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Escribí una carta a mi padre diciéndole que pensaba invitar a unos amigos a pasar el verano conmigo al pazo miñoto, y que, si él no iba a estar en Villavieja, que me dejase el coche con el chófer para hacer el viaje a Portugal. También escribí a Sotero proponiéndole que me acompañase todo el tiempo que le fuera posible y, finalmente, invité a Benito. Éste me hizo algunas preguntas, quizá desconfiadas, pero cuando le hablé de la biblioteca y de lo que podría encontrar en ella, pareció más animado. Por fin las cosas se arreglaron, y a mediados de junio, después de unos exámenes de resultado mediocre, tomamos el tren Benito y yo, y, en Villavieja, esperamos a Sotero. Fue cosa de tres o cuatro días, los suficientes para ir revelando a Benito, poco a poco, lo que había sido mi mundo, lo que lo era todavía. A Benito le gustó mi casa, le gustó la ciudad vieja. Las recorrió, la una y la otra, de día y de noche, conmigo y sin mí. No puedo saber si su sensibilidad era superior a la mía, pero sí que expresaba sus emociones mejor que yo, y, así, lo que yo resolvía en admiración muda, en contemplación silenciosa, lo acompañaba él de comentarios atinados, ideas que jamás se me habían ocurrido, pero que respondían a la realidad, e incluso modos de ver igualmente originales, o que al menos a mí me lo parecían. Mis amigos los estudiantes, aquellos con los que durante las vacaciones había pasado horas de charla, le decepcionaron, y, a ellos, Benito no les fue simpático. La estancia en Villavieja duró poco: un mediodía apareció Sotero, cargado de dos grandes maletas («En una traigo los libros, como puedes suponer»), y a la mañana siguiente el coche de mi padre nos llevó a Portugal. Sotero se apeó indiferente; y fue en seguida a saludar a mi maestro y a la miss; a ella en inglés, por supuesto, en un inglés del que estaba muy seguro. Benito quedó más que sorprendido, deslumbrado. «Pero ¿todo esto es tuyo? ¡Si parece un castillo!» Tuve que explicarle que las almenas no pasaban de elementos decorativos, que las había por todas partes, hasta en la iglesia, y que no creía que las torres hubieran servido nunca para defenderse de nadie, ni siquiera de las gavillas de ladrones, sino sólo como ostentación y orgullo. En cuanto a la arquitectura, Sotero se encargó de mostrarle lo que realmente quedaba de la Edad Media, un par de paredes; lo que se había aumentado en el siglo XVII y lo añadido después. Yo me quedé bastante asombrado de esta erudición arqueológica de Sotero, pero no fue más que el principio de una serie casi interminable de admiraciones. ¡Lo que había aprendido aquel muchacho desde nuestra última entrevista! ¡Y con qué ahínco se dedicaba al trabajo! Todavía en Villavieja, me había rogado que le destinase a una habitación donde pudiese estar solo, porque solía trabajar de noche y porque la compañía de un desconocido como Benito podía perturbarle. Le dieron toda una torre con sus tres plantas, la más próxima a la biblioteca, y la mesa más grande que se pudo encontrar para que le cupiesen todos los trebejos, entre ellos una máquina de escribir portátil que también traía consigo. Sólo nos reuníamos a las horas de comer, y éstas le bastaban para apabullarnos. Fue una sorpresa para mí, lo reconozco, su declaración de que pertenecía al partido comunista clandestino, y que estaba en período de asimilación del pensamiento marxista, que pensaba aplicar a sus estudios históricos. Esto del marxismo le sirvió para quitar todo valor a nuestras aspiraciones literarias. «Todo eso de que habláis no es más que un producto de ideologías burguesas. La literatura tiene que ponerse al servicio de la revolución proletaria. Es un deber moral, y, en lo sucesivo, será el único criterio de valor. Tenéis que aprender a ver la realidad de otra manera de cómo la veis, y sólo así vuestra literatura será positiva.» ¡Menos mal que no ponía en duda nuestra capacidad, sino sólo nuestra orientación! Pero a Benito no dejó de chocarle el conocimiento de la poesía contemporánea mostrado por Sotero. La conocía o, al menos, parecía conocerla mejor que cualquiera de nosotros, y ni siquiera cuando yo cité los nombres aprendidos de don Federico mostró ignorarlos. ¡Dios mío, ya lo sabía todo! Y, lo que era peor, se le notaba, nos lo hacía notar. Benito llegó a sentirse incómodo delante de él, incómodo y, no obstante, fascinado. A Sotero se le habían agrandado los ojos, su palabra parecía más segura, y hablaba con el aplomo del que está en posesión de la verdad. Ahora comprendo que necesitaba deslumbrarnos, más aún, aplastarnos con su presencia; lo necesitaba porque era más bajo que nosotros y quién sabe si por otras inferioridades no tan manifiestas; pero entonces esas sutilezas se me escapaban.

