Cambió mi actitud hacia don Justo, pero, al cambiar, se complicó. Por una parte, le agradecía su intervención, sin la cual no sé cómo hubiera acabado el lío con Eduardo, pero no el que nos hubiera prohibido, a Flora y a mí, volver a vernos. Por otra, admiraba su valentía, al hacer frente, y vencer, a un hombre mucho más joven que él y de apariencia más fuerte, pero esto mismo me hacía sospechar que no era el hombre que parecía, tan cortés y tan almibarado, un director de hotel quizá perfecto. ¡Hasta había sido diferente su voz al increpar a Eduardo, al dirigirse a Florita! Una voz cínica y dura, como la de otro hombre. Hoy pienso que quizá llevase algún tipo de doble vida, pero entonces no entendía de esas cosas y me quedé con la perplejidad y un oscuro terror. Pero también más resentido que contento, porque me había aficionado a Florita y ya la echaba de menos. Me hubiera gustado comentar el acontecimiento con don Romualdo, pero al profesor de francés no habíamos vuelto a verle. Un día me enteré de que estuviera en el hotel, a cobrar el dinero de las últimas clases. Es muy posible (lo pensé entonces) que, en otras condiciones, hubiera renunciado a aquel puñado de duros, quince o veinte, pero, como se acercaban las Navidades, andaría más escaso que nunca, quizá urgentemente necesitado. ¡El esfuerzo que le habría costado a don Romualdo acercarse a la caja del hotel, con una sonrisa en el rostro, él, que odiaba la sonrisa! Benito y yo le recordábamos con frecuencia y deplorábamos su desaparición, aunque no nos la explicásemos muy bien. Comprendíamos, sí, que todo obedecía a cierta inexplicable vergüenza por el cuento de su vida que nos había hecho: pero, si era ésta la causa, ¿por qué nos la había contado? ¿Había razones que se nos escapaban? Creíamos ignorar aún ciertas delicadezas del espíritu sólo explicables por una experiencia moral de la que no teníamos idea, porque de esas cosas, lo pienso ahora, no se tiene idea cuando se carece de la experiencia pertinente. Benito, sin embargo, más dado que yo a las explicaciones estéticas, insistía en juzgar a don Romualdo como a un personaje literario, y aquella confesión lo completaba, lo perfeccionaba. Pero yo me sentía incapaz de ascender a aquellas alturas del juicio. Me quedaba en la moral, y aun por lo que está por debajo de lo moral. ¿Qué sabíamos de lo moral, entonces? Un conjunto de normas elementales, más precauciones que principios, que nos habían enseñado para poder andar por el mundo sin tropiezos. No robes a nadie, no desprecies ostensiblemente a tu prójimo, sé cortés con todo el mundo, desconfía de los desconocidos. Una de aquellas mañanas, cercanas ya las vacaciones, me esperaba en el hotel una carta de Portugal. Me la escribía desde el pazo mi antiguo maestro, y traía una posdata de la miss. Mi maestro me decía que todo marchaba bien, que el vino y la madera se habían vendido a buen precio, que si tuvieran que retejar una parte de la cubierta, y cosas así. Terminaba comunicándome que Belinha se había casado con un portugués de Angola y que se había marchado con él a África, llevándose, naturalmente, a mi hermana. En la posdata en inglés, la miss escribía más o menos: «Comprenderás, Ademar, que lo de Belinha no tenía otra salida, y que ésta ha sido la mejor. Es un hombre bueno que la respeta. ¿Qué hubiera sucedido de estar aquí cuando tú vengas por las Navidades? Piénsalo bien y acepta lo sucedido, por mucho que te duela.» Era curioso: mi maestro, en esta carta, me trataba de usted. Acepté, sin compartirlas, las razones de aquella huida: las acepté pero con rencor. Me sentía no sé si engañado o burlado; en todo caso, despojado de lo que era más mío y más querido. No volvería a ver a Belinha, era como si hubiese muerto. Y al dolor que me causó la noticia se unió el disgusto de mi separación de Florita, hasta