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Por aquel tiempo se hablaba del crack de la Bolsa de Nueva York: yo no me había enterado a tiempo porque ese día de octubre me encontraba en Villavieja atareado con el orden de mis asuntos, pero al llegar a Madrid y leer los periódicos, iba conociendo las consecuencias, cada vez más amplias e incalculables, de aquella sorpresa. Temí que afectase a mis intereses en Londres, y escribí a don Pedro Pereira, de Lisboa. Me respondió con una carta larga y minuciosa en que me daba cuenta de mi situación actuaclass="underline" las acciones de que era propietario no habían sufrido menoscabo ni parecía que fueran a sufrirlo inmediatamente. De todas maneras, no descartaba la posibilidad de venderlas en un momento favorable y traer el dinero a Portugal, donde todavía quedaba lugar seguro para el dinero. Esto aparte, sus gestiones para enviarme a Londres adelantaban, y, efectivamente, poco tiempo después me escribió diciéndome que se me esperaba en el banco londinense, y que debería incorporarme pasadas las vacaciones de Navidad: tendría a mi cargo la correspondencia con Portugal y otras tareas menos importantes, por unas pocas libras, suficientes, sin embargo, para vivir; pero podía disponer en Londres del mismo dinero que me enviaba ahora, es decir, lo bastante para llevar una vida holgada y permitirme algunos lujos. Que no me preocupase del alojamiento, que llevase cierta clase de ropa, y otras recomendaciones oportunas. Preparé, pues, mi marcha de Madrid, un almuerzo con Benito y una cena en un restaurante de lujo con don Justo. Marché a Villavieja; allí pasé la Navidad, solitario como el año anterior, pero mucho más melancólico, en el comedor enorme, puesto de lujo para un solo comensal silencioso. Había escrito a Sotero una carta invitándole unos días, y me respondió disculpándose con su mucho trabajo, que ya empezaba a abrumarle, pero al que tenía que hacer frente necesariamente. Pues con este ánimo me fui a Lisboa, donde debería embarcarme en un paquebote de la Mala Real. Don Pedro Pereira me acompañó hasta el barco, me dio toda clase de consejos e instrucciones, se enteró con detalle de la ropa que llevaba, del dinero de bolsillo… Me proveyó de las cartas pertinentes. En fin, que nadie salió del puerto de Lisboa más y mejor pertrechado que yo. Sin embargo, cuando el barco se alejaba, me sentí alicaído, no sé si por lo que dejaba atrás, que nada me retenía, o por lo que me esperaba, que no podía adivinar y que me daba cierto miedo.

XII

Llegué a Londres por tren, desde Southampton. Mi primera impresión fue de aturdimiento. Quedé en la acera de la estación Victoria, las maletas a un lado y una lluvia fina en el aire. Me sentía más perdido que otras veces, y más me perdí cuando, al llamar a un cochero de los que esperaban en la fila, no logré hacerme entender de él, ni tampoco entenderlo. Como si hablásemos dos idiomas distintos de los que coincidía el pronombre I. Acabé por escribir en un papel la dirección de mi alojamiento, y así logré salir del primer atolladero. La casa tenía buen aspecto, aunque no lujosa, y la señora que me recibió parecía amable y, en cierto modo, protectora: me entendí con ella mejor que con el auriga, aunque no perfectamente. La habitación que me había destinado fue de mi agrado (tuve que pagarla en aquel mismo momento). Como fuera llovía, como no tenía nada que hacer, ni ganas de hacer nada, me tumbé en la cama y me entretuve viendo las llamas azuladas del carbón que se quemaba en la chimenea. Quedé dormido, y dormí hasta que la patrona vino a golpear la puerta de mi cuarto y a advertirme de que, si no me apresuraba, quedaría sin cenar, porque los restaurantes cerraban a tal hora. Me eché el impermeable y busqué en una calle próxima el lugar que ella me había recomendado. Había mucha gente, nadie hablaba con nadie. Cené, igual que los demás, solo y en silencio. No podía adivinar, en aquel momento, que el silencio y la soledad me acompañarían inexorablemente durante casi todo el tiempo de mi permanencia en Londres. Ni siquiera la patrona, a pesar de su amabilidad y de la ayuda que indudablemente me prestó en ciertas cuestiones prácticas, pasó de ahí. Al entrar en casa veía de refilón un cuarto de estar de apariencia confortable, con una chimenea de leña, no de carbón como la mía. En alguna ocasión había gente sentada, nunca más de dos. Mistress Radcliffe, que así se llamaba ella, jamás me invitó a hacer vida de familia; respetaba mi libertad, pero momentos hubo en que yo hubiera agradecido que no la respetase tanto.

