II
LOS PASILLOS DE LA UNIVERSIDAD, grandes, sombríos, eran un verdadero barullo de gentes y de voces. Nadie sabía nada, no se entendía nadie, y los bedeles nos pedían que los dejásemos en paz. Al final de la mañana, por fin, nos metieron en una aula, a los de preparatorio, y un profesor joven («Es un auxiliar», decían por allí) nos dirigió la palabra para felicitarnos por nuestra llegada a la universidad (él la llamaba el alma mater), una institución secular de la que habían salido los hombres más ilustres por su saber o por su posición en la sociedad. En general, se le hizo poco caso, y le costó trabajo acallar las conversaciones a media voz. Advirtió, eso sí, que en las clases no se podía fumar, y que había que acudir a ellas decentemente vestidos, con corbata. Dijo también que los libros de texto se podían adquirir en tales librerías, y nos dictó unos títulos y unos autores. Recuerdo el nombre de Abel Rey y el de los señores Hurtado y Palencia, que serían nuestros textos de lógica y de literatura, pero no recuerdo el de historia. Había bastantes chicas entre los alumnos recién llegados, unas muchachas que, en los pasillos, se sentían atraídas por los alumnos mejor vestidos. Como yo estaba entre ellos, alguna se me acercó, pero se conoce que las ahuyentó mi acento fuerte de gallego y se apartaron pronto. De allí salieron grupos que se encontraron en el bar de enfrente, a tomar unas cervezas y a fumar unos pitillos. De pronto me quedé solo. Y se repitió lo que me había acontecido en el instituto cuando igualmente el barullo y la camaradería espontánea me habían relegado a mi suerte. Se me acercó uno de aquellos que no habían ido al bar de enfrente y que también parecía aislado, aunque a primera vista no existiese razón de su aislamiento. Ni siquiera me saludó. Sólo me dijo: «¿No te parece que son una partida de imbéciles?» La semejanza con aquella escena de antaño me dejó sorprendido, pero este muchacho de ahora no se parecía a Sotero, no me miraba de arriba abajo, sino de frente, de una manera cordial. «Te estuve examinando en el aula. Tienes que ser uno de los nuestros. -Y añadió en seguida-: Yo soy poeta. ¿Te dice eso algo?» Le respondí alegremente: «¡Pues claro!», y sentí que era una suerte habernos encontrado, pero no se lo dije. «Debes de ser como yo, uno de esos que sus padres mandan a estudiar derecho porque no creen que la literatura ofrezca un porvenir seguro. Y menos la poesía.» Le iba a contestar, pero me pisó las palabras: «En parte tienen razón. En este país, dedicarse a la poesía es apuntarse a pobre, pero a lo mejor los tiempos cambian. Te invito a tomar un café y hablamos.» «¿Ahí en el bar de enfrente, donde están todos?» «No. Te llevaré a un sitio mejor, más tranquilo.» Me cogió del brazo y empezamos a caminar hacia el centro. Me fue diciendo que se llamaba Benito Armendáriz, pero que, a pesar de su apellido vasco, era de Santander. Había tenido un buen profesor de literatura, un hombre joven y enterado, que lo había orientado bien. «De clásicos puedes preguntarme lo que quieras, y de modernos también. En lo que fallo es en el siglo diecinueve, pero ese siglo carece de interés, salvo Bécquer, que lo tengo bien leído.» Su padre era ingeniero de una compañía de electricidad, lo que le permitía a Benito tener siempre un duro en el bolsillo y comprar libros. Pasamos delante de un café grande y ruidoso, dimos vuelta a la esquina y nos metimos por una puertecilla de dibujo nada corriente, como la ilustración de un cuento: estaba forrada de cuero, claveteada de cobre. El lugar era pequeño, no había nadie, y en alguna parte no muy lejana alguien tocaba el piano. No había sillas, sino sillones, y las mesas eran anchas y bajas. «Hay otros lugares, ya te llevaré alguna vez. Pero aquí también vienen escritores. Más tarde, claro. A la hora del café y de noche. Los escritores de ahora ya no van a los sitios cochambrosos de antes. Ya no se dejan melena ni usan chalina, como en el tiempo del modernismo. ¿Has oído hablar de la vanguardia?» No le respondí, porque nos sentábamos. «No se te ocurra dar palmadas. Ya vendrá el camarero.» Había tomado mi silencio a su pregunta sobre la vanguardia por respuesta negativa. «Entonces, ¿tú qué poetas lees? ¿Rubén Darío?» Le cité a Quental y a Teixeira de Pascoaes, también a Shelley. Se me quedó mirando. «¿De dónde son?» «Portugueses. Shelley es inglés.» «¿Y los lees en su lengua?» «Sí.» Se quedó un rato callado. «Aquí no leemos eso. Leemos principalmente a los franceses, Paul Valéry, ¿sabes? Sobre todo a Paul Valéry.» Y empezó a recitar unos versos que yo no entendía. «Se llama
