Выбрать главу

La diferencia con lo que había visto unos días antes era notable: aquí las mujeres iban casi desnudas, pero con muchas plumas; cambiaban constantemente de ropa, y a veces cantaban, solas o a coro. En las partes habladas, intervenía, junto a varios caballeros muy bien trajeados, aunque de manera rara, una especie de mamarracho que debía de decir cosas de mucha gracia, por lo que la gente se reía, y que con la mayor desvergüenza tiraba viajes a las nalgas de las mujeres con la mano muy abierta, casi siempre en compañía de un ronquido formidable, que también hacía reír. Flora, a mi lado, se desternillaba, entendía todos los chistes, y con la risa y los movimientos, dejaba caer la mano en mi brazo o en mi muslo, y allí quedaba hasta otra carcajada. Tenía la pantorrilla arrimada a la mía, y no la apartó durante toda la función. Yo pensé que aquello sería la costumbre y dejé quieta la mía. Al terminar la función, el director nos llevó a cenar a un restaurante muy vistoso, con mucha gente, donde debía de ser muy conocido, por la familiaridad con que trataba a los camareros e incluso a la señora que nos recogió los gabanes. Él mismo escogió el menú, compuesto de manjares que yo nunca había oído nombrar, aunque, una vez probados, lograra reconocer algunos. También bebimos mucho. Durante la comida, las señoritas de Arellano, turnándose más o menos, me informaron de que pertenecían a una familia distinguida, de que su padre había sido no sé qué de la monarquía, anterior a «estos de ahora», y de que a su muerte habían quedado en situación difícil, pues un hermano perdis que tenían casi las había arruinado. «Pues aquí el caballerete, nadie puede decir de él que esté por puertas», rió una vez el director, todo picarón, y entonces ellas mostraron curiosidad por conocer mis riquezas. No sé por qué, recordé el consejo del propio director, y fui parco en enumeraciones, y acabé declarando que todo lo que tenía eran propiedades rurales sin valor. «Bueno, ¿y ese castillo en Portugal?» Les expliqué que no era un castillo, sino un pazo, y lo que es un pazo, y en qué se diferencia de un castillo, y todo lo demás. No sé por qué tuve cuidado en añadirles que, aunque todo fuese mío, no podría gobernarlo libremente hasta cumplir veintiún años. «Eso es lógico -dijo Manuela-. Un chico de tu edad, dueño de tanto dinero, sería un peligro por ahí suelto.» «Un poco peligroso ya lo es», corrigió la pequeña, y me arrimó de nuevo la pantorrilla. A la hora del café, nos propuso Manuela que fuésemos a su casa, que ellas nos invitaban al café y a la copa. El director mandó pedir un coche, en el que se sentó al lado de Manuela y me dejó a mí el puesto junto a Flora. No sé en qué calle vivían, o, más bien, no lo recuerdo, ya que después aprendí el camino, pero sí que estaba situada en el Madrid antiguo. En un barrio: estrecha, con farolas de gas, una calle con aire de clase media. Lo tenía la casa, no muy grande, según me pareció, pero bien amueblada, y con retratos y fotografías en las paredes, y encima de las consolas y de las mesillas. Tenía un aspecto, la casa, que no me era desconocido: un poco más de lujo y un poco más de vejez y hubiera podido ser una de las de mi madre; pero después comprobé que la apariencia mentía, y que los muebles eran pura pacotilla. El suelo era de ladrillos colorados, sin alfombras. Manuela me explicó, sin que yo se lo hubiera preguntado, que, al llegar el verano, las retiraban, y que este año se habían retrasado en reponerlas. «Pero habrá que hacerlo antes de que se eche encima el frío.» Esto no quiere decir que, allí dentro, hiciera calor.

Nos metieron en una salita un poco más moderna que el resto de la casa, de una modernidad falsa, ahora lo comprendo, pero entonces yo no discernía de algunos matices; en todo caso, se me antojó del peor gusto. Había almohadones en los asientos y, no recuerdo en qué lugar, una especie de muñeco vestido de arlequín y que debía de estar relleno de lana, o algo así de inconsistente, por cómo estaba caído. Muñecos como aquél los viera en alguna película, y nunca me habían gustado: no sé por qué, me parecían tristes e innecesarios. Además, tampoco me hizo gracia el tapete á crochet de la mesa, porque le habían ensartado, a través de los dibujos, unas cintas azules que se cruzaban con otras, color de rosa, haciendo cuadraditos. Sobre aquel tapetillo pusieron el mantel. Fue Flora la que lo hizo, así como la disposición de las tazas y de las copas. Su hermana, en la cocina, preparaba el café. Y todo siguió normal durante un rato. El director hablaba con Manuela, y Flora parecía muy interesada en que le describiera los jardines de mi pazo y que le contase historias, insistía en parecer culta, y, sin venir a cuento, dijo que le gustaba el teatro de Benavente, que era como la vida misma. «¿Tú no lo has visto nunca, a Benavente? Tenemos que ir una tarde, ya verás.» A veces comentaba suspirando la delicia que sería vivir en un palacio en el campo, y que ellas, las dos hermanas, también solían veranear en una finca, en Zarauz, cuando su padre vivía y los reyes hacían su jornada por el norte. Flora había visto una vez a la reina muy de cerca, casi le había tocado el traje. Yo creo que fue en este momento de la conversación cuando me di cuenta de que el director del hotel y Manuela habían salido. El palique entre Flora y yo duró todavía un rato, hasta que ella se levantó de repente, se acercó a mí, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la boca. «Anda, vamos», y me agarró de la mano. Fuimos a una habitación bien puesta, donde había una cama grande, con colcha roja; quedó de espaldas a mí. «Anda, desnúdame.» Aquella noche, mis manos torpes aumentaron su escasa sabiduría. «Así, no. Cuidado, que me pellizcas. No, no me quites las medias. ¡Lo que tengo que enseñarte!» Me quedé estupefacto ante su cuerpo desnudo. Pasó por mí el recuerdo de Belinha, pero rápidamente. Fue como si un viento leve soplase un fantasma de niebla.