ser el mismo dolor y la misma incomprensión. Las cosas sucedían sin que yo las entendiese: creo que era demasiado para un mozalbete, probablemente prematuras (éstas son reflexiones que hago ahora, a muchos años de distancia). El mismo Benito me preguntó que qué pasaba, al verme tan amorriñado, y no supe explicárselo. «Cosas», me limité a decirle. Y él interpretó mi silencio como falta de confianza. No lo era, sino el deseo de conservar para mí el secreto de lo que había sido tan mío, de lo que lo era aún, aunque de otra manera, y que me habían arrebatado. Pero sucedió que una mañana, cuando me había alejado ya de la calle del hotel y me encaminaba a la universidad, sentí detrás de mí el aliento fatigado de Florita. Venía vestida de oscuro y con un velo muy echado sobre la cara, como si hubiera estado en una iglesia, o fuese a ella. Me había esperado, me había seguido, se cogió a mí y, sin otra palabra, me pidió que nos metiéramos en un café. Lo hicimos. Venía llorosa, siguió llorando, y con bastante incoherencia aseguró que era muy desgraciada, que no podía vivir sin mí, y otras cosas de este jaez. Yo, como siempre, no sabía qué pensar, ni se me ocurría hacerlo, dominado como estaba por los sentimientos hacia Florita, renacidos y ahora en punta. «¡Ven conmigo una vez, sólo una vez! -me suplicó-. ¡Te juro que desapareceré para siempre!» Me dejé llevar a una casa desconocida, donde una señora gorda, muy sonriente, nos dijo como saludo: «¡Caramba, qué madrugadores!» Nos llevó a una habitación espaciosa, pero sin ventana a la calle, donde vi por primera vez, a los pies de la cama, un objeto blanco, de forma como de guitarra: parecía de porcelana y tenía pies de lo mismo. «Esperen, que les traeré agua.»
No sé cuánto duró aquello. Nos separamos. Al salir, Florita, más que marchar, huyó. Yo quedé sin rumbo, en una calle desconocida. Eché a andar, anduve mucho tiempo. Cuando llegué al hotel, ya había pasado la hora del almuerzo. Me refugié en mi cuarto, me tumbé, y de repente se me ocurrió escribir un poema. Empecé a hacerlo, y me salió largo, en versos blancos y desiguales, como algunos que había leído, de los modernos. Empezaba con nostalgia de Florita y terminaba con el recuerdo de Belinha. Fue la segunda vez que necesité de la poesía para librarme de mí mismo. Lo guardé y lo conservo. Es un poema muy vulgar, hecho de lugares comunes y otras trivialidades sentimentales, pero, si alguna vez lo leo, todavía me conmueve. En todo caso, está ahí, como la puerta que cerró una etapa de mi vida.
IX
LE ESCRIBÍ UNA CARTA A MI MAESTRO anunciándole que no me esperase para las Navidades, que las pasaría en Villavieja con mi padre. No me referí, para nada, a Belinha ni a mi hermana. Antes de marchar de vacaciones, invité a Benito a cenar al hotel, tuvimos una conversación larga sobre literatura y un recuerdo para don Romualdo. Benito me contó que le habían prometido, no sé quién, presentarle a uno de los poetas que admiraba, no sé si Tal o Cual; los de aquella tarde frustrada, y que ya me contaría a mi regreso. Al día siguiente tomé el tren. Cuando llegué a la estación de Villavieja, no me esperaba nadie, y al llegar a mi casa, me hallé con que mi padre se había marchado el día anterior. Me dejaba, eso sí, una carta, en la que me explicaba las causas de su ausencia y me decía dónde podía hallar las llaves de la mesa del despacho, por si necesitaba dinero, que lo encontraría en tal sitio, y varias cosas así. Aunque no lo sintiera, no dejé de quedar perplejo. La criada de casa, una mujer madura, daba vueltas a mi alrededor, muy sonriente, como quien tiene algo que decir y no se atreve. Sospeché que le pesaba el secreto de algún nuevo lío de mi padre, y que necesitaba descargarse del peso. Se atrevió, pasados varios días, precisamente el de Navidad, después de haberme servido