El cementerio marino, Le cimetiére marine. Lo mejor de la vanguardia es lo francés.» Había llegado un camarero, pedimos dos cafés. «¿Sabes algo de memoria de ese Quental?» Le recité un soneto. «Suena bien, pero no entiendo nada. Parece mentira que el portugués sea tan distinto del español. Pero suena bien, suena muy bien. ¿Cómo es el nombre completo? La gente del siglo pasado era muy trágica. Ahora la poesía es puro juego. Ya verás: hay que tener un sentido deportivo de la literatura y de la vida.» Traían los cafés. Sorbió un poco del suyo y cambió de conversación. «Lo que vamos a aprender este curso no nos servirá de gran cosa. Pero hay que ir a clase de literatura, de donde al menos sacarás un catálogo ordenado de escritores y de obras. Nos pondrán verde a Góngora, pero de eso ya hablaremos. El profesor de lógica es socialista, pero es hombre muy elegante y educado, lo que antes llamaban un caballero. Se dice que en su clase nos enseñan a pensar. En cuanto a la de historia…» Terminó de beber el café. «Y tú ¿de dónde eres? Gallego, por supuesto, pero ¿de dónde?» Cité a Villavieja del Oro, y añadí que allí había muchos poetas, y algunos escritores famosos. Dije los nombres. «Nunca los oí nombrar. Tienen que ser escritores locales, o, todo lo más, regionales. El que se queda en la provincia se condena al silencio. En Santander también hay poetas que llevan años dándole vueltas a lo mismo. Afortunadamente, a mi familia se le ocurrió venir aquí, y ya me libré del provincianismo, pero no creas tú que basta ser madrileño. Aquí los hay tan provincianos como en Villavieja del Oro. Gente apegada a lo pintoresco y lo castizo, o residuos del modernismo. Nosotros peleamos contra ellos, una verdadera batalla en que ellos van ganando, porque tienen los periódicos. Pero el porvenir es nuestro. Hay que ser europeo.» «¿Y cómo?», le pregunté, ingenuamente. «Estando al corriente de cómo se piensa en el mundo, y pensando igual. Tienes que leer mucho.» Sotero, años atrás, me había aconsejado lo mismo, y yo había leído, pero ahora resultaba que mis lecturas quedaban anticuadas, y que a mis poetas favoritos no los conocían en Madrid. Estaba un poco perplejo, pero no desconfiado, porque Benito Armendáriz se portaba con espontaneidad y franqueza, aunque quizá, como Sotero, repitiese palabras oídas. En cualquier caso, aquel encuentro parecía un principio de amistad. Después de tomar café nos dimos un paseo, y me fue hablando de los escritores que quedaban por Madrid, y que podían verse por la calle, nombres para mí desconocidos. Le pregunté por los pocos de los que había oído hablar, allá, en Villavieja, como gente lejana que casi vivía en las estrellas. «Ésos son buenos también, pero ya están pasados. Los escritores, cuando pasan, tienen la obligación de morirse, o al menos, de callarse. Si no, les sucede lo que a ésos, que se emperran en seguir con lo suyo y lo suyo ya está muerto. Pero acaparan la fama, la gente los cree, y se les niega todo a los verdaderamente vivos, que son los jóvenes.» Insistí en ciertas preguntas. Para mí, la literatura era un enorme conjunto fuera del tiempo. Había estilos, sí, como había vida y muerte; pero eso de que los jóvenes desplazasen a los viejos sólo por serlo… «Careces de sentido histórico», me respondió. Y empezó a decirme que el mundo antiguo había fenecido, lo había matado la última guerra, y que el mundo que nacía era muy diferente, era otra cosa, hasta ahora desconocida, pero espléndida. «Ya lo verás cuando vayas al Museo del Prado y conozcas la pintura antigua. Es muy buena, ¿quién lo duda? Pero ya no se puede pintar así. Tienes también que visitar alguna exposición de pintores modernos o ver cuadros en revistas: te darás cuenta de la diferencia. ¿Has oído hablar del cubismo?» Le confesé que no. «Tienes que aprender mucho si quieres ser un hombre de tu tiempo. Y lo malo es que eso que tienes que aprender no te lo enseñan en la universidad.» Se detuvo de pronto, me encaró, me puso las manos en los hombros. «No te creas, por eso, que voy a ser tu guía. Yo también soy un aprendiz. Pero buscaremos juntos.»