Aquella tarde estábamos juntos Benito y yo, cuando pasó don Romualdo. Al vernos, se acercó. Yo le presenté a Benito como poeta. «¿De verdad o de los otros?» Benito no supo sino sonreír, mientras le daba la mano. Don Romualdo nos dijo francamente que le gustaría quedarse con nosotros y charlar. «No se encuentra todos los días a un poeta en ciernes. Vengan, los invito a café.» Nos llevó al bar, y, de buenas a primeras, le espetó a Benito: «¿Qué es la poesía para usted? No me responda que "poesía eres tú", porque yo no soy poesía de ningún modo.» Benito lo pensó unos instantes, y le respondió: «La palabra en el tiempo.» «Bueno, eso es lo que dijo don Antonio, pero, si se fija bien, no quiere decir nada. ¿Piensa usted que la de Góngora es la palabra en el tiempo? Pongamos un ejemplo: "Bien previno la hija de la espuma / a batallas de amor, campos de pluma." ¿Lo encuentra usted poético?» «Sí, claro.» «Pues dígame cómo se explica por esa definición de la palabra en el tiempo.» «En esos versos hay imágenes…» «Sí, en efecto, lo que ustedes llaman imágenes, que antes tenía varios nombres. Unas imágenes puestas en palabras musicales. De acuerdo con que la música implica tiempo, pero lo poético de esos versos no consiste sólo en su música, sino que ésta forma parte de un conglomerado, o fusión, de varias realidades independientes de la realidad resultante, que es la poesía.» Benito, entonces, le retrucó: «¿Es usted también poeta?» Y don Romualdo sonrió con cierta tristeza. «No, hijo mío. Yo no soy nada, pero a veces se me ocurre pensar. Ya sabe lo de Pascal, una caña pensante.» Habían traído los cafés, y nos entretuvimos en tomarlos. Después vinieron los pitillos. Y la conversación, tomando como punto de partida la figura especialmente esbelta de una muchacha que había pasado, cambió de tema. Don Romualdo se apoderó entonces de la palabra y nos largó un discurso duradero, que alguna vez llegamos a interrumpirle Benito y yo. «Ustedes, los jóvenes, andan bastante despistados acerca de una cuestión tan importante como son las relaciones entre hombres y mujeres. Tienden a considerarlas como puro sexo, todo lo más como sexo sublimado. Habrán ustedes visto que acabo de usar una expresión freudiana, pero no es porque yo lo sea. Freud es uno de los grandes charlatanes de este siglo, y conste que no lo digo gratuitamente. Todo eso del sexo sublimado es pura palabrería. Freud tenía de las relaciones entre hombres y mujeres una idea sacada de la clínica; es decir, de personas enfermas, de neuróticos, y de algún que otro farsante, probablemente. Pero careció de experiencia personal del amor, pese a sus relaciones con Lou Andreas Salomé. ¿No saben quién fue esa importante señora? ¡Ay, amigos míos, de cuántas cosas tienen todavía que enterarse! Lou Andreas Salomé fue una mujer especializada en genios verdaderos, como Nietzsche, o aparentes, como Freud. Yo no la hubiera querido a mi lado, a pesar de sus encantos y de su inteligencia. Fue una mujer que experimentó el amor como quien experimenta en un laboratorio; pero del mismo modo que la vida en los laboratorios es una vida condicionada y, por tanto, irreal, el amor experimental es el mejor modo de no saber nunca lo que es el amor.» Fue aquí donde le interrumpió Benito, tímidamente: «Y usted, ¿lo sabe?» Don Romualdo nos miró, primero a uno, después al otro. «Ya me gustaría, ya, haberlo vivido en toda su plenitud, pero no me ha tocado esa suerte, sino sólo padecer sus consecuencias.» Hacía ya unos minutos que el recuerdo se me había poblado de Belinha y de nuestra común historia; de aquel amor en que tantas caricias, tantos besuqueos, tanta presencia viva de unas y de otros habían tenido tanta parte. «Pero no ha dicho usted el papel del cuerpo en el amor. ¿Cree en el amor de las almas, como he leído en alguna parte, eso que algunos llaman el amor puro?» Don Romualdo meneó la cabeza. «Ninguna actividad fundamental del hombre, amigos míos, puede prescindir del cuerpo. Sin