La chica de Taboada, madre mía que nunca conocí, en cuanto chica atractiva, no era ni fu ni fa: más o menos del montón, pero ninguna otra de Villavieja del Oro la igualaba en prosapia, y en cuanto a recursos propios, no andaba mal. Por lo pronto había heredado de su padre no menos de siete pazos repartidos por diversos lugares de la provincia, y de doña Margarida debería heredar, no sólo el pazo miñoto, sino cierta fortuna en acciones depositadas en un banco de Londres. ¿Por qué, a pesar de esa fortuna, carecía de pretendientes? Quizá no se atrevieran con tanto pasado ilustre los muchachitos de Villa-vieja, ni siquiera los más linajudos, o quizá simplemente porque, a pesar de todo, la chica no les gustase. Pero se me ocurre que la dificultad mayor era doña Margarida, aquella especie de dragón de ojos verdes más temida que respetada. Nadie hubiera esperado ni aun imaginado que mi padre le pusiese los puntos a la hija de semejante estantigua. Sin embargo, nada más lógico. La opinión popular confería a mi padre la posesión de la cantidad mayor de inteligencia de toda la provincia, una cantidad realmente abusiva, según algunos, e intolerable, según los envidiosos, que nunca faltan, y se esperaba de él, no ya que saliese diputado, sino senador del reino: bastaba que se lo propusiese, o que le conviniese a la gente que le rodeaba y aprovechaba sus saberes. Imagino que él comprendió la necesidad de un fundamento social más firme que la inteligencia en ejercicio, o que la humildad de su origen le empujaba a ascender (discretamente) a estamentos más altos, según su padre apeteciera. Se fijó en mi madre, la cortejó. Doña Margarida, al enterarse, dijo a su hija que no, pero esto no fue lo grave, sino que, una de aquellas tardes de chocolate y té, el obispo le preguntó que por qué se oponía al noviazgo de su hija con aquel caballero de tan brillante porvenir y de tan agradable presencia. Ella le respondió que porque era hijo de un cartero rural. «Señora, yo soy hijo de un guardia civil, y hace varios años que me invita usted a tomar el chocolate de igual a igual.» Por si era lo mismo o no lo era, discutieron. Mi abuela, en un momento que resultó ser teatralmente cumbre, dijo al obispo que, que se supiera, jamás ningún prelado, ni siquiera portugués, había superado a un Alemcastre en posición social, si no eran algunos hijos de reyes que, por razones de Estado, habían tenido que aceptar la prelatura, aunque con ciertas libertades en sus vidas privadas; pero éstos eran meras excepciones. El invitado se levantó, no sin apurar el chocolate que quedaba en la jícara (rasgo que mi abuela consideró siempre como señal de ordinariez), y se marchó. Doña Margarida mandó cerrar detrás de él la puerta del zaguán, pero no abrió la pequeña, sino que cogió a mi madre y se la llevó a uno de los pazos que le venían por la rama de los Taboada, no demasiado lejos de Villavieja, pero sí lo suficiente como para que resultase fastidioso hacer el camino a pie. Pero éste fue su error. Sucedía cuando empezaban a aparecer, sorprendentes y ruidosos, los automóviles, y, en Villavieja, algún extravagante rico había comprado uno. Que lo comprase también mi padre no fue considerado, sin embargo, como extravagancia, sino como la cosa más natural del mundo, tratándose de un hombre de reconocida relevancia, llamado a las más altas magistraturas. Mi padre, todas las tardes, después de su inteligente manejo de las finanzas provinciales, se metía en el coche y partía, a treinta kilómetros por hora, en dirección desconocida. «Va a pasear sus tristezas», pensaba la gente, o «Va a ahogarlas en ruido», podían pensar también, pero a lo que iba mi padre era a verse clandestinamente con su novia, una criada cómplice y testigo de las entrevistas. Esto no duró mucho. Mi padre visitó al obispo, tuvieron una larga conversación, y el obispo le dio ciertos consejos. Una de aquellas tardes, mi padre regresó de su viaje con mi madre y la criada de añadidura, y, con todas las de la ley, depositó a la chica de Taboada en casa de una tía carnal a quien mi padre había hecho ciertos favores, y a la que el prelado había dado instrucciones. Pocos días después, el obispo los casó, y mi abuela cruzó la frontera y se refugió en su pazo miñoto, del que no regresó hasta la muerte de mi madre, cuando supo que había quedado un hijo del que alguien tenía que hacerse cargo. Y fue de esta manera como se apoderó de mí. Dominó mi vida mientras vivió, y la sigue dominando desde el misterio al que se marchó hace tiempo, único acto de