Terminó el bachillerato con una fiesta en que entregaron algunos libros de regalo, según sus preferencias, a los recién graduados. A Sotero le habían concedido el premio extraordinario por unanimidad y sin examen y fue felicitado públicamente por el director, aplaudido a rabiar por los muchachos que veían en él lo que querrían ser o lo que no les hubiera gustado de ninguna manera. Él respondió con un breve discurso, muy enjundioso, que llevaba aprendido de memoria, y que recitó sin un traspié, con aquella voz suya, tan de superior, tan pastosa y agradable. Una niña que estaba junto a mí dijo a una compañera, con voz que pude oír: «¡Qué lástima que sea tan esmirriado! Porque tiene ojos bonitos.» Estaban, entre los presentes, los padres de Sotero, que habían venido de Buenos Aires y que fueron muy felicitados. No estaba, en cambio, mi padre, que pretextó (así lo creo) un viaje a Madrid para no sufrir, una vez más, la humillación de que su hijo no fuese como él. Cuando la fiesta terminó, me encontré solo, igual que el primer día, pero con seis años más y algunos sufrimientos. Anhelaba el momento de mi marcha a Portugal, aunque aquel verano Sotero no me acompañase a causa de la presencia de sus padres, que lo querían a su lado. Me llevó, una vez más, mi padre en su automóvil. No me dirigió la palabra durante el viaje ni apenas se despidió de mí. Lo vi marchar sin dolor. El maestro y la miss me habían acogido muy cariñosamente, y ella manifestó en seguida su satisfacción por cómo iba mi inglés. Cuando me quedé solo, no se me recordaban para nada ni Villavieja del Oro, ni el instituto, ni mi mediocridad escolar, ni siquiera Sotero. Me hallaba como si no hubieran pasado aquellos seis años. Como si fueran un paréntesis que se pudiera borrar, o al menos olvidar durante el veraneo. La casa con sus misterios, que ya no lo eran tanto, pero que yo me empeñaba en que lo siguieran siendo; el jardín con sus árboles y sus veredas sombrías, incluso la lengua en que todos me hablaban, fue como si me hubiera recobrado. Sólo faltaba Belinha, y Belinha apareció una tarde.
VI
NO EN SEGUIDA, sino algún tiempo después de mi llegada. Yo no hacía más que vivir con entusiasmo mi reencuentro con mi mundo, mi olvido de mis estudios y de mi padre, mi libertad sin la mirada de Sotero reduciéndome a nada. Pero a los tres o cuatro días se me ocurrió entrar en la biblioteca y hurgar también en ella. Primero descubrí dos novelas muy distintas que leí ávidamente: primero, El crimen de la carretera de Cintra; después, inmediatamente, Amor de perdición. Una y otra fueron como dos puertas que se me abriesen a realidades que nunca había sospechado: sobre todo, en Amor de perdición descubrí un mundo fascinante de amor y sacrificio. Pero después cayeron en mis manos los poemas de Antero de Quental, que primero estudié al modo como me había enseñado mi profesor de literatura, pero poco a poco fueron ganándome el corazón y metiéndome en lo hondo del amor y de la muerte. Al mismo tiempo me convencían de que yo jamás escribiría una cosa semejante. Creo que llegué a andar, mientras duraron aquellas lecturas, como ausente del mundo, alucinado: hasta tal punto que la miss se decidió a preguntarme si me pasaba algo, si me encontraba mal, si quería que llamase a mi padre. Le respondí con un «¡No!» tan salido del alma que la miss se asustó. Yo creo que a su comprensión de mi estado de ánimo se debe el regreso de Belinha. Ellos sabían dónde estaba y la mandaron venir: después lo supe, cuando ella, Belinha, me lo descubrió. Vivía cerca del pazo, en una aldeíta, en la casa con huerto que mi abuela le había legado. ¡Y yo sin haberlo sospechado, tanto tiempo, el que la había echado de menos!