejante. Saqué la cartera y le di unos billetes. «Toma, el pago de una semana.» La novedad con que los contertulios se encontraron al día siguiente fue la presencia de dos pupilas, vestidas de manera adecuada, quiero decir, medio desnudas, con sus intimidades discretamente insinuadas, más que exhibidas, tanto por razones de seducción como de decencia; pues si volvía la policía no era cosa de que las encontrara enteramente tapadas como ursulinas: los tratos son los tratos. De todos modos trajeron dos mantones de lana por si les daba frío su quietud. Yo me pasé la velada mirándolas de reojo: comenzaron curiosas, continuaron aburridas, terminaron dormidas, bien embozadas, la cabeza de una en el hombro de la otra. Enternecía verlas, como dos pajaritos acurrucados en una tarde de nieve. Por lo demás, pasada la sorpresa, se prescindió de ellas, y la sesión transcurrió tan animada y divertida como de costumbre. A la noche siguiente ya estaban allí, esperándonos, no las mismas, sino otras distintas, que se dejaron convidar y chicolear por los concurrentes más animados, hasta que, comenzada la sesión, cayeron en el mismo aburrimiento y en el mismo sopor que las colegas que las habían precedido en el uso del tedio, aunque, como me dijo en un aparte la Flora, habían venido voluntarias, porque siempre preferían aquello a soportar el olor de los clientes. La noticia corrió por la ciudad, aunque concebida en estos términos: «Por orden gubernativa, a la tertulia de la casa de la Flora tienen que asistir obligatoriamente dos miembros del personal», lo que sirvió para que la gente hiciera chistes más o menos molestos para la máxima autoridad de la provincia, que así se interesaba por la propagación de la cultura entre las clases pecadoras. «Ahora sólo falta que hagan también obligatoria la presencia de un dominico que les dé el Nihil obstat.» La policía no compareció. Desde entonces, ni siquiera su representante obligatorio, con lo que me vi libre de redactar, o de inventar, los resúmenes diarios. Hubo sesiones admirables, como aquella en la que el señor Baldomir nos expuso en pareados endecasílabos los últimos descubrimientos de la genética: lo concluyó con la descripción, en tono heroico, de un combate entre espermatozoides de distintos bandos por la conquista del óvulo apetecido, en este caso imparciaclass="underline" como una especie de torneo en el que, desde lo alto de una ventana gótica, la mujer disputada presencia los combates de sus campeones. Fue muy felicitado, el señor Baldomir, por el acierto de sus imágenes, por el ritmo creciente de la narración y por el exquisito sentido del humor manifestado, sobre todo en las descripciones. «Pasará usted a la historia de la literatura, señor Baldomir, de eso no cabe duda»; y el señor Baldomir sonreía agradecido.
Hasta que una noche de mucho viento y luna clara, cuando un abogadete llamado Doce Pereiro exponía (en prosa) las líneas generales de su proyecto de un «Catálogo de los pecados de la carne no incluidos en los tratados de moral, con su descripción minuciosa» en el que se registraba un número asombroso de transgresiones que habían pasado inadvertidas a los legisladores y moralistas de cualquier país en cualquier tiempo; esa noche, sin previo aviso, ni soplo, ni barrunto, hizo irrupción la policía. «¡Todo el mundo quieto! Saque cada cual su documentación y muéstrela.» La Flora, que estaba a mi lado, se echó a temblar, y no hacía más que decir por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!» Cada uno de los presentes sacó sus documentos de identidad, y los mostró, si no fueron los dos muchachos recomendados del subjefe provincial, que no los tenían. Les preguntaron por las edades, las dijeron; el que parecía dirigir la operación increpó a la Flora: «¿Ignora usted la prohibición de recibir en esta clase de lugares a menores de edad?» «¡Pobre de mí -decía la Flora, tiritando-, me está tratando de usted!» Yo respondí por ella. «Le advierto, señor inspector, por si lo ignora, que en este local y a estas horas los presentes nos entregamos a tareas meramente intelectuales. Sus jefes fueron debidamente informados, y consintieron.» El inspector era un tipo de bigote recortado, muy respetable de aspecto y de ademanes, un tipo peligroso. «Entonces, ¿qué hacen ahí esas putas? Porque supongo que esas dos mujeres formarán parte de la dotación de este