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No parecía encontrar fácilmente las palabras oportunas. Llegó a preguntarme si quería beber algo. «También tengo un buen whisky, aunque eso no será ortodoxo; pero si el buen whisky es el inglés, ¿por qué vamos a prescindir de él? Aunque sea enemigo de Inglaterra, no dejo de admirar la habilidad de sus políticos. Churchill, pongamos por caso… ¿Le ha conocido usted, por casualidad?»

«No era muy fácil, señor gobernador, llegar hasta él. Le vi de lejos, más de una vez. Pero de lejos, insisto…» «Yo tampoco vi a Franco más que de lejos.» Lo dijo con cierta amargura que no excluía la esperanza, como quedó en seguida claro. «Pero cualquier día vendrá por aquí y tendré el inmenso honor de saludarlo. ¿Usted lo vio alguna vez?» «Tampoco tuve ocasión.» «¿Se dedicó, por lo menos, a estudiar su figura?» «No me fue fácil.» «No se trata ya de su categoría militar, de gran estratega. Los civiles no solemos entender de eso. Yo le juzgo sólo como político, y le aseguro que, desde Felipe II, nadie ha habido en España como él.» «Le advierto, señor gobernador, que no admiro a Felipe II.» Me miró extrañado. «Pero ¿es posible? Según lo que llevo leído de usted, no ignora la historia.» «Probablemente la conozco de una manera distinta a la de usted. Conozco, digamos, otra historia.» «Ahí empiezan nuestras divergencias, señor Freijomil, ¡quién lo iba a decir! Si usted ha estudiado nuestra historia desde Francia o desde Inglaterra, es natural que no esté conforme con Felipe II. Pero cada país tiene un modo de entenderse a sí mismo, y todos los ciudadanos deben compartirlo. Según esto…» «Según esto, señor gobernador, es inútil que sigamos hablando. No vamos a ponernos de acuerdo. En lo que yo no creo, precisamente; lo que yo rechazo es la versión que cada país da de su propia historia. Y como ahora tratamos de la española…» «Tiene razón. Es un escollo grave.» No sé si dudó en seguir adelante: fuera lo que fuese, se decidió: «Señor Freijomil, seguramente no ignora la clase de Estado en que vive, el que queremos construir y perfeccionar entre unos cuantos, es un Estado compacto, sin fisuras, un Estado del que, por definición, queda excluida toda disidencia. El tradicional español, en una palabra. Y la primera y más importante disidencia comienza por el pensamiento. Existe una declaración de principios. Como si dijéramos, el trazado de unos límites que no deben ser rebasados ni por el pensamiento ni por la acción. Esos principios son indiscutibles, como lo es la realidad del mando único. Pensar dentro de ese sistema, esclarecerlo, enriquecerlo, no sólo es legítimo, sino una manera de obedecer.» Me entretuve en sacudir la ceniza del cigarro, que había crecido y amenazaba caer encima de la alfombra. «Señor gobernador, hace ya bastante tiempo, allá por los años treinta y tantos, me entretuve en estudiar la realidad del Estado totalitario. Lo que usted me está explicando coincide exactamente con lo que yo aprendí: "Una patria, un führer", ¿no es así?» «Sí, es así. ¿Y qué?» «Señor gobernador, no he cambiado desde aquellos años. Sigo siendo liberal, y no veo posible dejar de serlo.» «¿Por qué? El liberalismo está muerto y pasado de moda, aunque los que creen haber ganado la guerra se proclaman liberales.» «Unos, sí, y otros, no, claro. Rusia no es liberal.» «¿Es usted amigo de Rusia?» «No tengo razones para ser enemigo, aunque su sistema de gobierno no me guste.» Se remegió en el asiento, dejó el cigarro en el cenicero, me miró severamente… «Señor Freijomil, tiene usted razón. Entre nosotros no hay entendimiento posible. Pensaba, como le dije, proponerle un arreglo, una especie de tratado de paz.» «En unas condiciones inaceptables para mí, ¿no?» «¿A qué llama usted condiciones aceptables?» «A las que se derivan de un tratado de paz, es decir, a dejarme en paz.» «¿Para que me organice usted tumultos como el de ayer? ¿Para qué quiere que le deje en paz? Comprenda que no es posible. Y lo que voy a proponerle es más liviano de lo que pensaba cuando usted llegó aquí, pero, para que vea que puedo permitirme el lujo de ser sincero, voy a decirle las razones. Si yo le multase a usted, si le procesase por un delito de orden público, en seguida sus colegas, los periodistas extranjeros, lo achacarían a la intolerancia del régimen, no a la mía propia. No quiero causar perjuicios al Estado que defiendo, no quiero echar leña al fuego. "Periodista perseguido por el franquismo." No les daré ese gusto. Por lo tanto, mi última oferta es que se vaya. No es que le eche de la ciudad, pero sí le aseguro que si se queda, le haré la vida imposible con todas las pequeñeces que están a mi alcance, que son muchas.» Se levantó muy serio, muy estirado. «A usted le toca escoger.» Me levanté también. «Me iré, naturalmente. Como buen liberal, soy hombre que apetece la vida cómoda. ¿Cuántos días me da para preparar la marcha?» «¿Cuántos necesita?» «Pongamos diez.» Miró un calendario de sobremesa. «Hoy es jueves. El sábado de la semana próxima tiene usted que estar fuera del país.» No dijo más. Quedamos mirándonos. «¿Y ahora?» «Ahora váyase.»