Don Pedro Pereira, entre sus muchas recomendaciones, había incluido un informe completo acerca de las costumbres inglesas, entre ellas los modos de vestir, y sus consejos los había resumido en una frase: «Vista bien, pero sin llamar la atención.» Escogí, por tanto, un traje discreto, y gasté bastante tiempo en la elección de corbata, que fue severa y en armonía con el traje. De lo exterior no tenía que preocuparme, porque llovía y resolví cualquier duda posible con un impermeable y un paraguas. Había tenido la precaución de abrigarme por dentro, e hice bien, porque en la calle hacía frío. Tomé un taxi, a pesar de que mistress Radcliffe me había aconsejado un itinerario que incluía metro y dos autobuses, pero no me consideré capaz de seguirlo. Llevaba conmigo una carta para mister Ramsay, que debía de ser alguien importante en el banco. Cuando me hallé a las puertas, de una solemnidad que ahora puedo calificar de victoriana, dudé unos instantes, los que tardé en darme cuenta de que cualquier duda era una estupidez, y de que mi destino me esperaba más allá de la puerta. Así que entré. Me pasaron a una antesala. Mister Ramsay me recibió, por fin: nada más que saludarle, me di cuenta de que también hablaba otra lengua, ni la del auriga, ni la de mistress Radcliffe, ni la del restaurante donde había cenado. Era un caballero alto y delgado, de cara caballuna, vestido de un príncipe de gales gris: me pareció elegante y displicente. Me retuvo a su lado poco más de tres minutos, porque alguien vino y me llevó a la presencia de mister Moore, que sería mi jefe. Mister Moore, que tampoco hablaba como mister Ramsay, tuvo a bien sonreírme, y decirme después algo que interpreté como un «Venga conmigo», o «Sígame», puesto que se había levantado y se dirigía a la puerta. Bajamos hasta unos despachos instalados en el sótano, y me empujó suavemente hacia el interior de uno de ellos; un cuarto pequeño, con tres pupitres y tres asientos altos. Había también una percha de la que colgaban dos hongos, dos paraguas y dos impermeables, y una estufa encendida. Dos sujetos trabajaban allí, cada uno delante de su pupitre, dándose las espaldas, y no se movieron hasta que mister Moore los llamó: «Caballeros…» Me los presentó como mister Pitt, encargado de la correspondencia de los países escandinavos, y mister Smithson, que llevaba la de Francia e Italia. Me enteró mister Moore de que a mí me correspondían las cartas en español y portugués, me deseó la bienvenida y se fue. Mis compañeros habían vuelto a su trabajo, silenciosos, casi mecánicos. No se parecían en casi nada, salvo en el tamaño de las cabezas, una rubia, la otra casi morena, y en la figura espigada. Los dos vestían de azul marino, chaquetas cruzadas, y corbatas de tonos rojizos. Aquella mañana no pude descubrir qué inglés hablaban, si inteligible o no. A las once trajeron unas tazas de té con una gota de leche, que tomamos en silencio. Encima de mi pupitre no había ningún trabajo, sino un ejemplar del Times, que intenté leer, que leí con cierto éxito. ¡Menos mal! Por lo menos el inglés escrito no parecía tan misterioso como el hablado. Como los otros fumaban, fumé también. En alguna parte remota sonó un timbre insistente, y mister Smithson se dignó advertirme de que era la hora del lunch, y de que disponía de cuarenta y cinco minutos. Mister Pitt, algo más amable, me aconsejó un restaurante a la vuelta de la esquina, pero no me dijo: «Venga conmigo» o «con nosotros». Salieron juntos, aunque sin hablar, y después los vi comiendo silenciosos en el restaurante que me habían recomendado. Cuando regresé al despacho, hallé sobre mi mesa un montón de cartas, cada una con una indicación al margen, que tenía que despachar. Lo hice con bastante rapidez. Alguien vino a recogerlas. Poco después entró mister Moore, se acercó a mí, y me felicitó secamente por mi eficacia. Esto me tranquilizó bastante, de modo que regresé a casa más que animado, animoso. Se me debía de notar, porque mistress Radcliffe me preguntó si venía contento. Le respondí que sí. Fui a cenar al mismo sitio que el día anterior, y mientras cenaba, pensé en la cuestión del taxi. Probablemente no sería bien visto que un empleado de banco llegase en taxi todos los días a la City. Si yo lo hacía, además de gastar mucho dinero, tarde o temprano recibiría una advertencia o una discreta reprimenda, algo así como «No haga usted patente su superioridad sobre sus compañeros». Decidí ensayar aquella tarde el itinerario aconsejado por mi patrona, y de acuerdo