su vida acontecido contra su voluntad. Cómo mi padre accedió a separarse de mí, parece ser que se debe a la amenaza de mi abuela de meterse en un convento, y dejarlo todo a las monjas. Como se ve, la historia como tal cuento de amor, es de una legalidad decepcionante. Por eso, cuando empecé a tener sentido estético de la vida, me decidí a reformarla, en algunos detalles, a añadirle algún que otro ingrediente romántico o, al menos, dramático. Por lo pronto, hice de mi madre una belleza fascinadora, y de mi padre, que también había muerto, un genio oprimido por la estrechez provinciana, que se había llevado a la tumba nada menos que los únicos planes posibles de la regeneración económica de España. Eliminé del rapto toda legalidad y, por supuesto, toda intervención episcopal, si bien nadie, entonces, creyó jamás que un hombre tan legal como mi padre hubiera cometido un desaguisado, aunque lo justificase la pasión. Menos aún creyeron que mi madre hubiese ido embarazada al matrimonio, y recuerdo que cierta vez, con la complicidad de las estrellas y el champán, conté a unos amigos la historia de mi nacimiento clandestino en el pazo miñoto de mi abuela. «¡Ganas que tienes de ser un verdadero portugués!», me dijeron. Mis imaginaciones chocaban contra los datos objetivos y constantes de las fechas del matrimonio de mis padres y de mi nacimiento, y no digamos con la noticia recogida por la prensa local de que el ilustrísimo señor obispo de la diócesis había bendecido los amores entre el famoso abogado don Práxedes Freijomil y la bella señorita Inés Taboada y Tavora de Alemcastre. ¡Casi nada! Estoy, sin embargo, persuadido de que mis antepasados, desde su alem, aprobaron mis ficciones. Por lo menos los portugueses, que siempre tuvieron un sentido más romántico del amor y la aventura.
Carecía de él mi abuela Margarida. Nunca conocí a nadie menos sentimental, más incapaz para la ternura. Bien es cierto que su sequedad la suplió, durante algunos años, cierta nodriza un poco oscura que me crió a sus pechos, Belinha, que me dormía cantándome canciones tristes en un portugués armonioso. Vivíamos la mitad del año en el pazo miñoto, la otra mitad en la casa de Villa-vieja. Entonces me llevaban a que viera a mi padre, a quien recuerdo como un hombre severo y estirado, aunque joven, que no sabía besarme. Ya había llegado a senador, viajaba con frecuencia a Madrid, y me traía juguetes que me dejaban indiferente, pero lo que a mí me hacía feliz era perderme por los vericuetos de aquellas viejas casas, la de Taboada y la de Alemcastre; perderme y explorar sus misterios. La casa de Villavieja los tenía también, pero no tantos, o, al menos, lo eran de otra manera, menos accesibles a mi fantasía, porque estaba en la ciudad, esquina a dos calles empedradas de losas que brillaban con la lluvia, y, en cambio, el pazo de Alemcastre emergía de un bosque de especies raras, traídas de las cuatro esquinas del mundo; era una sorpresa súbita, como un susto, con sus torretas y sus pirulitos, un desafío a la razón y un regalo para la fantasía.
Mi abuela, por su gusto, me hubiera mandado a una escuela inglesa de las más caras, de esas que son para el resto de la vida como una tarjeta de visita y que obligan al uso de una corbata como identificación; pero sabía que allí pegaban a los niños, y ella afirmaba que nadie en el mundo podía pegar a su nieto más que ella, y ella no tenía muchas ganas de hacerlo, aunque el nieto mereciese algún azote. En esos casos le decía a Belinha: «¡Dalhe no nabo», pero Belinha la miraba tiernamente, implorante, me cogía en brazos y escapaba a la orden y a la mirada. Pues por eso de los azotes ingleses, ante la exigencia de mi padre de que me enviase al colegio, fue por lo que se le ocurrió a mi abuela traerme un maestro español y una miss, pagados de su bolsillo: del de mi padre no quería recibir ni un mal ochavo. El maestro me enseñaba a leer en español y, la miss, en inglés. Llegó un momento en que empecé a armarme líos con una lengua y otra, y resolvía el conflicto hablando en portugués, lo que encantaba a Belinha y a mi abuela no parecía disgustarle, pero que desesperaba a mis pedagogos; los cuales tuvieron que ponerse de acuerdo y celebraron varias reuniones estrictamente profesionales de las que salieron unas relaciones secretas que no lo eran tanto: lo mismo yo que Belinha habíamos descubierto que el maestro acudía, nocturno, a las habitaciones de la miss. Belinha sabía para qué: yo todavía lo ignoraba, pero Belinha me decía que me callase, y se reía.