Выбрать главу

Yo estaba en la biblioteca. Era ya al atardecer y mis ojos apenas leían las letras de aquel libro. Recuerdo perfectamente que se trataba de Los Maias, en cuyo mundo de pecado me había introducido con espanto y un extraño placer. Alguien abrió la puerta, alguien se acercó a mí. Pensé que sería una criada que venía a avisarme para la merienda, y seguí leyendo. Hasta que pude escuchar, a mi lado, casi junto a mi oído, palabras muy conocidas. «¡Meu meninho, meu pequeno Ademar!» Y en seguida me encontré entre los brazos de Belinha, los dos llorando, los dos sin decirnos nada, más que los nombres: «Belinha», «Meu Ademar». Sólo un tiempo después, cuando nos hubimos sosegado, le pude preguntar por qué había tardado tanto. Me respondió que ya me explicaría y que yo lo entendería. Pero apenas me contó nada cuando le pregunté por su vida durante aquel tiempo tan largo, casi dos años… Yo, en cambio, le conté la mía, lo que podía entender de la mía. Lo del soneto a Rosalía se lo oculté, y me justifiqué a mí mismo reconociendo que ella no podía saber lo que era un soneto, aunque quizá sí una copla. Me preguntó por mi padre. «No sé. A veces va a Madrid. De noche sale al casino.» Me preguntó si me trataba bien. «Como siempre.» Tampoco le hablé de Sotero, que no le era simpático. «Pues ahora ven conmigo», y me cogió de la mano, como cuando era niño. Me llevó al saloncito donde el maestro y la miss solían hacer la vida. Estaban ellos, y con ellos una niña que yo no conocía. Jugaban con ella, le hacían cucamonas, parecían quererla, y ella les respondía como familiarizada con aquellas manos, aquellas caras, aquellas voces. No se me ocurrió quién podría ser, hasta que Belinha me susurró: «E a minha filha.» Y yo, al principio, no lo entendí y, de repente, sentí como un dolor profundo y una incomprensión todavía mayor. ' «¿Tu hija? ¿Cómo tu hija? ¿Estás casada?» No me respondió, sino que me empujó hacia ella. «Anda, dalhe un beijinho.» Y el maestro y la miss también la empujaban hacia mí. La miss me dijo: «Se llama Margarida, como tu abuela.» Pero aquella Margarida no se parecía a mi abuela, no tenía sus ojos verdes ni su cara alargada y blanca, sino morena y redonda con los ojos oscuros, como los de su madre.

Me acerqué a besarla, y ella se retiró, no hacia las faldas de su madre, que estaba detrás de mí, sino a las de la miss, que le dijo que no me tuviera miedo, que era bueno. Durante el tiempo que duró esta escena, yo había improvisado mi hipótesis: Belinha había tenido un amor secreto, había quedado embarazada, por eso se había marchado de Villavieja, tan de repente, después de unos días de llantos y suspiros. Me sentí celoso y resentido por haberlo ignorado, porque no me lo hubiera confesado, y sólo algunos minutos después, cuando ya Margarida me había besado y recibido mi beso en la mejilla, me salió de no sé qué fondo de la conciencia, o del olvido, algo que había leído o que había oído, seguramente leído en alguno de los libros devorados en las últimas semanas: Belinha era un ser libre y tenía derecho a la vida. Pero fue una idea que pasó como un relámpago, sin detenerse, sin hacer mella en los celos que con esfuerzo disimulaba, que no disminuía el rencor súbito hacia Belinha por su silencio. Me esforcé, sin embargo, por parecer tranquilo, y hasta dije a Belinha que esperaba que se quedase con nosotros durante el resto del verano, al menos mientras estuviera yo. Me dijo que sí, riendo, con una risa sin trastienda, con su risa de siempre. Y añadió que su hija también…

Supongo que todos habían comprendido mi emoción, y que todos adivinaran mi disimulo, si no Belinha, que se mostraba tranquila y afectuosa. Poco a poco me fui sosegando. Por primera vez en su vida, Belinha se sentó a la mesa, como una invitada, a mi lado, a la hora de cenar. Pero la conversación era forzada, me daba cuenta vagamente, quizá porque todos supieran que algo que había que decir no se había dicho aún. Mi maestro bromeó conmigo cuando me ofreció un cigarrillo; lo acepté y lo fumé torpemente. «¡Pues ya vas siendo un hombre!» «¿Cómo que lo va siendo? Ya lo es»; esto lo dijo la miss con una mirada de cariño, una mirada con la que nunca me había mirado, pues parecía decir, además: «Debes creerlo», mientras Belinha me echaba el brazo por el hombro y repetía: «Um homen.» Reconozco que no me hicieron feliz aquellas manifestaciones, no sabía bien si sobre mi virilidad o sobre mi madurez, pero venían de gente que me quería sin duda, y las acepté con una media sonrisa y un «¡Claro que lo soy!» apenas musitado. Y las palabras se desviaron entonces hacia la pequeña Margarida, que se estaba durmiendo. Su madre dijo que la iba a acostar y se fue. El maestro y la

