Una noche, al entrar en el comedor, advertí la presencia de un huésped nuevo. Se había sentado a una mesa próxima a la mía, y, aun sentado, parecía corpulento, más de lo normal, y muy bien presentado. Pasé la cena observando la manera que tenía de comer, tan simple como atractiva, enormemente natural, y lo eran todos sus movimientos. Cuando se puso en pie, calculé que mediría un metro y noventa centímetros, por lo menos. Atravesó el comedor con naturalidad segura, los otros huéspedes le contemplaron hasta que desapareció. Lo juzgué como uno de esos tipos que andan por el mundo como si fuera suyo, con la diferencia de que, a otros que he visto, se les notaba, y a éste no. ¿Sería por humildad o por indiferencia? ¿Ó por una superioridad real a la que estaba acostumbrado? Admití que me gustaría conocerle y acaso también escucharle. Le pregunté a don Justo quién era. «Hasta hace pocos días, diplomático en Lisboa. Lo han traído aquí castigado.» «¿Castigado? ¿Por qué?» «¡Váyalo usted a saber! Las cosas de la diplomacia no están a nuestro alcance, ni tampoco los secretos de Estado.» De la sonrisa de don Justo colegí que sabía más de lo dicho. Imagino que le contó algo de mí al diplomático, por lo menos mi interés por su persona, porque una noche, cuando yo entraba a cenar, y él se hallaba ya en su mesa, al verme se levantó, se acercó a mí y me dijo: «¿Quiere usted hacerme el honor de acompañarme a cenar? Me llamo (aquí un nombre que callo: diremos don Federico). Me han dicho que usted tiene algo que ver con Portugal. Yo he vivido allí varios años, y podemos hablar, o, al menos, yo podré contarle lo que sé, por si le es útil algún día.» Acepté la invitación, y consideré necesario explicarle algo de quién era y de lo que hacía. «Y sus relaciones con Portugal, ¿cuáles son?» «Una de mis abuelas, la materna, era portuguesa. Se llamaba Margarida de Tavora y Alemcastre.» Se echó a reír: «¡Casi nada, amigo. En Portugal, sería usted un aristócrata!» Le respondí tímidamente que ya lo sabía, pero que Portugal no era España, etc. Y no sé cómo salió a relucir el nombre de mi bisabuelo. Don Federico rió más todavía. «¡Don Ademar de Alemcastre! Aún quedan en Lisboa viejas señoras que lo recuerdan como un héroe de su juventud. Lo bastante famoso, aun en la vejez, como para perturbar la fantasía de las muchachitas.» Vi que sabía más que yo de mi bisabuelo, y lo incité a contarme. «Por lo que he oído, fue lo que se llama un hombre de lujo. No hizo nada en su vida más que ser quien era y pasear por Lisboa. Bueno, se casó también; con una Tavora cuyo dinero le apuntaló la fortuna. Fue un hombre de los inconcebibles en nuestro tiempo. Nuestro tiempo nos exige ser útiles, aunque también acepta la mera apariencia. A su bisabuelo hoy no le hubieran permitido vivir como vivió: se le consideraría como un ejemplo de inmoralidad, un tipo execrable. Sin embargo, si alguien le hubiera preguntado lo que había hecho por los hombres, habría podido responder tanto que les habría mostrado lo que no debían ser como lo que, finalmente, debería ser la aspiración de la Humanidad. Y tendría razón en ambos casos.» La paradoja no me quedó muy clara, al menos en aquel momento, pero preferí no confesarlo. Don Federico me invitó a cenar en su mesa todas las noches, quizá por haber descubierto que yo le escuchaba con gusto. Muchas veces recayó la conversación en el tema de mi bisabuelo y en el de la sociedad lisboeta de aquel tiempo, que don Federico había conocido por referencia y por lecturas. Pero también me hablaba de política y de literatura. Cuando yo le revelé que alguna vez había escrito versos, y que tenía a Quental por mi poeta preferido, lo que me dijo mostraba un conocimiento muy superior al de Benito. No se limitaba a los poetas españoles, que no ignoraba, sino que me habló de nombres que después me fueron familiares, como Claudel y Saint-John Perse, a los que él conocía personalmente, a los que había tratado. Fue la segunda persona que se refirió a