VI

«QUERIDO SOTERO: Yo también tengo cosas que contarte, semejantes a las tuyas, o al menos así me lo parece, pero no iguales. Por lo pronto, todavía no he hablado con ningún profesor, ni creo que llegue a hacerlo. Somos mucha gente en el curso, y aunque hay algunos compañeros que se les acercan, como están mal mirados por los demás, yo no quiero ser uno de ellos, ni tampoco me importa. ¿De qué les voy a hablar? Asisto a las clases regularmente. El profesor de lógica me parece el mejor: es un señor muy agradable y muy inteligente, que nos obliga a estrujarnos el cerebro, aunque cortésmente, y, como dice un compañero, nos enseña a pensar. El de historia, ni fu ni fa. En cuanto al de literatura, nos repite lo que viene en el libro, casi de pe a pa, sin comentarnos nada. Y aunque a mí es lo que más me interesa, me falta una explicación a fondo, que sería lo importante, y no esta serie de datos y de fechas con que nos abruma. En fin, que voy sabiendo un poco de aquí y de allá, pero no lo suficiente. No sé si me servirá de mucho. Suelo ir al Ateneo, del que me hice socio: esto me permite leer libros que no se encuentran en las librerías o que resultan caros, y también escuchar por todas partes conversaciones de política, donde se dice lo mismo con pequeñas variantes. Se susurra que lo va a cerrar la policía. Vivir en esta ciudad, por supuesto, no se parece en nada a lo que hacíamos en Villavieja, pero tampoco creas que es de entusiasmarse: vas por las calles solo, no conoces a nadie y si te distraes un poco en un escaparate te dan un empujón. A los gallegos nos tienen, en general, de menos, y por una nadería pronto te dicen: "Calla, gallego." Pero, a pesar de todo, no estoy descontento de haber venido.

»En cuanto a lo que me cuentas de tu visita a un prostíbulo, no sé qué decirte. Yo, desde luego, no he pasado de un café cantante, que me aburrió. Pero aquí la gente habla mucho de esas cosas, aunque en tono científico. Se cita a un tal Freud, un señor de Viena de mucha fama al que he empezado ya a leer. Todo lo que se refiere a esas cuestiones, se dice siempre con citas de sus libros, o según sus teorías, que nadie discute, sino que alaban, y de las que yo no tengo más que una idea muy ligera. Supongo que por ahí sucederá más o menos lo mismo. Ahora bien: sin haber ido a un prostíbulo, también pasé por tus mismos aprietos y tus mismas incomprensiones, aunque me hayan durado poco. Por lo pronto, no tuve que pagar el duro. Dormí una noche con una mujer: al principio, sorprendido y bastante confuso; a la mañana siguiente, un poco más dueño de mí. Yo creo también que eso del cuerpo de las mujeres sorprende, y hasta espanta; tampoco sabría decirte por qué, hasta que se conoce a fondo. No es que yo haya llegado a tanto, pero un poco del camino lo tengo recorrido. Lo cierto es que poco más puedo decirte, salvo que no me preocupa tanto como a ti llegar a conclusiones definitivas, las cuales, por otra parte, no sé si son o no importantes. Tengo un amigo, hombre mayor y un tanto disparatado, pero de mucha experiencia, con el que espero charlar un día de éstos sobre el particular. No es que crea a pies juntillas lo que me dice, pero, en cualquier caso, me interesa y me explica las cosas: en este caso, espero que algo me aclare. Tengo la impresión de que, sin darnos cuenta, nos hemos metido, cada uno a su modo, en un problema de los que llaman importantes y que habremos de resolver, también cada cual a su modo. Debo decirte, sin embargo, que hay una diferencia: yo estuve enamorado, a lo mejor lo estoy aún, y eso cambia las cosas, porque amar a una mujer implica desearla, y yo deseo a la mía. Desde luego, la mujer a la que quiero no es esa con la que me acosté. Tengo la impresión de haber catado, por un lado, la comida, y por otro, la sal. Lo que me dijo una vez ese señor que te miento es que la sal debe tomarse con la comida. Entiéndelo si puedes.»Un abrazo.