miss tenían algo que hacer, y yo me fui a continuar la lectura de Los Maias, que tiraba de mí desde hacía rato como tira el presenciar un pecado de otros. No sé el tiempo que estuve solo, leyendo. Llegó un momento en que no pude imaginar lo que leía, y fui a acostarme. Lo hice, pero sin apagar la luz, sin atreverme a esperar lo que en realidad esperaba. Belinha apareció algún tiempo después, cuando ya peleaba con el sueño. Entró sin llamar, y se acercó lentamente, tan erguida como era, tan hermosa, pero sin sonreír. Se sentó al borde de la cama. Nos miramos. Ella me tomó una mano y pareció que pensaba en lo que iba a decirme, pareció como si lo dudase. Por fin habló: «Minha meninha é a tua irma», con voz oscura y temblorosa en el fondo; y como contra su voluntad se le salieron las lágrimas. Pero no gimoteó ni se echó a mis brazos, sino que permaneció así, torcidos hacia mí el torso y la cara, su mano apretando la mía. Yo me quedé confuso. No entendí de momento, y quizá haya tardado en comprender más de lo necesario, porque una especie de niebla me ofuscó. Llegué a preguntarle qué decía, y ella lo repitió, y añadió: «E tamen filha do teu pae.» Entonces yo me incorporé violentamente, solté su mano. «¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué?» Con voz dura, no voluntariamente, sino que me salió así, y me sacudió una oleada brutal de celos y de odio. «¿Por qué con él, por qué?», «Obrigoume», dijo ella; y me empujó suavemente hacia los almohadones. Ahora me cogía las dos manos, y me las sujetaba. «Quero que o entendas, meninho, quero que o entendas.» «Pero ¿tú le quisiste?» Negó con la cabeza, una negativa lenta, sólida. Yo la miraba a los ojos y vi pasar por ellos una mirada dura, que me pareció de odio. «Nunca o quijem. Ouvera-lhe dado morte, si pude-se, si non fora por ti.» Y empezó a contarme la historia, la contó con las palabras necesarias, sin llorar demasiado, pero llorando, y temblándole a veces la voz. Había sido aquella noche en que, después de la disputa, mi padre se la llevara a su despacho. La había mandado sentar, le había rogado que se calmase, le había hablado de su soledad, de que yo no lo quería, de que no lo quería nadie. Y ella le preguntó que por qué no se casaba, pero la respuesta de mi padre fue: «Necesito una mujer, sí. ¿Por qué no lo eres tú?» Belinha recordaba las palabras exactas, recordaba su incomprensión y su sorpresa, y también su indignación cuando mi padre le dijo fríamente que o aceptaba dormir en su cama (así lo dijo Belinha) o se marchaba a su tierra al día siguiente por la mañana, sin despedirse. «¡Si me aparta do meninho, mátome!» «Pues ya sabes lo que tienes que hacer.» Belinha le pidió que, por lo menos, le dejase pensarlo. «Sí. Hasta mañana. No hace falta que me digas ni que sí ni que no. Si no te has ido de madrugada, entenderé que sí, y mañana mismo te esperaré en mi cuarto cuando todos se hayan acostado.» «¿E qué dirá o meninho, cando sospeite?» «El niño no tiene nada que sospechar, ni nadie de la casa. Esta misma noche, si decides quedarte, llevarás tus cosas a la habitación que está vacía, al lado del salón. Nadie te oirá cuando entres ni cuando salgas.» Y así fue la historia. Belinha pasó la noche sin dormir, luchando entre abandonarme o acostarse con un hombre por el que no sentía, no ya amor, sino que ni siquiera respeto, sino miedo, y, a partir de aquel momento, odio, un odio que la hubiera llevado a matarlo si no fuera porque en la cárcel, tampoco podría verme ni cuidarse de mí. Y un día se encontró embarazada. «¿E agora, senhor, qué fago?» «Ahora te vas a tu casa para siempre, y que ni mi hijo ni yo volvamos a saber de ti.» «Pero, senhor, o que venha non deija de ser seu.» «Os daré dinero, todo el que quieras, dinero no os ha de faltar, siempre y cuando Filomeno no vuelva a verte.» «¡Nao quero o seu dinheiro! Pro que venha e pra min, tenho de sobra.» Y así fue cómo, pocos