Aquel de los Cuatro Grandes que tenía la barba blanca le había dicho a Sotero que fuese a verlo alguna vez, no al café, a su casa, y Sotero lo visitaba alguna tarde, no con la frecuencia que a don Braulio, pero casi. De aquellas visitas salió un cambio de Sotero, no en su actitud hacia mí, que era la misma, sino en su modo de hablar y, sobre todo, en las cosas de que hablaba. Había dejado de interesarse por el cosmos y sus vericuetos, por la injusticia social y las revoluciones, y ahora divagaba sobre la filosofía: autores hasta entonces jamás mentados, y cuando yo iba a su casa, me mostraba libros de nueva adquisición. Si yo intentaba hojearlos, me decía: «No pierdas el tiempo. Tú no entiendes nada.» En compensación, yo era el primero en clase de preceptiva literaria y el profesor me dio a leer algunos libros de poesía, de Núñez de Arce, ahora lo recuerdo, y de Campoamor. Sotero llamaba a todo aquello pataratas, que era su palabra preferida para nombrar todo lo que despreciaba; quizá fuese una palabra de don Braulio. Por lo que a mí respecta, no puedo decir que aquellas lecturas me entusiasmasen, como me habían fascinado en los años anteriores las novelas de aventuras; pero tampoco me aburrían. Adquirí una especial habilidad en reconocer, a la primera lectura, las figuras y las estrofas, pero a esta habilidad le llamaba Sotero cosa de bobos. No se sintió humillado cuando me dieron, al final de curso, mejor nota que a él en preceptiva, y las mismas notas, más o menos, en las restantes asignaturas del curso, menos en lógica, que él dominaba porque había leído ya a Aristóteles y yo no. Los muchachos se decían unos a otros: «Ése leyó a Aristóteles», con lo que lo colocaban o, mejor, lo mantenían, en la cima de respeto y admiración en que había estado siempre, aunque la verdad sea que lo consideraban de otra especie o de otro mundo y no contaban con él para nada. Yo, en cambio, era un igual, que hablaba con ellos de trivialidades o de porquerías, y de vez en cuando, como ellos, decía alguna palabrota y fumaba un cigarrillo a escondidas. Mis conocimientos de literatura eran escasamente estimados por ellos, que coincidían con Sotero en llamarlos paparruchas (lo de pataratas lo desconocían). A pesar de todo, cuando llegó el verano, Sotero me acompañó al pazo portugués, no perdió una sola clase de la miss, y el resto se lo pasaba en la biblioteca leyendo o explorando. A este propósito, sacó cierta mañana a relucir la cuestión de la injusticia. ¿De qué me servían aquellos libros tan buenos, encerrados todo el año, sin ser útiles a nadie? Mi obligación era la de regalarlos a una biblioteca pública, para que la gente pudiera conocerlos y estudiarlos. Supongo que la gente a que se refería era él. Pero yo le respondí que aunque fuesen míos, no podía regalárselos a nadie, ni siquiera a él, hasta mi mayoría de edad, y que entonces ya hablaríamos. Recuerdo que una vez se lo conté a mi padre, y él se opuso a cualquier intención de donativo, porque lo que era mío no tenía que compartirlo con los demás, así, a rajatabla. ¡Pues arreglados estábamos! Me encontré durante cierto tiempo debatiéndome entre tales opiniones. Después olvidé la cuestión.
