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VI

A MEDIA MAÑANA se presentó en mi casa aquel amigo que servía de intermediario entre el subjefe provincial y yo. Acababa de levantarme, no me había afeitado, estaba desayunando. Le hice pasar, lo invité a que me acompañase al menos con una taza de café. «¿No sabe lo que pasa?» «Todavía no hablé con nadie esta mañana.» «Un verdadero escándalo. Todo lo que sucedió anoche en casa de Flora no fue más que una trampa para cazar a nuestro amigo y acusarle de corruptor de menores. Esta mañana recibió un telegrama urgente con su destitución y la orden de presentarse en Madrid. Acababa de salir ahora mismo. Yo vengo de su parte a preguntarle si está dispuesto a declarar a su favor.» «Pues, ¡claro, hombre, no faltaba más!» No se hablaba de otra cosa en la ciudad, y hasta a algunos partidarios del régimen les había cabreado la conducta felona del gobernador. «Aquí va a suceder algo, créame. La gente anda excitada. Aunque lo que lamentan muchos es que se hayan acabado las reuniones. Porque, después de esto, a ver quién se atreve…» ¡Villavieja del Oro, famosa por sus tertulias intelectuales, la Atenas del noroeste! Según lo que aquel buen sujeto me fue informando, hacía muchos años que no se alcanzaba unanimidad semejante, allí, en Villavieja, famosa antaño por sus reacciones colectivas. «Porque aquí, amigo mío, en este pueblo, sin ponernos de acuerdo, todos pensábamos lo mismo.» Me contó dos o tres acontecimientos a los que la ciudad había respondido como un solo hombre, sin que nadie los moviese, y no como ahora, que había que sacar a la gente de casa casi a la fuerza para organizar una manifestación de cuatrocientas personas. «Villavieja ya no es lo que era… ¡Aquellas conferencias de los grandes maestros, que usted quizá recuerde! Y la gente que esperaba que lo que hacían ustedes fuese un punto de partida para una verdadera restauración… ¡Qué verdad es que el pasado no vuelve, por lo menos el bueno! Con esa originalidad de reunirse en una casa de putas… ¡A quién se le ocurre! Se comentaba en toda Galicia…»

Ya estaba casi para salir, cuando llegó al portal un muchachete que quería hablar conmigo: con mucha urgencia, con cierto dramatismo. Lo mandé pasar: «¡Que vaya usted en seguida a casa de la Flora, señor! ¡Que no tarde porque se está muriendo!» Le quise dar un par de perras, pero las rechazó. «Ya me pagaron ellas, señor, y me pagaron bastante.» Salí pitando. Me recibieron caras largas de putas desarregladas. «¡Que se nos muere, don Filomeno! ¡Mandó que le llevasen recado!» La Flora yacía en el lecho, una cama pequeña, de hierro negro, en una habitación llena de santos por las paredes, y uno grande, de bulto, encima de la cama. Respiraba con dificultad. Le cogí la mano y me miró: «¡Esta vez morro, meu rei! -dijo en gallego; y después de un esfuerzo añadió-: ¡Quero que me poñan unha crus ben grande na sepultura! Na cómoda están os cartos. Cólleos ti.» Rogué a una de sus pupilas que buscase al médico; pregunté a otra qué había sucedido. «Este papel, señor. Lo trajeron esta mañana.» Era una orden de cierre del local, firmada por el comisario de policía. «Al leerlo le dio el patatús, señor, un patatús muy grande y el aguardiente no le hizo nada.» La Flora estaba moribunda, no había duda. Su garganta emitía ronquidos entrecortados, las manos le temblaban, lo mismo le saltaba el pulso que desaparecía. «Ese médico, ¿no viene?» La tenía cogida, a la Flora, de las manos. Le decía palabras estúpidas, como: «Espera un poco, no te mueras aún, que va a venir el médico.» Cuando el médico llegó, la Flora ya había muerto, después de unos estertores breves y angustiosos. «Un ataque al corazón, no cabe duda», fue