a mí solo. «Lo que le pasa a su señor padre es que no quiere que lo vea. Quedó completamente calvo, sin un pelo en todo el cuerpo, y se puso una peluca postiza. Las cejas se las pinta, ¿sabe? Por ahí dicen que cogió una enfermedad de mujeres.» Éste era el secreto. En otras condiciones me hubiera sorprendido, pero si mi padre había sido capaz de obligar a Belinha a servirle de manceba, no tenía nada de extraño que, sin ella, acudiese a otros remedios. La enfermedad, caso de ser como lo decía la criada, era un gaje del oficio. Había oído hablar de aquellos riesgos lo suficiente como para que la noticia no me cogiera demasiado de sorpresa. Y en cuanto a la vergüenza de mi padre, lo estimaba como un acto de respeto, y llegué a agradecérselo. Y eso fue lo único importante de mi viaje a Villavieja. Lo demás se limitó al encuentro con algunos amigos, a algunas cenas fuera de casa y a ciertas charlas superficiales sobre literatura. Había entre aquellos amigos algunos que venían de Santiago, donde oyeran hablar de los mismos nombres y de los mismos libros que yo, con la misma superficialidad, y se referían a ellos según lo oído y lo leído. Me hacían recordar a Sotero, que habría penetrado hasta el fondo de lo mismo que nosotros conocíamos frívolamente, pero le llevaba a Sotero la ventaja de ser más simpáticos y más comunicativos, aunque seguramente a causa de su propia ligereza. Me cansaron pronto, pero seguí en su compañía hasta que las vacaciones terminaron y cada cual tomó su tren o su autobús. Por fortuna, sólo solían ser compañías vespertinas. Una noche se me ocurrió salir y pasear por los alrededores de mi casa. Hacía frío y lloviznaba. Fui aquella noche redescubriendo la ciudad vieja, en torno a la catedral y a la plaza: sus sombras, sus agujeros de niebla. Me perdí placenteramente, y repetí los paseos las noches que siguieron hasta mi marcha. Fue una experiencia feliz, con la que, sin embargo, no sabía qué hacer, más que vivirla. «Esto que siento podría ponerlo en verso»; pero no me acudían las palabras, ni en portugués ni en castellano. Sentí cierta melancolía al regresar a Madrid: Villavieja era algo mío, llegué a comprenderlo; marchaba a una ciudad que nunca lo sería, ni sus calles, ni sus luces, ni sus sombras. ¿Por qué volvía? ¿A quién obedecía al hacerlo? Todo esto entretuvo mi mente durante las horas largas del viaje. Volví al hotel. Don Justo me preguntó, muy interesado, por mi padre y por su salud, y hube de mentirle. Al reanudar al día siguiente las clases, asistí a ellas tan distraído, tan aburrido, que acabé confesándome mi falta de interés, e incluso el deseo secreto de marcharme, pero no sabía adónde, ni se me ocurría. Aquella mañana no vi a Benito, sí al día siguiente. Me recibió con alborozo que consideré sincero. Me invitó a comer a una taberna (le duraba aún el dinero de los últimos regalos) y me habló de los libros que había comprado, de las comedias que había visto. Cuando le pregunté si, por fin, le habían presentado al poeta admirado y lejano, no recordaba si Tal o Cual, bajó los ojos. «El tío aquel me engañó. No volví a verlo.» Pero no pareció sentirlo mucho. Había escrito un par de poemas, y me los leyó en un café a donde fuimos después del almuerzo. No me fue difícil entenderlos, pero no pude decirle si los hallaba o no poéticos. «Mira, Benito: la verdad es que la poesía sigue siendo un misterio para mí. Hay cosas que me gustan y cosas que no, pero ignoro el porqué. Durante las vacaciones, volví a mi Antero de Quental, pero no creo que fuese por razones literarias.» «¿Por qué razón, entonces?» «Pues porque tiene algo que ver conmigo.» «¿Son versos de amor?» «De amor y muerte, ya te lo dije otra vez.» «¿Es que quieres morirte, o tienes miedo?» «No, no. No es eso. No sé bien lo que es. Ando un poco perdido, ¿sabes? Pero eso no es nuevo.