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III

YO CREO QUE NO HABÍAN PASADO todavía dos semanas desde mi llegada a Madrid, cuando recibí carta de Sotero. Cuatro pliegos a máquina (cosa nueva), y un rinconcito al final para firmar. Me contaba con exceso de detalles sus primeros pasos por la universidad: juicios sobre los profesores y los compañeros, y una enumeración de lo que ya había aprendido, desde luego bastante más que yo. No lo daba a entender, sino que lo decía claramente, que aquel escaso tiempo le había bastado para distinguirse entre los demás alumnos y declararme que los profesores lo trataban con bastante deferencia y como si ya estuviera predestinado a ser uno de ellos. La asignatura de lógica no le daba trabajo porque la traía dominada del bachillerato: «Incluso puedo decirte que sé más que el profesor, uno de esos viejos auxiliares que se eternizan en sus puestos repitiendo todos los años la misma cantinela.» De la literatura sólo le interesaba la parte de filología, nueva realmente para nosotros; «pero mi gran descubrimiento ha sido la historia. Creo que ése es mi verdadero camino, un camino, por lo demás, en el que todo confluye y en el que ningún otro saber estorba. Seguiré, pues, estudiando de todo, principalmente filosofía. Tendré que hacerlo por mi cuenta, porque aquí no le interesa a nadie la especulación a fondo, y no hay quien sepa gran cosa, salvo algún profesor del seminario, según me dicen. Pero eso no me preocupa. Me fío de mi intuición». La gran novedad de la carta, mi gran sorpresa, fue su confesión de que había visitado un prostíbulo. «Empezaba a fastidiarme el que todos los compañeros hablasen de eso y yo tuviera que callarme. Sólo por tal razón lo hice. Y te confieso que todavía no me encuentro en situación de poder opinar. Es una cosa rara y, por lo pronto, insatisfactoria. Salí de la experiencia alicaído, porque no podía pensar: me faltaba término de referencia. Anduve varios días dándole vueltas, y buscando algunas opiniones eminentes, y, si bien las encontré, no me aclararon nada, al menos nada que me satisficiese. Es muy posible que una sola experiencia no sea suficiente, pero te confieso que es una cuestión sobre la que necesito ver claro. Una cosa sí he descubierto, pero sólo la roza, o sólo roza su naturaleza: la importancia que le dan los demás, la preeminencia de los más ejercitados o de los que presumen de haberse ejercitado más, que eso no está nada claro. Y la serie de precauciones y de consejos que da todo el mundo, esa noción de pecado introducida por los curas. Todo eso me hace sospechar que la cosa no es tan sencilla como a primera vista parece, dar un duro a una mujer para que te proporcione placer mediante un simple proceso de frotación. Por cierto que también me dejó perplejo el cuerpo de una mujer desnuda. La verdad es que no sé qué decirte, aunque creo mi deber concluir algo de sustancia. Por lo pronto te aconsejo que retrases la experiencia todo el tiempo que te sea posible, hasta que yo haya reflexionado lo suficiente y te lo pueda aclarar. Todo lo cual se resume en una paradoja: la sorpresa es que no es tan sorprendente como esperas.» Anduve unos días con la carta en el bolsillo. Una tarde me decidí a enseñársela a Armendáriz. La leyó con atención y, al devolvérmela, me dijo: «Este amigo tuyo es un bicho raro; es lo que puedo decirte.» Me dejó un poco desilusionado, pero, a lo mejor, tampoco Benito tenía el conocimiento necesario para ser más explícito. No me pareció correcto preguntárselo.

De todos modos, la lectura de aquella carta influyó en su conducta posterior. Una tarde me dijo, de sopetón: «¿Has ido alguna vez a un café cantante?» «No. ¿Y tú?» «Yo tampoco. ¿Por qué no vamos? Bueno, si tenemos dinero bastante.» Sumábamos entre los dos veinte pesetas. «Yo creo que es suficiente», dijo Benito. «¿Y dónde está eso?» «Yo sé que hay varios en la calle de la Aduana.» Allá nos fuimos. Con cierta timidez disimulada, haciéndonos los desentendidos, como si transitásemos por la calle de Alcalá. Pasamos por delante de varios tugurios, y la gente con que nos tropezábamos era algo rara, sobre todo las mujeres. Al paso de una, muy teñida de rubio y muy pintada, Benito me dio al codo: «Es una puta.» No me atreví a mirarla. Nos detuvimos ante uno de aquellos locales de cuyo interior salían músicas y cantos. Nos miramos. «¿Aquí, ¿te parece?» Era un espacio grande y desangelado, con muchos espejos sucios y algunos cuadros pornográficos. Habría la mitad de gente. En el fondo, muy alumbrado, un teatrillo donde una mujer bailaba y se desgañitaba. Iba vestida de negro, con botas altas, una faldita corta, un corpiño y un sombrero de copa. Llevaba en una mano un bastoncillo. Lo que cantaba cuando entramos decía así:

El negro John del charlestón es un castizo que baila el charles