Amaneció un día de lluvia calma, menuda; un día oscuro en que la niebla del río se mezclaba a la lluvia. Los transeúntes, escasos, parecían fantasmas con paraguas. Un poco antes de las cinco llegué a casa de la Flora, a tiempo para ver cómo tapaban el ataúd, entre llantos y despedidas: llevaba un crucifijo modesto en las manos, un pañuelo amarillento le ataba la mandíbula, ya desencajada. Mientras la cubrían, se repetía el planto, ya en castellano, ya en gallego, según los gustos. Hasta la puerta de la Flora no podía llegar el automóvil fúnebre, porque en la calleja * no había espacio, de modo que quedó esperando, frente a la iglesia, a que condujesen, a hombros, el ataúd. Se habían buscado unos cuantos mozos voluntarios para aquel menester: ellos bajaron su carga hasta el portal, y allí mismo se organizó la comitiva: aquellas quince mujeres, tapadas con sus mantones, menos una, que llevaba un paraguas. Quedamos quietos, esperando la llegada del cura, pero el cura empezó a retrasarse, cinco minutos, diez. El conductor del automóvil fúnebre, fúnebre también, vino a preguntar lo que pasaba, y que si el cura tardaba, que se iba, porque había otro entierro a las seis. Habían transcurrido veinte minutos de espera, el grupo se cobijaba de la lluvia, las ventanas de la vecindad empezaban a abrirse, y asomaban caras curiosas, fisgonas, cuando llegó, muy apresurado, debajo de un paraguas enorme, el sacristán de la parroquia. «Que el entierro no puede celebrarse, que a la Flora no se la puede enterrar en sagrado. Lo prohiben los cánones.» Las mujeres hicieron corro alrededor del sacristán, empezaron las imprecaciones, los chillidos, alguien insultó al cura. «Entonces, ¿dónde quiere que la enterremos? ¿En un estercolero?» «Para estos casos está el cementerio civil.» «¿El cementerio civil? ¿Vamos a enterrar a esta cristiana entre zarzas y ortigas?» «Yo de eso no sé nada. Son los cánones.» «¡Es ese demonio de párroco, que no tiene piedad! ¡Pues buenas limosnas le tiene dado la Flora, que en paz descanse!» «Yo, con eso, nanay. Ni el párroco tampoco. Es cosa del obispado. ¡Como ella era una puta!» Se deshizo como pudo del corro deprecante, y se escurrió por la calleja, hacia arriba. Se reanudaron las lamentaciones, aunque de otro tono. El conductor del automóvil vino a decir que se iba. «¿Y qué hacemos ahora, Dios mío? ¿Qué hacemos ahora?» El agua les resbalaba por los mantones, les mojaba el rostro. Alguien sugirió la posibilidad de que la lluvia pudiera empapar a la muerta: trajeron una tela impermeable para cubrirla. «¿Y qué hacemos ahora, Dios mío? ¿Qué hacemos ahora?» Se dirigían a mí aquellas interrogaciones angustiadas, desesperadas. Se me ocurrió responder: «Adelante.» «¿Adelante, adónde, don Filomeno?» «¡A ninguna parte! ¡Por las calles, de paseo!» Los porteadores del ataúd echaron a andar, sin otra orden que mis palabras. Las mujeres se apiñaron detrás, y empezaron los rezos: «Ave María…» Un murmullo sordo y rítmico, pausado como la marcha del ataúd. Salimos de las callejas a calles más anchas. La gente preguntaba. «Es la Flora, señor, que no la quieren llevar al campo santo.» Y se unían al cortejo, el paraguas abierto… Un paraguas, tres, cinco, la calle del Alimón, la de las Tres Estrellas, la de Fuentes Piñeiro. Nos acercábamos a la calle Real. «No, por ahí no, todavía no.» Quince paraguas, veinte. «Ave María, llena eres de gracia…» «¡Señor, ten piedad de tu sierva Flora, que no halla tierra para su cuerpo!» Se habían encendido las luces de la ciudad, brillaban tenuemente los paraguas mojados. «¿Y adónde la llevan?» «No sabemos, señor, no sabemos.» Cuarenta y cinco paraguas. En la plaza de los Álamos se hizo un alto. Los porteadores necesitaban descansar. Surgieron voluntarios. «Nosotros la llevamos.» Dimos la vuelta a la plaza, dimos dos vueltas, salimos a la calle Real, por fin. Los comercios aún no habían cerrado, la gente se asomaba a los portales, se abrían las ventanas de los miradores, las vecinas se preguntaban de un lado al otro de la calle: gritaban porque la lluvia y la niebla apagaban las voces. «Una mujer de la vida, que no la dejan llevar al camposanto.» «¿Entonces? ¿Adónde van a llevarla?» Sesenta y cinco paraguas…