A la mitad de la calle Real llegó muy apurado uno del ayuntamiento. «¡Que se retiren inmediatamente, que la lleven al cementerio civil!» «¿Por qué no lleva usted a su madre?», le respondió una de las envueltas en el mantón, la cara oculta, y el enviado del ayuntamiento se escabulló. Un poco más adelante, cuatro guardias municipales quisieron impedir el paso. «¡Atrás, atrás! ¡Iros por otras calles! ¡No se puede interrumpir el tráfico!» Siguieron adelante. Los guardias se vieron arrollados y desaparecieron. «¡Señor, ten piedad de tu sierva Flora! ¡Virgen Santísima, acógela en tu seno!» Ochenta paraguas. Los comercios cerraban las puertas. La gente se sumaba al cortejo: silenciosa, los paraguas abiertos, algunos fumaban. «Es la Flora, que se murió ayer y no dejan enterrarla en sagrado.» Mucho más de cien paraguas.
La calle de los Cuatro Cantos, la Frouxeira; la Cuesta de Panaderas era tan pina que los porteadores se detuvieron para cobrar huelgos, y un espontáneo entró en una taberna y trajo vino. «¡Dios tenga misericordia de ti! ¡Que la Virgen te acoja en su sagrado seno!» La cuesta abajo era más pina todavía, y hubo que remudar a los porteadores, que ya no podían más. La plaza de la Fuente, el Corrillo de las Monjas, el callejón de San Amaro… Por las calles estrechas, el grupo se alargaba, iban de dos en dos, como una interminable serpiente de paraguas. En los espacios anchos marchaban de ocho en fondo, como un desfile de soldados, pero lento: se oía el rumor rítmico, a veces chasqueante, de los zapatos contra el suelo mojado. La lluvia continuaba igual, pero la niebla del río se había espesado, las luces del alumbrado apenas la penetraban. Ya no brillaban los cientos de paraguas. «Padre nuestro…»
En el cruce de las Tres Calles se había apostado un funcionario del gobierno con dos guardias civiles, encapotados de negro, los tricornios de hule resbalándoles el agua. El funcionario abrió los brazos, la comitiva se detuvo. «¡Están ustedes incurriendo en un delito contra el orden público!» «¿Y qué quiere que hagamos, señor, con este cuerpo?», preguntó de entre el corro de mujeres una voz anónima. «¡Llévenla al cementerio civil, que para eso está!» «¡Señor, queremos tierra santa para esta mujer!» «¡Sí, queremos tierra santa!» «¿Qué más da una tierra que otra?» «¡Ay, señor, qué blasfemia!»
Fue otra voz, salida del mismo grupo, una voz rota, la que gritó: «¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!» Lo repitieron tres, cuatro voces próximas. Y como una oleada a la vez suplicante e imperiosa, el grito se transmitía hasta el final de la calle, hasta el último de la muchedumbre: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
Como una voz que saliera de la tierra, como si la tierra misma se pusiera a clamar con palabras roncas, mojadas por la lluvia: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
«La autoridad declina toda la responsabilidad de lo que pase», gritó el representante del gobierno civil, pero nadie lo escuchó. Se escurrió por una calle lateral, seguido de los guardias. El cortejo, entretanto, había incrementado el número de paraguas. Debían de ser ya las nueve y media. Volvieron a caminar, silenciosos: se escuchaba, eso sí, el roce rítmico de los pies contra las losas mojadas de la calle. Delante del ataúd marchaban niños, como delante de un regimiento que desfila. Cada vez que se detenían los porteadores a descansar, se repetía el grito, unánime, sordo: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
En la calle del Gato, en la travesía de las Madres Capuchinas, en el paseo de Calvo Sotelo… Eran las diez. ¿Cuántos ya los paraguas? ¿Cuántas voces clamantes? Desembocamos en la plazoleta frente al palacio episcopal. A un lado quedaba la catedral; al otro, mi casa. En el segundo piso se encendieron luces, se abrió una ventana, mujeres con pañuelos a la cabeza curiosearon. «Y ahora ¿qué vamos a hacer?» Las ventanas del palacio permanecían cerradas. Ni una luz, ni siquiera en las buhardillas. «¡Terra santa!» Por el postigo del portón salió un clérigo joven. «¡Váyanse, váyanse! ¡El obispo no puede hacer nada! ¡Es exigencia de la autoridad civil!» Se escurrió y cerró el postigo. «¡Terra santa!», ahora sin largas pausas, un clamor sobre otro, más gente. «¡Dios mío, aquí va a pasar algo!» «¿Y si sacan la guardia a la calle?» «¡No quiero ni pensarlo!» «¡Tierra santa!», cada vez más roncas las voces, cada vez más exigentes y desafiadoras. La gente no cabía en la plazuela: se desparramaba calle abajo, se perdía por los aledaños. Y aquella voz unánime resonaba por toda la ciudad, como los tambores de la procesión de Viernes Santo. Habían dejado en el suelo el ataúd de la Flora, justo debajo del balcón del obispo. Los porteadores, arrimados a la pared, echaban unos pitillos. Se había formado alrededor un corro de mujeres con mantones que rezaban. Y cada vez más niebla, metida por los entresijos de la lluvia inmutable.