Más importante fue un día que descubrí a Belinha llorando. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que nada, que sentía soidades. Pero siguió llorando, a escondidas, y cuando no lloraba estaba triste. Una mañana después del desayuno, me besó, emocionada, y me llamó como cuando era niño, «Meu meninho, meu pequeno Ademar», y me besó más veces, vino conmigo hasta el zaguán, volvió a besarme, y se quedó en la puerta hasta que yo di la vuelta a la esquina. A la hora del almuerzo nos servía otra criada. Pregunté por Belinha, y mi padre me respondió que se había ido a su pueblo. «¿Por qué sin despedirse? ¿Por qué sin habérmelo dicho?» «A esas preguntas yo no te puedo contestar. Son cosas de ella», dijo mi padre. Fue entonces cuando la soledad me llegó más adentro y me dolió, y cuando aquella casa enorme parecía vacía. La recorría como si fuera a encontrar a Belinha escondida en un rincón, sonriente, con los brazos tendidos. «Meu meninho, meu pequeno Ademar.» Ni siquiera sus recuerdos hallaba, porque se lo había llevado todo, hasta el olor. Me dio por ponerme triste, por llorar, por tumbarme en la cama, hasta que mi padre me llevó un día a su despacho y me dijo que había dejado de ser un niño, y que al lado de Belinha habría seguido siéndolo siempre. De lo cual colegí que él la había despedido, y sentí hacia él malos deseos, algo que ahora puedo llamar verdadero odio. No sé si fue por entonces, porque mis recuerdos andan algo confusos, cuando la gente empezó a hablar en la calle de que se había terminado la guerra de África y de que las tropas españolas habían tomado Alhucemas y expulsado a Abd-el-Krim de Marruecos. En el instituto hubo una fiesta patriótica en la cual Sotero leyó unas cuartillas sobre la paz y sobre la grandeza de España: las había escrito él. Pero yo pensaba en Belinha. Tenía la vaga esperanza de encontrármela en el pazo cuando llegase el verano, pero no fue así, y ni la miss ni su marido sabían nada de ella, o, si lo sabían, no me lo quisieron decir. Fue un verano aburrido y melancólico. Sotero no me hacía caso, siempre a solas con mis libros repitiéndome lo de la injusticia y otras zarandajas. Al final del verano se me ocurrió buscar algo que leer. Encontré una novela que se llamaba Las minas del rey Salomón, que me entretuvo bastante. Estaba en el anaquel junto con otros libros de mera literatura que me propuse leer en el verano siguiente, si es que tenía ganas de hacerlo, que, a lo mejor, no. También descubrí aquel verano que en algunos de los árboles más grandes del jardín había unos marbetes con los nombres latinos y el lugar de donde los habían traído. Uno, especialmente alto y multiplicado, era un cedro del Himalaya. Aquel descubrimiento sí que se lo conté a Sotero. Él fue a verlos, y leyó los marbetes. Se sorprendió que mis «antiguos», como decía siempre, se hubieran preocupado de la botánica, pero acabó por no darle importancia al descubrimiento. Lo que sí me dijo fue que había encontrado en la biblioteca un libro de Berkeley, y me miró con su habitual desprecio. Luego, por fin, me respondió: «Un filósofo según el cual tú no pasas de fantasma.»
V
NUNCA HABÍA LOGRADO QUE ME ATRAJERAN las compañeras de curso, pero esto acaso esté mal dicho, porque nunca me lo había propuesto. Habían crecido conmigo, o, al menos, cerca de mí, y había visto sin sorpresa cómo les iban apuntando las tetas. Tampoco mis compañeros les hacían mucho caso, quiero decir que no se sabía de ninguno que estuviera enamorado de ninguna de ellas, aunque quién sabe si entre nosotros existiría algún amor secreto de esos que saben disimular las miradas y enmascarar en toses los suspiros. Pero aquel curso tuvimos una niña nueva, y por el apellido le tocó sentarse junto a mí. Venía de Madrid, era hija de un funcionario importante y resultó bastante sabihonda, pero no tanto que pudiese superar a Sotero, de modo que en este aspecto alguien quedaba por encima de ella. No obstante, nos desdeñaba ostensiblemente, no por nada, sino porque ella venía de Madrid y nosotros éramos unos provincianos que hablábamos con fuerte acento regional. Era corriente que nos corrigiese. «¡De aquella! ¿Qué quiere decir "de aquella"?» Y se reía. Le llamaba, al orballo, sirimiri, y al pan reseco, pan duro. Nos resultaba rara y un poquito ridícula, pero nadie en público se atrevía a reírse de ella, porque era guapa, distinta de las nuestras, que también lo eran, aunque de un modo más local. Ésta, que se llamaba Rosalía, tenía el rostro ovalado y moreno, los ojos oscuros, y