el cuerpo no podríamos hacer nada, ni siquiera poesía. Esa frase corriente, que tantas veces se lee o se oye, "Te quiero con toda el alma", es una simple bobada. El alma, que no sabemos lo que es, ni dónde está, jamás actúa separada del cuerpo; el alma, por sí sola, no puede querer. Cuando los místicos hablan de relaciones del alma con Dios, emplean una metáfora bastante peligrosa, que sus propias experiencias desmienten, pues resulta indudable que santa Teresa, en sus deliquios, experimentó orgasmos, lo cual no debe escandalizarnos, porque el orgasmo es la expresión de una realidad personal, de una situación, de un acontecimiento determinado. Lo raro hubiera sido que el cuerpo de santa Teresa permaneciese indiferente, aunque ella, naturalmente, no sabía de qué se trataba. Pero la interpretación sexual de los estados místicos es tan estúpida y tan incompleta como la explicación meramente espiritual. El alma sólo existe separada del cuerpo más allá de la muerte. Me inclinaría a creer que es entonces cuando de veras empieza a existir como tal alma. Antes ha sido un componente de un hombre que necesita del cuerpo para ser, igual que el cuerpo necesita del alma. Pero no nos metamos en esos berenjenales metafísicos, de los que nunca sabremos nada. Si volvemos al sexo, creo que es al amor lo que la música verbal a la poesía, un componente que puede analizarse y, tristemente, que puede actuar con independencia del amor. ¡En eso reside el drama, amigos míos, uno de los dramas más hondos de la naturaleza humana! El amor no nos viene de la naturaleza. Lo hemos inventado nosotros a fuerza de vida y de intención de trascenderla. Es una creación cultural, como la poesía, pero, del mismo modo que la palabra desprovista de poesía, se da el sexo desprovisto de amor. Y hay quien no quiere que sea más que eso, y propone que se le llame también amor. Pero yo sé que hay un más allá del sexo, aunque con el sexo.»
Encendió otro cigarrillo, lo chupó, y, después de dudarlo (al parecer) se levantó. «Les ruego que me perdonen. Con la charla había olvidado algo muy importante que he de hacer sin excusa. Ya voy retrasado. Pero me gustaría que volviésemos a hablar de esos temas. ¡La poesía, el amor, tan próximos a veces que parecen ser lo mismo! Aunque repugne a mi condición de intelectual, un misterio, juntos o separados, da lo mismo.» Se fue, nos dejó perplejos, no volvió la cabeza. Benito me preguntó qué opinaba. Yo no supe decírselo. «¡Hay tíos de éstos…», empezó, pero no continuó.
Fue por aquellos días cuando el director del hotel me dejó recado, a la hora del almuerzo, de que no me comprometiese para la tarde, que íbamos a ir al teatro. La hora del encuentro, un poco antes de las siete. Cambié de traje y de camisa, escogí una corbata nueva, que había comprado recientemente, y me senté a esperarle. Apareció puntual, muy peripuesto también, con sombrero hongo, bastón y un abrigo ligero. «Andando.» Me llevó a un teatro muy alejado del hotel, en cuya puerta nos detuvimos, pues había más invitados. De uno de los coches que iban llegando se apeó una pareja de señoritas, una mayor que otra, la mayor algo más gruesa, bien vestidas (a mi juicio) con alhajas y algo de pintura en los rostros, sobre todo la mayor. Me las presentó como las señoritas de Arellano, Manuela y Flora. Entramos y nos llevaron a un palco. Yo me senté delante, con Flora, y el director detrás, con Manuela. Flora sacó del bolso unos prismáticos pequeños con mucho oro y mucho nácar, que me dejó curiosear. Le sirvieron para fisgar quién conocido había entre el público, o iba entrando, y cuchichear con su hermana volviendo la cabeza. «Ahí está Fulano con Fulana», o «Ahí está la bruja de Menganita. Qué raro que venga sola, ¿verdad?» En una de estas veces, el director las reprochó por lo criticonas que eran, y ellas se echaron a reír. Cuando atacó la orquesta, dejé de prestarles atención, y cuando las luces iluminaron el telón, me abstraje por completo.