días después, Belinha se marchó sin despedirse, pero no sin pasar, muy de mañana, por mi habitación y mirarme por última vez. Fue al pazo de Alemcastre, y el maestro y la miss la recibieron bien, quizá porque mi padre no les era simpático y porque me querían. Convinieron en que aquel verano Belinha no se dejaría ver de mí, para que no me sorprendiera el embarazo, que estaría entonces muy abultado ya y sin posible disimulo, y que, más adelante, ya se vería. «Hay que esperar a que Ademar pueda entender las cosas.» «E agora, ja as entendes, ¿verdad?» Sentí un impulso súbito, la abracé. Yo creo que llegué a decirle que iba a matar a mi padre, que lo odiaba como ella, que no merecía vivir. Pero ella me calmó. Y me dijo que aunque su hija compartía su amor conmigo, que no por eso nos querríamos menos, y que esperaba de mí que quisiese a mi hermana, si no por serlo, al menos por ser hija de ella. Yo no sé cuánto tiempo duró aquella conversación, fue muy larga. Dijimos muchas cosas que sólo tenían sentido en aquel momento y en aquella situación. Quizá cuando Belinha se marchó, ya clareasen los cristales. No podría describir aquí el revoltijo de mis sentimientos. Pero comprendo que aquella noche, algo cambió dentro de mí, o por lo menos, algo empezó a cambiar. Algún tiempo después, Belinha me dijo que yo la miraba como un hombre. No sé si sería cierto. Lo que sí sé es que seguía queriéndola, aunque acaso también mi amor se hubiese transformado. Cuando se despidió, y nos besamos, busqué su boca, pero ella me rechazó riendo. «Non, eso non, meu meninho, eso non.» Fue la última noche que vino a mi habitación. Nos veíamos durante el día, a la mesa o con alguno de los demás, pero no iba a buscarme a la biblioteca, ni siquiera al jardín. Y yo empezaba, no a comprender, sino a temer el porqué. Sentía que del mismo modo que algo en mí había cambiado, también había cambiado en ella, aunque no me atreviese a pensar que ya nos queríamos como hombre y mujer. No lo pensaba, pero sí lo sentía, y cuando la miraba, se lo decían mis ojos, y los suyos me daban una respuesta de amor y de temor. Esto lo veo claro ahora, tantos años después, años de insistente, obsesionante recuerdo. Por aquellos días todo era confusión de mente, aunque en el corazón las cosas anduviesen más claras. Nada cambió la situación. Se hizo habitual que nos mirásemos con deseo, también que ella me huyese, ésta fue la realidad, aunque también pudiera decirse que me evitaba. ¿Llegó a convertirse en un juego de esperanza y de dolor, en el que ganó ella por ser más fuerte? La esperé muchas noches, casi todas. Algunas, recorrí los pasillos, cautamente, a ver si la encontraba. Ni siquiera sabía cuál era su habitación, ni me atreví a preguntarlo, aunque después haya sabido que, para llegar a la alcoba en que dormía con su hija, hubiera tenido que pasar por el dormitorio del maestro y de la miss. Ahora pienso que lo habían convenido así para protegerse ella misma de sus propios deseos. Pienso también, por otros acontecimientos posteriores, más que acontecimientos, detalles nimios o palabras sueltas, que del maestro y la miss había hecho sus confidentes, lo mismo que antes habían sido sus protectores. Y esto duró bastante tiempo, hasta que una noche, pensando al mismo tiempo que esperaba, se me ocurrió que, cuando mi padre viniera a recogerme, terminado el veraneo, o, como él a veces lo llamaba, mi obligación testamentaria de residir temporadas en el pazo; cuando mi padre viniera a recogerme, digo, Belinha estaría allí, y no sé qué podría suceder. Rechacé la idea de que se viesen, más estando yo allí, y de que mi padre conociera a mi hermana, que no le había importado. Lo dije al día siguiente, después de comer, mientras tomábamos el café; lo dije como la cosa más natural del mundo, supuesto todo lo que todos sabíamos. «No quiero que mi padre venga a buscarme, estando aquí Belinha con su hija.» Belinha me preguntó si quería que se fuese. «No. Tú no debes moverte de aquí. Esta es tu casa, lo fue siempre. Lo que haré será marcharme solo.» Y así lo hice, dando un rodeo por Tuy y Vigo. Les prometí que iría a verlos en Navidades, y, al marchar, no sólo besé a Belinha, sino también a su hija. La besé con afecto, quizá forzado, porque me repetía a mí mismo que era mi hermana y que debía quererla.