No me tendió la mano. Recogí mi abrigo y mi sombrero. Desde la puerta recité la despedida que nos habían enseñado desde la infancia: «Usted lo pase bien.» Creo haber añadido una leve, aunque suficiente, inclinación de cabeza. No me respondió. Me hallé en medio de la plaza, contemplado por los guardias de la entrada, inútilmente elegante, y con el paraguas abierto, porque empezaba a llover. Me estorbaba el cigarro, a medio consumir: busqué el barro de una esquina para tirarlo.

VIII

ESTOY EN EL PAZO MIÑOTO. ¿Adónde iba a ir, si no? Me hubiera gustado pasar un tiempo en el Mediterráneo, que no conozco, que me atrae, que me gustaría escrutar, pero, a cualquier lugar que fuera, me harían la vida imposible mediante esas pequeñeces imperceptibles que están al alcance de cualquier gobernador. No me costó mucho tiempo decidirme: cogí mis bártulos y me vine. Entre mis bártulos figuraban dos camiones cargados de todo aquello de mi casa cuya pertenencia consideré que excedía lo meramente jurídico: muebles y objetos que me traían recuerdos o que debía conservar por respeto al pasado. Con ellos alhajé dos salones del pazo miñoto, los que ahora llamamos los salones gallegos. Mis bienes de Villavieja, y todo lo que constituía el patrimonio de mi padre, se los legué a la hija de Belinha, jurídicamente bien amarrado, en un documento en que comenzaba por reconocerla como hermana. Un día volverá de las tierras remotas en donde vive y se hallará propietaria de viejas piedras solemnes y de algún dinerito que no le vendrá mal. Aunque esto del dinero, ahora, es una de las cosas menos seguras de este mundo. Por fortuna, mi abogado de Villa-vieja lo tiene todo bien colocado, y por grandes que sean los cambios, algo quedará para aquella niña, ahora ya no lo es, que me miraba con sus grandes ojos africanos. No creo que nadie haya lamentado mi marcha, salvo mis dos poetas amigos, el satírico Roca y el heroico-cosmológico Baldomir. Celebré con ellos una cena de despedida que intenté fuese alegre, pero que quedó en melancólica. «Con usted, señor Freijomil, se nos va toda esperanza.» «No se pongan así, amigos. Las cosas no son eternas, pero tampoco las situaciones.» «Ni los hombres, señor Freijomil. Que esto cambiará un día, ¿quién lo duda? Lo que dudo es que lo veamos nosotros.» «Pues no hay más remedio que hacer frente a la realidad. Usted, Roca, con sus romances, y usted, Baldomir, a ver si termina de una vez ese capítulo del origen del cosmos.» «¡Es un capítulo imposible, señor Freijomil! La ciencia avanza cada día, y no sabemos lo que dirá mañana. Además, le confieso que cada vez tengo más dificultades con esas palabras nuevas que ahora se usan. No les encuentro consonante.»