unas grandes trenzas negras que le caían encima de los pechos y que llevaba siempre atadas con dos lazos. Yo me enamoré de ella inmediatamente, pues entonces enamorarse consistía en pensar en alguien día y noche, o, dicho más exactamente, en recordarla, también en interpretar sus palabras y sus gestos, si eran o no favorables. En tal sentido poco tuve que interpretar, pues, a pesar de sentarse a mi lado, me daba ostensiblemente la espalda y no me dirigía la palabra, ni siquiera para preguntarme algo que no supiera, aunque bien es verdad que lo sabía todo y lo hacía notar. Yo no sé cuándo aconteció que, en el recreo, la empujé sin querer, o tropecé con ella, y ella me rechazó con un enérgico «¡Aparta, feo!», que todo el mundo oyó, del que rió todo el mundo, y me dejó desolado, sin más consuelo que el oportuno, aunque inútil, consejo de Sotero: «No hay que hacer caso a las mujeres.» A las cuales, por entonces, él no se mostraba sensible, sino explícitamente desdeñoso e insultante, de modo que en mi caso, según tuvo a bien explicarme, él la habría rechazado con un violento «¡Apártate de mi camino, zorra!», que yo hubiera sido incapaz de proferir. Aquel consejo no me sirvió de nada. Había sido el hazmerreír del curso, y la niña de las trenzas oscuras, Rosalía, sin dar explicaciones cuando se las pidieron, le rogó al profesor que la cambiaran de sitio, y como él insistiera en que explicase la causa, le respondió que para oírle mejor, lo que provocó una gran carcajada en la clase y que todos mirasen para mí. Nunca me metí más en mí mismo que en aquella ocasión, nunca sentí la falta de Belinha como entonces, pero, cosa curiosa, la humillación y la murria se fueron transformando sin que yo me diese cuenta, y una mañana de clase, mientras el profesor hablaba de los invertebrados, me hallé escribiendo el quinto verso de un soneto cuya consonante se me resistía. Pero el soneto, al fin, salió, a costa de mi ignorancia de ciertas cualidades de los animales superiores. Se titulaba sencillamente A Rosalía, y no sólo le perdonaba su ofensa en torpes endecasílabos, acaso alguno de ellos cojo, sino que, al final, le declaraba mi amor. Se lo entregué personalmente, sacando fuerzas de flaqueza, y ella lo recibió con una carcajada, y se rió más, mucho más, después de haberlo leído. «Mirad, muchachos, lo que me escribió este tonto», y a un corro que congregó a su alrededor le fue leyendo mis versos, y todos se rieron una vez más, cada vez más, si no fue una muchacha de las de siempre, que salió en mi defensa. «¡Pues bien podéis reíros, pero ninguno es capaz de escribir unos versos como éstos!»; y después añadió que los hallaba bonitos y que ya le hubiera gustado que alguien le escribiese a ella una cosa semejante. ¡Dios la tenga en su gloria, la pobre Elvirita, muerta de tisis poco tiempo después, cuando ya, bachilleres todos, nos habíamos desperdigado! En la clase de literatura de aquel día continuaron las risas, y cuando el profesor preguntó qué nos pasaba, alguien le respondió: «¡Es que Filomeno Freijomil le escribió unos versos de amor a Rosalía!» El profesor no los acompañó en las risas, les respondió que las muchachas bonitas estaban en el mundo para que los adolescentes les escribieran versos de amor, y que le satisfacía que, entre los de su clase, hubiera salido un poeta. Rosalía, sin que se lo pidiera, le entregó el papel, y el profesor lo guardó en el bolsillo y, dirigiéndose a mí, me dijo en un tono más que amistoso, tierno, y que le agradecí siempre, que ya hablaríamos. Hablamos, en efecto, al día siguiente, después de terminar las clases. Me preguntó si sería capaz de encontrarle defectos al soneto. Le respondí que sí. Me lo dio, lo fui leyendo y señalando los ripios, los tropiezos, las sinalefas forzadas, las sílabas de más y las de menos. «Pues no te desanimes, porque, a pesar de todo eso, el soneto tiene algo.» Sacó del bolsillo un libro y me lo entregó. «Toma, lee eso y léelo bien; mejor, estúdialo. Te servirá de mucho.» Eran unos sonetos de Lope de Vega, y en seguida me enfrasqué en ellos, y hasta llegué a preguntar al profesor algunas rarezas que no entendía o que no podía explicarme. Faltaba poco para terminar el curso. Hablé más veces con aquel profesor, me dio consejos y me pidió que, si escribía algo más, que se lo enseñara. Pero yo no me atrevía, aunque por la cabeza me anduviesen sonetos sueltos y algunas otras estrofas. Pero la vergüenza que los versos a Rosalía me habían hecho pasar aún me duraba: una vergüenza sorda ante mí mismo.