todo lo que dijo el doctor. Y se dispuso a certificar la defunción. Todas las pupilas de la Flora habían venido, algunas a medio vestir. Lloraban. «¿Y qué va a ser de nosotras?», clamaba la más joven de todas, aquella rubia gordita que se me había sentado en las rodillas una noche lejana. Las apacigüé como pude, busqué el dinero en la cómoda, lo conté delante de ellas: había unos miles de pesetas. «Todo lo que sobre de los gastos del entierro lo repartiré entre vosotras.» «¿Y los parientes? -preguntó una-. Porque ella tenía parientes en Celanova.» «¡Al carajo los parientes! -le respondieron-. ¡Para el caso que le hicieron!» Todas gritaban, todas tenían quehacer, todas querían echar una mano. Dispuse que dos fueran a la funeraria, y que las otras lavasen y amortajasen a la muerta con una sábana. «¡Con lo que a ella le hubiera gustado que la enterrasen con el hábito del Carmen!» La Flora debía de haber tenido un buen lío de Vírgenes en la cabeza: menos mal que todas se resumían en una. Pero en Villavieja no había carmelitas, de modo que no se halló manera de conseguir el hábito, y el cuerpo, ya huesudo, de la Flora acabó envuelto en la mejor de sus sábanas. ¡Quién sabe cuántos amantes habrían pasado por ella! Una sábana de holanda fina, con bordados, para cama de matrimonio. ¿Y no la habría bordado ella, de virgen, a la espera de un novio formal? En esto llegó el de la funeraria, un tipo hosco y despectivo, con algo de cura rebotado. Lo primero que dijo fue que había que pagar por adelantado, dadas las circunstancias del caso. Lo mandé sentar, le ofrecí una copa, me mostró distintas clases de entierro, que los llevaba en un folleto con los distintos precios. Elegí uno de los modestos. «¿Y de la sepultura?» También de eso se encargaba la funeraria, como del resto de los trámites. Muy bien. Echamos la cuenta, pagué, me dejó un recibo, y a la hora, o así, aparecieron tres o cuatro gandules enlutados, con los bártulos fúnebres, todo lo necesario para organizar un velatorio: los cirios, un Cristo horrible, de los hechos a troquel, negro y dorado de no sé qué metal. Lo trataban de cualquier modo, sonaba a hueco. Y todo lo hacían perezosamente, como cosa habitual. «¡Bota acá o Cristo!» Ya pasaba del mediodía cuando la Flora quedó instalada en su ataúd, conforme a las leyes y a los ritos, y, alrededor, sus antiguas pupilas, rezando el rosario las que sabían. La puerta de la calle estaba entreabierta, y, clavada con chinchetas a la madera, una papeleta de defunción, manuscrita por mí. RIP. Me fui a mi casa, almorcé melancólico, eché una siesta. Se había señalado el sepelio para el día siguiente, a las cinco. Aquella noche, antes de retirarme, me di una vuelta por el velorio. Habían acudido otras colegas, hasta quince mujeres, entre jóvenes y maduras, todas en torno a la finada. Un grupo de tres o cuatro rezaban. Otras, en voz como susurros, charlaban de sus cosas. Las demás, en un corro, junto a la puerta, contaban chistes verdes y los reían silenciosamente. A ninguna le faltaba la copa de anís o de aguardiente, pero ninguna se había emborrachado. Ya iba a marcharme cuando, de repente, no sé cuál de ellas empezó a gritar: «¡Ay, pobre Flora, qué pronto te llevó Dios! ¡Ay, pobre Flora, con el buen corazón que tenías! ¡Ay, pobre Flora! ¿Qué va a ser ahora de estas desgraciadas, que eran como tus hijas?» Las demás se fueron uniendo al planto. Las dejé gimiendo a todas, menos una, que iba de copa en copa, rellenándolas. Habían traído jacintos, o algo de mucho olor, y la habitación, a pesar del humo del tabaco, olía a flores. Di una vuelta por la noche lluviosa, entré en una taberna. Se comentaba que la Flora había muerto del susto que le dio un papel.