con sus instrucciones (me había diseñado un plano), llegué a la boca del metro, descendí infinitas escaleras, embarqué en un tren, salí a la superficie lluviosa de Londres, tomé dos autobuses y me hallé ante la portada gris (marmórea) de mi banco. Me sentí tan contento, que para regresar tomé un cab (sabía lo que era un cab por las novelas policiacas) que me dejó frente a mi casa. Durante el trayecto fui observando imágenes fugaces de una ciudad que, de momento, parecía impenetrable. Era temprano. Me entretuve en ordenar mis menesteres, en colocar los libros en un anaquel que mistress Radcliffe había previsto, y me acosté temprano. Y así empezó una rutina de la que no salí hasta un par de semanas después, cuando a fuerza de leer diarios pude enterarme de que todos los días se representaban comedias, de que había museos y conciertos, y hasta de ciertos lugares de diversión. Empecé por los teatros, y descubrí con placer que aquel inglés de la escena lo entendía, como después el del cine, que ya era hablado, pero en el cine no se veían más que comedias musicales americanas, bastante sosas, en tanto que el teatro me ofrecía espectáculos fascinantes. Sólo al fin de la tercera semana aproveché la mañana del sábado para visitar el Museo Británico, al que volví al día siguiente. En el museo me hallé ante multitud de mundos muertos de los que ignoraba todo. Compré libros, leí. Y en eso, en el teatro, en los museos, en la lectura, y en algún concierto se consumía el tiempo de un ciudadano solitario que se esforzaba en escuchar la lengua que se hablaba a su alrededor para no sentirse absolutamente solo. Pero la soledad, que en un principio aguanté con bastante paciencia, empezó a dolerme. Salía a la calle con verdaderos deseos de hablar con alguien, sobre todo con alguna muchacha, aunque sólo fuera del tiempo y de las noticias de prensa. Las costumbres inglesas hacían inútil cualquier esperanza: todo el mundo, no sólo mistress Radcliffe, respetaba mi aislamiento. Y por mucho que la lectura me ayudase a llenar las horas, llegaban momentos de desesperación. Pensé en las prostitutas: éstas, al menos, por unos dineros, me responderían, pero carecía de información acerca de ese mundo, hasta que descubrí el barrio donde se agrupaban los latinos, restaurantes italianos donde la gente hablaba en voz alta y no se requería presentación para relacionarse con la gente. Pero yo ignoraba el italiano. Una noche, después de cenar, me encontré sin pensarlo en Picadilly Circus, rodeado de pornografía impresa a todo color y de mujeres más o menos accesibles. Mi primera intención fue la de abordar a alguna de ellas, a la que me gustase más, pero pensé que, en mi situación, bastaría con que cualquiera de ellas me tratase con amabilidad para sentirme devoto, acaso enamorado. Además me detenían otra clase de temores. De todas maneras hallé una italiana agradable, con la que traté varias veces durante el tiempo de mi estancia en Londres. Era una mujer de buena presencia, charlatana, vacía de cascos, muy interesada. Estas cualidades estorbaron cualquier clase de relación sentimental. Afortunadamente. Se llamaba Bettina, cobraba su trabajo antes de hacerlo, y la segunda o tercera vez que estuvimos juntos, me preguntó si iba a misa, y por qué no iba. Era muy religiosa. De Bettina aprendí un nutrido repertorio de procacidades en lengua napolitana. Me matriculé en unos cursos de inglés en la Universidad de Londres, a los que asistía toda clase de alumnos, varones y hembras, pero ninguno de ellos, ni de ellas, me atrajo lo suficiente como para intentar una comunicación que fuese más allá de lo indispensable entre condiscípulos. Sin embargo, algún tiempo después de haber empezado aquel curso, tuve ocasión de charlar con un estudiante rumano, algo mayor que yo, de nombre Cirilo. Nos entendíamos en francés mejor que en inglés. Aquel sujeto estaba al tanto de la literatura contemporánea, aunque sus estudios fuesen de antropología. No llegamos a intimar, pero sí cenamos juntos algunas veces. En su compañía conocí lugares nuevos, entre ellos las librerías de viejo, de las que me hice cliente. Navegaba desorientado entre tanto libro, compré algunos clásicos de los que tenía noticia, y bastantes novelas y poemas de autores que Cirilo me había elogiado. Cirilo fue el responsable de mi descubrimiento del humor inglés, por el que me entusiasmé, hasta el punto de escribir imitando a unos y a otros. Los resultados fueron deplorables, en Madrid hubiera dicho lamentables, pero no me desanimé.