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Consiguió, al menos de momento, lo que pretendía. El veraneo en el pazo miñoto, Belinha y su hija no fueron olvidados, pero sí quedaron en un segundo término, como aplazados. Di en imaginar lo que sería mi vida en Madrid, pero lo único real que se me alcanzaba era la posibilidad de comprar libros, de leer mucho. No había comprendido aún que, incluso mi afición a los libros, exigía ciertos saberes. Y la vida en la universidad la imaginaba igual a la del instituto, aunque con alumnos mayores. Pero dejaba de imaginar, y la mente me quedaba en blanco como un encerado limpio en el que cualquier cosa podía ser escrita. Una tarde me encontré en la estación del ferrocarril. Varias maletas habían sido enviadas por delante. Yo llevaba un maletín y un impermeable porque llovía. Mi padre estaba a mi lado, el paraguas cerrado y hablando de no sé qué. Llegó el tren, me acompañó hasta mi asiento, me dejó bien instalado y, al despedirse, me dio la mano. «Cuando pase un señor tocando la campanilla, es la hora de la cena.»

CAPÍTULO DOS

Los años de aprendizaje

I

MIS RECUERDOS DE LONDRES quedaban lejos; los de Lisboa, aunque más recientes, no estaban mucho más claros. Conservaba, eso sí, una sensación de magnitud que tenía a Villavieja del Oro como única referencia, tan pequeñita y recogida, donde todos nos conocíamos. Eso fue lo único, la magnitud, que reconocí en Madrid nada más llegar. Mi padre me había dado instrucciones. De las maletas no tenía que preocuparme, porque me las llevarían al hotel. Con el maletín y el impermeable, cogí un coche de un solo caballo y di al cochero, un señor importante que me miró con ironía desde lo alto del pescante, la dirección. Lucía el sol y aún hacía calor. Por la ventanilla del coche desfilaban las casas y las calles de una ciudad inesperada. La gente que se veía también era distinta, hablaba de otra manera. Me di cuenta, en la misma estación, de que mi acento cerrado sería lo que chocase de mí, lo que iba a distinguirme. Me preguntaba si algún día sería capaz de hablar con aquella entonación, de que mis vocales fueran como las que estaba oyendo. La gente hablaba como aquella niña, ya olvidada, pero recordada entonces, Rosalía, a la que había dedicado un soneto de amor. Aquella niña, Rosalía, se burlaba de nuestra manera de hablar.

De pronto, el coche se detuvo. «Ahí está su hotel, señor.» ¿Señor? Pagué lo que me pidió y recordé que mi padre me había recomendado dar propinas, aunque sin excederme. Añadí una peseta a lo pedido, y el cochero llevó la mano al sombrero de copa, con galones, tan llamativo. «Muchas gracias, señor.» Unas gracias muy expresivas, quizá con algo de zumba. «Este sujeto no sabe lo que vale una peseta», querría decir la sonrisa. Me quedé en el borde de la acera, mirando la maniobra del coche para dar la vuelta en la calle, que era bastante estrecha. La puerta del hotel estaba frente a mí y era de buena apariencia. En el rótulo, encima, constaba el nombre. Y desde la puerta me miraba un sujeto alto y gordo, vestido de levita oscura con galones. Me preguntó qué buscaba. «Nada, señor, ya lo he encontrado. Vengo a este hotel.» Entonces se me acercó, me quitó de las manos el maletín. «Venga conmigo.» Se acercó a un mostrador y dijo a un hombre que allí estaba. «Éste debe de ser el hijo de don Práxedes.» Yo me adelanté. «Sí, soy Filomeno Freijomil.» ¡Filomeno! ¡Qué raro me sonó! La sonrisa que me dirigió el hombre del mostrador, ¿sería de amabilidad o a causa de mi nombre?

Me llevaron a una habitación espaciosa, con dos ventanas a la calle, dos ventanas de arriba abajo, que daban a un balcón corrido. Las abrí porque hacía calor. Lo miré todo. La habitación era agradable, y los muebles, bonitos; quizá un poco grande la cama, y demasiados espejos. Eché de menos, a un primer vistazo, un estante para los libros, aunque la mesa escritorio me ofreciese espacio para colocarlos. Mis maletas estaban ya en la habitación, juntas, diríase alineadas, al lado del armario, que era ancho y de dos lunas, con panel en el medio, taraceado de maderas finas. En las lámparas abundaban los pendoleques de cristales de colores, organizados según dibujos caprichosos. Todo me recordaba interiores anunciados en revistas antiguas como de última moda, de las que las señoras de Villavieja intentaban copiar o, al menos, lo deseaban. La lámpara del escritorio era mucho más sencilla, y tenía la pantalla verde. Llamaron a la puerta, suavemente. Abrí. Era un señor un poco calvo, bastante alto, vestido de chaqué, con una sonrisa que se me antojó sincera. «¿Tengo el honor de hablar con el hijo de mi ilustre amigo el señor Freijomil?» Era el director del hotel. Me pidió permiso para pasar, y sus primeras palabras fueron para desearme la bienvenida y ponerse a mis órdenes. «¿No le habló de mí su padre? Bueno, no importa que se le haya olvidado.