Les cahiers de Malte. «¿Ha leído usted ese libro?», me preguntó. «Me habló de él hace tiempo un amigo, un hombre ya mayor.» «No sé hasta qué punto será un libro adecuado a su edad y a sus conocimientos. Es un libro que puede hundir o levantar a un hombre para siempre. Hay muchas cosas que le conviene conocer antes. Yo le diría más: que le conviene estudiar. La poesía puede ser un arrebato, pero también es una ciencia. Yo desconfío, por principio, de los arrebatados, salvo de aquellos que saben someter el juego a disciplina. Disciplinarse es, ante todo, distanciarse. Sólo se puede transmitir aquella emoción que ya no se siente, que se ha transformado en vivencia, en vivencia incorporada. Como quien dice, carne de uno mismo. Sin el arte de expresarse, esa vivencia, por pura y elevada que sea, sólo balbucea. El arte es indispensable, y tiene la ventaja de que puede aprenderse, y usted debe acometerlo en serio. Pero, sin embargo, no olvide que sin la poesía el saber no produce más que frialdades más o menos solemnes. Y la poesía, que no sabemos lo que es, se parece a un inquilino veleidoso, que va y viene, y que a veces huye para siempre. Hay poetas que lo han sido durante un tiempo, y que siguen viviendo de las rentas, es decir, del arte adquirido y dominado. Los hubo que supieron morir a tiempo, pero los más perdieron esa oportunidad, y le aseguro que no hay nada más penoso que la cáscara ambulante de un poeta. ¡Cuántos se habrían salvado con una carga suficiente de ironía! Y no le digo esto a tontas y a locas, porque lo haya leído, sino porque he conocido a algunos grandes poetas y a otros no tan grandes, y he conversado con ellos acerca de su poesía y de la poesía en general. Creo haber llegado a buen catador, aunque esta condición me haya hecho exigente y acaso un poco duro de juicio. Podré, a veces, exagerar, pero no creo equivocarme. Me gustan los poetas cuya mirada penetra hasta el meollo de la realidad, me dejan indiferente los que son sólo buenos, aunque los crea necesarios para formar el mantillo del que surgen los grandes. Pero ahora pienso que no le conviene a usted hacerme demasiado caso. Mis palabras podrían desanimarle. Sin embargo, si le parece bien, alguna vez podemos leer algo juntos y comparar nuestras impresiones.» Aquel tema de la poesía reaparecería siempre en nuestros coloquios, a veces largos, en el salón del hotel. Leímos, en efecto, poemas juntos, y lo que a mí se me ocurría resultaba pueril al lado de lo que me descubría él. También me preguntó si había ido a los museos, y me recomendó que lo hiciese. Un domingo, por la mañana, iba solo por el Prado; decidí entrar: de repente, me sentí perdido, mareado. Pasé varias horas yendo de un cuarto a otro. Todos me parecían bien y no advertía diferencias ni discernía calidades. Pero de todo cuanto vi, me sentí especialmente atraído por los retratos, por aquellos cuadros en que el rostro humano estaba tratado como retrato, quiero decir, no buscando la belleza de un rostro, sino su realidad. Cuando le hablé a Benito de esta visita, no llegó a reírse de mí, pero casi. «Estás listo -me dijo-, para contemplar la pintura moderna. No encontrarás en ella nada de eso que has descubierto por tu cuenta. Esa clase de arte ha muerto para siempre.» Don Federico, sin embargo, no fue tan tajante, aunque haya dicho que mi manera de ver la pintura era muy limitada, y que, en realidad, yo no buscaba el arte, sino sólo el reflejo de una clase muy restringida de realidades. «Tenga en cuenta que, para un pintor, la cara de una persona tiene la misma importancia que un frutero lleno de manzanas.» Lo acepté, pero sin explicármelo. De las caras vistas en el museo, algunas me habían impresionado. Volví a verlas varias veces, hasta el punto de llegar a trazarme un itinerario de este cuadro a aquel otro, sin importarme los demás. Me gustaba imaginar las vidas de aquellos personajes que me atraían, como cierta princesa enlutada con trenzas rubias y algo amargo en la boca. «No sale usted de la literatura, no sabe salir de ella.»