Benito y yo paseábamos por el jardín y explorábamos la biblioteca. Por cierto que su asombro al verla fue enteramente mudo: tardó unos minutos en decir algo, lo más elemental, ¡qué bonito!, o ¡qué magnífico! Fue la misma tarde de nuestra llegada; el sol ya débil, entraba por las ventanas entornadas, y el tono general de la atmósfera era dorado, como un polvillo difuso, más oscuro o más claro. Los libros alineados mostraban el oro de sus lomos, y, algunos muebles, su oro viejo, caído en algunos lugares donde quedaban al aire pequeñas manchas rojizas. De todos modos, lo más llamativo fue la esfera armilar, instalada siempre en medio de la sala. Benito no se cansó de darle vueltas, de acariciarla. Lo mismo hizo con otros objetos hermosos que por allí había: colecciones de mariposas exóticas en sus vitrinas y series de grabados marítimos o de escenas coloniales. Le llamó la atención una en la que aparecían todos los reyes de Portugal, a partir de Alonso Enríquez, en la que se incluían los tres Felipes españoles. Sin embargo, la mayor emoción de Benito fue la contemplación del estuario del Miño, que le mostré desde una ventana. Caía la tarde, y la mar parecía de oro y sangre. «Lo que no me explico -me dijo- es cómo, pudiendo vivir aquí todo el año, entre tanta belleza, te metes en un hotel de Madrid. Aquí se puede hacer poesía mejor que en cualquier parte.» Sí, efectivamente: se podía hacer poesía del paisaje y, si acaso, de las piedras, pero no de la vida. «Es muy posible que, cuando conozca mejor el mundo, me encierre aquí para siempre. Es muy posible, pero en conocer el mundo se tardan muchos años, y yo apenas si he comenzado.» Pero la clase de poesía que Benito intentaba crear no necesitaba del conocimiento de la vida. Se inspiraba, sobre todo, en los libros.

Paseábamos por el jardín. En las umbrías frescas, hablábamos de nuestras aspiraciones, tan semejantes, aunque parecieran diferentes. Íbamos a la ribera, y alguna vez lo llevé en bote: no sabía nadar y aquellas navegaciones tan modestas le daban miedo. También recorrimos los pueblos vecinos y alguna vez nos quedamos a comer en alguna tabernita donde daban buen pescado: en tales ocasiones, Sotero, que jamás nos acompañaba, se hacía servir el almuerzo en su cuarto de trabajo. La miss me dijo confidencialmente que Sotero bebía bastante coñac, pero que jamás lo había visto ni siquiera mareado. Benito, en cambio, a las tres copas de vinho verde ya no aguantaba más. Hicimos alguna amistad femenina, fuimos a fiestas y bailes, nos invitaron a algún pazo de los contornos: gentes que habían conocido a mi familia. En esos casos nos enviaban un coche de caballos, muy suntuoso, jamás un automóvil. Benito se fue acostumbrando al portugués, y en los últimos tiempos ya lo entendía, aunque no se atreviera a decir más que «Obrigado». Pero no le cabía en la cabeza la supervivencia de formas de vida arcaicas, casi medievales, con aquellas diferencias, tan visibles, entre los ricos y los pobres. No dejó de hablar de injusticias, y yo estuve de acuerdo con él, pero no fui capaz de explicarle las razones por las que aquel rincón del mundo vivía al margen de la Historia. Otro de sus descubrimientos, quizá el más sorprendente, fue que a mí todo el mundo me llamase Ademar de Alemcastre, y no Filomeno Freijomil, y que, cobijado por aquel nombre, yo me portase con más soltura. Como ya empezaba a hablarse de la personalidad múltiple, y ese tema aparecía en novelas y comedias, llegó a preguntarme si yo tenía una doble personalidad. Le expliqué mi situación como pude: en todo