¿Ha desayunado ya? ¿Le incomoda que lo hagamos juntos, aquí, en su habitación? No se preocupe por sus maletas; después vendrá una chica que le pondrá todo en orden.» Aproveché este momento para decirle que, en una de ellas, traía libros. «Libros, sí, claro. Lo natural en un estudiante. Si lo considera necesario, mandaré que le pongan una estantería, ya veremos el tamaño. De momento puede dejarlos encima de la mesa.» Había tocado el timbre, enérgicamente, tres timbrazos seguidos. Acudió en seguida una doncella, muy peripuesta, por cierto, y bastante bonita. «Olga, voy a desayunar con el señor aquí, en su habitación. ¿Quiere algo especial, señor Freijomil, o prefiere lo corriente, café con bollería? Los del norte prefieren huevos fritos.» Le respondí que lo corriente. El desayuno lo trajeron en una bandeja grande, que podía ser de plata. La dejaron encima de una mesilla. Nos sentamos. «La verdad es que tengo algunas cosas que decirle, las instrucciones que recibí de su señor padre. Ante todo, lo del dinero. Usted tendrá sus gastos. Un chico joven, recién llegado, los tiene siempre. Cada mañana, cuando salga del hotel, le entregarán en la caja un duro, tres los domingos.» No sé qué cara habré puesto yo, que me miró interrogante. «¿Lo encuentra escaso? ¿Piensa que necesitará más?» «No tengo idea, señor. Ignoro lo que en una ciudad como Madrid dan de sí cinco pesetas.» Se echó a reír. «Mire, cinco pesetas diarias, y quince cada domingo, suman doscientas diez. Hay muchas familias en Madrid que ya quisieran disponer de ese dinero.» «Luego, ¿es mucho?» «Creo que más que suficiente. Con un duro diario para sus gastos personales, puede pasar por rico. -Y como yo hiciera un gesto de sorpresa añadió-: Aunque no le conviene nada parecerlo. Lo que voy a decirle no forma parte de las instrucciones recibidas de su padre, pero lo creo oportuno. Cuando se es rico en Madrid, lo mejor es disimularlo, salvo si es usted de esas personas que necesitan que la gente lo sepa. En ese caso, amigo mío, está usted perdido. Se verá rodeado de supuestos amigos que intentarán sacarle lo que puedan y divertirse a su costa. Está luego el capítulo de las mujeres. ¿Qué mejor, para una de esas suripantas, que un estudiante provinciano que cursa preparatorio? Entienda bien que no intento apartarle de los amigos ni de las mujeres, sino tan sólo prevenirlo. Hay ciertas cosas que un padre no se atreve a aconsejar, en las que un buen amigo puede suplirle. Yo soy un buen amigo de su padre y le estoy agradecido. Me hizo algunos favores cuando podía hacerlo y yo no soy de los que olvidan. Considero una suerte que pueda emplear en usted mi agradecimiento y prepararle para hombre de mundo. Un hombre de mundo tiene ante todo que ser prudente.» No habíamos empezado el desayuno. Él me sirvió el café y la leche y cogió un bollo, lo partió con el cuchillo y lo comió a pedacitos, mientras que yo empezaba a sopear con el mío. Se rió. «Mire, por ejemplo, eso que está usted haciendo. Ya no se lleva. Lo correcto, ahora, es comerse el bollo como yo lo estoy haciendo. Que usted sopee en privado, carece de importancia: hágalo si le gusta. Pero jamás en público. Las personas de su clase no lo hacen, y será usted mal visto.» Siguió comiendo. Yo le observé, y me pareció que lo hacía de modo muy remilgado, sin naturalidad. A lo mejor, la buena educación imponía aquella manera artificiosa de comer. «Y de lo que le decía… Pongamos un ejemplo: las criadas del hotel. Si usted deja un duro encima de la mesilla de noche, o algo de valor, lo más probable es que lo encuentre cuando vuelva, pero si se acuesta con una de ellas, vaya pensando en visitar a un médico.» Debí de ponerme muy colorado, porque se echó a reír. «¡No se me apure, hombre! ¡Es de las cosas que le conviene ir oyendo!» La conversación continuó durante un rato largo: daba vueltas a las mujeres y a los gorrones. «Va usted a tratar con muchachos que disponen de una o dos pesetas diarias para sus gastos, el que más. Con eso fuman, van al café y compran un diario. Procure no parecer más que ellos. Estar por encima de alguien siempre ofende, y tan malo es que le tengan a uno por tonto como por orgulloso o prepotente.» Acabó diciéndome que lo considerase su amigo, y que si alguna vez me hallaba en un apuro, fuese de la naturaleza que fuese, y esto lo repitió como si lo hubiese subrayado, que contase con su amistad y su confianza. Se iba a marchar ya, cuando me dijo: «¿Me permite echar un vistazo a su ropa?» Abrí la maleta, dejé encima de la cama todos mis trajes. «Están bien, están muy bien, quizá demasiado bien. Pero encuentro prematuro aconsejarle cierta dejadez elegante que va bien a los jóvenes. Eso no se aprende en un día, ni por palabras. Lo que sí le adelanto es que, cuando llegue a la universidad, sólo por el modo de vestir se encontrará usted distinto de sus compañeros. Lleve todos los días el mismo traje. Mucho cuidado.» Me recordaron aquellas palabras, mi primer día de instituto, pero entonces la diferencia no había sido advertida, o, al menos, nadie la había tomado en cuenta de una manera ostensible, salvo Sotero, quizá, que se lo había callado. El director del hotel se marchó, después de informarme de que se llamaba don Justo y de preguntarme si necesitaba, de momento, dinero. Le dije que no. Y me puse a colgar los trajes en el armario, y a acomodar en los cajones las camisas, la ropa interior, los zapatos. En esto estaba, cuando vino la doncella a recoger la bandeja del desayuno. «¡Oh, señorito!, ¿por qué hace usted eso? Ya se lo haría yo. -Y añadió, muy sonriente-: Me llamo Olga. No tiene más que tocar el timbre si necesita de mí.»