barco.» ¡Qué ingenioso! Las dos pobres muchachas, esmirriadas y pintarrajeadas, de las que empezaban a perder la clientela y pasaban los días sin ocuparse, no sabían qué hacer ni qué decir. Por fortuna permanecieron quietas y calladas. Verdad es que lo estaba todo el mundo, menos la Flora, que repetía por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!» y daba diente con diente. El inspector con mando en plaza movió el brazo diestro con ademán totalitario, abarcador del mundo entero: «¡A la comisaría! Todos los que no viven en esta casa, a la comisaría. ¡Andando!» La Flora se echó a llorar; sus pupilas, también, acaso por contagio. Fuimos desfilando y salimos al viento que silbaba en las esquinas. «¡Menuda lluvia nos va a caer mañana, cuando esto calme!» Íbamos de dos en fondo, silenciosos, escoltados por los policías, y el viento arrebató un par de sombreros que se perdieron en las oscuridades lejanas. La comisaría era un lugar desolado, tristón, iluminado por una luz ceniza, si no era la única mesa, en que un tipo de gafas, alumbrado por una lámpara de brazo, escribía en un libro grande. Nos hicieron sentar en unos bancos de madera, incómodos, junto a un par de suripantas callejeras muertas de frío y un borracho que dormía. Fueron tomando las filiaciones y la declaración. Cuando les tocó el turno a los mozalbetes, el más decidido de ellos, el rubio, exigió en voz alta e imperiosa que se telefonease al subjefe provincial y se le dijese que ellos estaban allí. «Pero ¿qué es lo que crees, mocoso?» Sin embargo, uno de los inspectores que nos habían detenido se apresuró a telefonear mientras seguían los trámites. Pasó algún tiempo: de repente irrumpió en el local, vestido de uniforme y envuelto en un capote manta, el requerido subjefe, al que acompañaba su guardia, dos mocetones armados de pistolas muy visibles. No se dignó saludar. «¿Qué coño pasa?», preguntó sin dirigirse a nadie. Y antes de que le respondieran, se aproximó a los mozalbetes y dijo: «De estos dos respondo yo. Me los llevo.» Yo esperaba que alguien se opusiese, pero en aquel momento se oyó un grito desgarrador del señor Baldomir: «¡Mi vademécum! ¡Perdí mi vademécum!» «Le quedó en casa de Flora, señor Baldomir, no se apure.» Pero él ya había salido, ante el estupor de los policías. «¡Síganle y deténganle, y si hace falta, disparen!», dijo el de más autoridad, el del bigote recortado; pero yo me interpuse: «Señor inspector, respondo de que el señor Baldomir regresará a la comisaría cuando encuentre lo perdido.» ¡Nada menos que el poema Patita, en aleluyas! «¡Si no regresa, irá usted a la cárcel, señor Freijomil!» «De acuerdo, señor inspector.» Aún no había terminado el interrogatorio, cuando Baldomir apareció, sudoroso, con el sombrero y el vademécum en la mano. «¡Lo encontré, lo encontré, estaba allí!» El subjefe provincial se había ido con los dos mozalbetes, casi cobijándolos bajo su amplio capote, sin que nadie chistase: si bien el del bigote, cuando el subjefe hubo marchado, ordenó en voz muy alta: «Ambrosio, levante acta, y que todos estos señores firmen como testigos.» No sólo firmamos nosotros, sino las esquineras y el borracho, a quien se despertó. Yo creo que pasamos allí cosa de hora y media. Se nos dijo: «Pueden ustedes marchar, pero ya saben que quedan a disposición del juzgado que se encargue del caso.» «¿De qué caso -preguntó alguien, creo que fue Roca- Porque ir a una casa de putas puede ser pecado, pero no delito.» «¡Márchese, márchese ya, tío imbécil! Ya se entenderá con el juez.» Yo regresé a casa de la Flora: la hallé derribada en un sofá, con una botella de aguardiente y una copa al lado. «¡Ya me salvó la vida otras veces, gracias a él y a la Virgen aún estoy aquí!» Le conté lo que había pasado. «A vosotros no os va a suceder nada, pero a mí, ya veréis.» Procuré tranquilizarla y le recomendé que se acostase. El cotarro de las putas se había alborotado, no hacían más que subir y bajar las escaleras, con abandono de sus obligaciones. Alguien gritaba en el salón de abajo: «¡A ver qué pasa, coña! ¡No hay derecho a tenerle a uno cachondo hora tras hora!» La Flora carecía de huelgos para ordenar aquel batiburrillo. «¡A joder, niñas, que para eso estáis!» Pero lo decía con voz mortecina. Encima de la mesa había un montón de dinero, monedas y billetes revueltos. Lo conté, se lo entregué a la Flora. «¡Anda, acuéstate!»