Se abrió el postigo, salió otra vez el cura joven, llegó como pudo hasta una puertecilla de la catedral, la abrió con una llave enorme y, unos minutos después, reapareció, revestido de sobrepelliz y estola, con el caldero de agua bendita en una mano y el hisopo en la otra. «¿Hay alguien que sepa de sacristán?», preguntó y la pregunta se repitió, recorrió la muchedumbre, hasta que alguien gritó, allá abajo: «¡Yo sé de sacristán!» El clérigo esperó la llegada de un hombre que se abría paso. «¿Usted sabe responderme?» «Sí, señor cura.» «¡Van a echarle el goro-gori!», se susurró de una persona a otra, de un grupo a otro; se hizo el silencio poco a poco. Entonces, el cura comenzó sus latines, en voz alta, para que todo el mundo lo oyese. El paternoster lo rezaron todos, un paternoster íntimo y a la vez triunfal. «¡Hala, ya pueden llevarla al camposanto!» Se retiró por el postigo el cura joven; se oyó el ruido de los cerrojos. «¿Y ahora?» «Al camposanto, ya lo dijo.» La gente empezó a moverse, el féretro delante, ya sin chiquillos. Por callejas, descampadas, a oscuras, chapoteando en el fango. «¡Cuidado no tropecéis y vayáis a caer con la caja!» «¡Que vaya alguien delante y avise!» «¡Cuidado, que aquí hay un charco!» Yo iba casi al principio, las colegas de la Flora me precedían. Noté que alguien se instalaba a mi lado, un cura muy rebozado en el manteo, la teja calada, con el paraguas abierto. No le podía ver la cara, ni siquiera los ojos, que, a veces, me miraban. Sí, me miraban sin que yo pudiera verlos. Pero una vez que di un traspié me agarró. «¡Gracias!» La gente que seguía el ataúd iba disminuyendo: éramos pocos al llegar al cementerio, donde otro cura esperaba, ya revestido, con aire de disgusto y de cansancio. Dos enterradores, con faroles, refunfuñaban: «¡Mira que sacalo a un de casa, a estas horas, pra enterrar a unha puta!» Nos ordenamos por las veredas encharcadas del cementerio. La tumba estaba abierta, la habían cavado aquella misma mañana, tenía un palmo de agua en el fondo. Habían colocado las farolas en las esquinas, en diagonaclass="underline" aquellas luces escasas iluminaban hasta la cintura al corro de los presentes. Todos se dieron prisa: el cura, los sepultureros. Sobre el ataúd de la Flora, despojado del Cristo de la tapa, cayeron paletadas de barro. «¡Pobriña, qué noite vai pasar con tanta chuva!» La gente se marchó tras de las luces; yo el último, con el clérigo desconocido. Lo identifiqué cuando, saliendo del cementerio, me dirigió la palabra. «Usted es el autor de todo esto, ¿verdad?» «¿Por qué yo, don Braulio? Fue un movimiento espontáneo. Yo diría un acto de caridad colectiva.» «Usted debería saber que los cánones prohiben dar sepultura cristiana a una proxeneta muerta en el ejercicio de su profesión, si no se ha confesado o dado muestras públicas de arrepentimiento. Usted ha obligado a claudicar a la Iglesia.» «Yo no entiendo de cánones, don Braulio, y no creo que sea para tanto…» «Mucho me temo que le costará trabajo convencer a los que le exijan responsabilidades.» Nos íbamos acercando a la ciudad. La casa de la Flora no nos quedaba lejos. «¿Le importaría, don Braulio, desviarse nada más que unos minutos y acompañarme?» «¿Adónde quiere llevarme?» «Diga si viene o no.» No dijo nada, pero siguió conmigo. Las pupilas de la Flora ya habían llegado, ajetreaban en sus baúles porque la que más y la que menos había hallado acomodo. «Espéreme, don Braulio, sólo un instante.» Entré, les pedí que se ocultaran. Llevé a don Braulio hasta la habitación donde había muerto la Flora. No tuve que explicarle nada. Don Braulio recorrió con la mirada las paredes, la detuvo en este o en aquel santo… «Sí, la fe no le faltaba.» Salimos a la calle sin decir nada. Nos despedimos al llegar a la plaza.