caso yo vivía en parte como hombre moderno, en parte como superviviente retrasado. Las señoritas que nos presentaron no eran anticuadas, sino remilgadas: pasaban el invierno en Lisboa, todas hablaban francés y muchas habían viajado por Europa; en cierto modo les pasaba lo que a mí, aunque con un nombre único. Me creí obligado a dar una comida en mi casa, los invité a todos; el maestro y la miss echaron la casa por la ventana, y me descubrieron que era propietario de vajillas inglesas y de cubiertos de plata antigua. La mesa, para veinte personas, relucía esplendorosamente. Sotero se negó a asistir, aunque apareció a la hora del café y se sentó con todos. Acabó siendo el centro de atención, pero esto no fue lo que sorprendió a Benito, que ya estaba acostumbrado, sino el hecho de que aquellos señores rurales fuesen personas de cultura moderna, al tanto de lo que pasaba por el mundo. Hubo momentos en que Sotero no estuvo a la altura de las circunstancias: uno de aquellos invitados manifestaba saber más de política internacional y de cuestiones sociales que él, cuya información, aunque amplia, se limitaba a lo que decían los periódicos. Su contrincante vivía habitualmente en Londres y estaba al cabo de la calle. Recordando a don Federico, yo aproveché un silencio para preguntar si esperaba que los años inmediatos fuesen de verdad conflictivos. «Lo son ya los que estamos viviendo, aunque todos los países hagan cuanto está de su mano para retrasar el conflicto. ¿Qué se hace, si no, en todas esas reuniones internacionales de las que se habla cada día? Poner parches a la situación. Pero en cualquier momento reventarán los parches.» Fue la ocasión que aprovechó Sotero para hablar de Rusia y del triunfo inminente de la revolución proletaria. «No tan inminente, caballero -le dijo el portugués- Hay fuerzas muy poderosas en el mundo que se oponen al comunismo y que procurarán destruirlo, o, al menos, limitar sus efectos.» «Pero esas fuerzas -dijo Sotero- no tienen otra salida que la guerra, y, aunque la ganen, no podrán evitar la revolución en sus propios países. Es una ley de la Historia.» El portugués sonrió: «Yo no sé si la Historia se mueve o no conforme a sus propias leyes, que deben de ser muchas, por cuanto cada filósofo sólo enumera unas cuantas. Pero pienso que, aunque debe ser difícil evitarlas cuando se desconocen, no lo es cuando están ahí, enunciadas y analizadas. Les pasa como a las enfermedades, que, en cuanto aparecen, se les busca la vacuna. Los principios básicos del marxismo los conoce todo el mundo, y los que se les oponen saben perfectamente contra lo que tienen que luchar. Por lo pronto, en Estados Unidos no hay miseria proletaria, y donde la hay, o se remedia o se oprime a los pobres.» Estuve a punto de preguntarle: «¿Como en nuestra península?», y supongo que a Benito se le habrá ocurrido algo semejante o más concreto aún; pero yo callé por timidez y Benito por discreción. Siguieron discutiendo, sin ponerse de acuerdo Sotero y el portugués, y terminaron cuando, a un recurso de Sotero a la moral, el portugués le respondió que había tantas morales como intereses, unas de ataque, otras de justificación. «Pasa como con la guerra. Todo el mundo ha leído Sin novedad en el frente, y a todo el mundo le ha espeluznado lo que allí se cuenta. ¿Cree usted que esa conciencia que tenemos todos bastará para evitar un conflicto futuro? Los que gobiernan el mundo no se paran en pequeñeces morales que sólo son graves para nosotros.» Ya a solas, Sotero se refirió despectivamente al portugués llamándole fascista.