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IV

YO NO SÉ SI FUE AQUEL MISMO INVIERNO, o al siguiente, cuando mi padre tuvo una agarrada fuerte con Belinha. Resultó que yo había cogido una gripe, con mucha fiebre, y que ella me había retenido en casa, con excesivos cuidados, más días de los que eran menester, y había perdido clases en el instituto y hasta un examen. Mi padre estuvo duro con ella, y, de rechazo, conmigo, diciéndome que ya era bastante hombre para necesitar aquellos mimos. Por cierto que durante mi enfermedad, dos semanas más o menos, Sotero había venido un par de veces a preguntar cómo estaba, pero sin subir a verme. Le dijo francamente a Belinha que tenía miedo al contagio, y que él no podía permitirse el lujo de pasarse dos semanas en la cama, porque podía perjudicarle a la hora de los exámenes. Belinha me dijo claramente, por vez primera, que aquel muchacho no le gustaba, y fue esto lo que oyó mi padre, pero no lo que le incomodó, sino que Belinha me hubiese llamado Ademar, y no Filomeno. Sobre esto empezó la discusión. Mi padre dijo a Belinha que Ademar había muerto con doña Margarida, y Belinha le respondió que, mientras ella viviese, yo sería Ademar. A partir de aquí siguió la cosa, y se puso tan violenta, que Belinha llegó a decir que yo era de ella, y no de mi padre, y que ella sabía con qué dinero se pagaban mis gastos, y cosas de este jaez. La cólera de mi padre subió hasta el punto de atemorizarme, como que me refugié en un rincón, desde el que contemplé la pelea. ¿Por qué fue ésta la primera vez en que me di cuenta de que Belinha era verdaderamente hermosa? Así, hecha una furia, los ojos echando fuego. A mí, aquel invierno, habían empezado a gustarme las chicas, pero no pasaba de mirarlas en la calle, sin explicarme el porqué. Quizá por eso no me sorprendió la belleza de Belinha, y hubo un momento en el que, en vez de escuchar las palabras, y aun las amenazas, que se cruzaban entre mi padre y ella, me limitaba a contemplarla complacido, mirando de vez en cuando a mi padre, que, a pesar de los gritos, no perdía la compostura, pero que, aun compuesto, resultaba vulgar, como un hombre cualquiera de la calle, aunque quizá mejor vestido. Y aquella disputa terminó de una manera inesperada. Mi padre dijo a Belinha que tenía que hablar con ella, y que le siguiera a su despacho. Me dejaron solo. Mi padre no regresó, Belinha tardó en hacerlo. Llegó calmada y con la cabeza baja, sin mirarme. Me dio la cena y me acostó como siempre, y, al darme las buenas noches, dijo que me querría siempre. Así como entre sueños, la oí después ajetrear en su habitación, que estaba al lado de la mía, pared por medio, como dije. Al día siguiente me enteré de que se había ido lejos, al otro lado de la casa, de modo que si yo gritaba de noche, ella no me podría oír. El piso era muy grande, habitaciones y salones inmensos, y en él sólo dormíamos Belinha, mi padre y yo, porque los otros criados lo hacían en la planta de arriba, grandes buhardillas bajo las tejas, amuebladas de viejo que a mí me gustaba recorrer, y asomarme a sus ventanitas, desde las que se veían los tejados de la catedral, y vericuetos entre cúpulas y torres que la gente de abajo ignoraba. Aquella noche tuve conciencia de soledad, aunque no de miedo. La soledad era como un hueco inmenso en el espacio, en cuyo centro estaba yo. Me pasé mucho tiempo escuchando los ruidos, cosa que no había hecho jamás: los que venían de la calle y los que se engendraban en el interior de mi casa, crujidos de la madera, corretear de ratones, puertas o ventanas remotas que se batían con el viento. Aquella noche los descubrí, y todas las siguientes me dediqué a reconocerlos, a perseguirlos, hasta que este juego nuevo de escuchar ruidos me cansó o me aburrió, o quizá haya sido simplemente que me había acostumbrado a ellos, que ya no eran nada nuevo, y que ya formaban parte del silencio. Belinha continuó como siempre, en la casa, pero la encontré cambiada, como si no quisiera mirarme. Una noche, entre sueños, la oí entrar en mi habitación, aproximarse de puntillas, escuchar y darme un beso en la mejilla. También mi padre pareció más tranquilo, y no volvieron a pelear. Mi padre salía todas las noches, iba al casino, no sé cuándo regresaba.