Una mañana me llamó mister Moore a su despacho, y me dijo que, a partir de aquella semana, tendría que redactar para don Pedro Pereira, de Lisboa, informes sobre ciertas cuestiones de finanzas, para lo cual ponía a mi disposición un sector de los papeles del banco, y me recomendaba la lectura de tales diarios y revistas. En un principio, aquello fue como penetrar en un mundo todavía más ininteligible que el habitual, que intenté explorar y en el que me perdí; como que acabé confesando a mister Moore que no me sentía capaz de acometer aquel nuevo trabajo; pero él me remitió a otro empleado, un economista joven, procedente de Cambridge (según me dijo a los pocos minutos de conocerlo), que en unas cuantas mañanas inició mi orientación. «Ahora podrá usted gobernarse solo, pero, en cualquier caso, estoy aquí.» Tengo que reconocer que toda aquella gente, por muy fría y distante que fuera, sabía trabajar y lo hacía a conciencia, aunque sin darle importancia; al menos en apariencia. Fue ésta una lección de la que tomé buena nota. Me dijo el economista, después de considerar suficiente mi información, que leyera tales y tales libros. Lo hice, y el salto de la literatura a la economía teórica fue íntimamente espectacular; ¡y eso que no eran más que libros de divulgación! Pronto empecé a navegar en un mar de nombres o siglas, de cifras, de informes escuetos, de previsiones. No sólo era una nueva lengua, sino una nueva sintaxis, donde se usaban las palabras con significados muy precisos, sin ambigüedades, de las que el sentido del humor parecía ausente. No tardé mucho tiempo en concluir que nada había más aburridamente serio que la economía, nada más racional y riguroso. Unas veces se me presentaba como cadena interminable de cifras, y otra con la forma casi geométrica de una red que abarcase el mundo entero, quizá que lo oprimiese, aunque no en todos los lugares con la misma fuerza. En aquel mundo, la única realidad era el dinero, que se movía, crecía o menguaba según sus propias leyes, sin que nada humano interviniera en este ir y venir, crecer y descrecer. Una vez que le dije a mi economista que el paro era un factor humano, él me respondió que, en aquel mundo, el paro no existía sino bajo forma de subsidio, es decir, no hambre y dolor, sino más cifras en el cálculo general. La realidad, según aquel hombre me la describía, era como si el mundo, por debajo de su multiplicidad infinita de acontecimientos, se moviese de acuerdo con un solo y único argumento. También me dio a entender que, por debajo de los gobiernos, o por encima, pero siempre con independencia, el mundo estaba conducido por unas pocas personas, en la City o en Wall Street. «¿Y el crack?», le pregunté. Me respondió que a los norteamericanos les faltaba experiencia, que el mundo les venía grande, y que esta vez se les había escapado el timón. Me aconsejó leer los diarios norteamericanos, si quería conocer con detalle las causas y las consecuencias de aquel acontecimiento que, en su día, me había pasado inadvertido, y que ahora empezaba a considerar como acontecimiento capital en la historia del mundo, un suceso que lo cambia todo. «¿También la poesía?», me preguntó una vez, y hube de reconocer que también la época en que la poesía era puro juego había terminado. Lo que ahora iba leyendo, en inglés como en francés, era hosco y dramático. Y advertía el contraste entre la frialdad lógica, inexorable, de los hechos económicos, con la carga cada vez más emocional de la poesía. Lo que no me impedía hacer todas las noches ejercicios poéticos, hasta dormirme. No digo que todas estas ideas apareciesen claras, y que me permitiesen mucho más que la redacción de unos informes provisionales; pero aunque fuese oscuramente, empecé a entender el mundo más allá de mis narices. Lo curioso, sin embargo, fue que todos estos conocimientos no influían demasiado en mi vida. Más bien nada. Pocas veces pensaba en ello fuera del banco, y no se me ocurría aplicarlo a todo lo que veía en torno a mí, salvo cuando en la calle me encontraba con una manifestación de huelguistas o de parados; me hacían pensar, pero no me despertaban sentimientos de comprensión o de solidaridad. Me daba cuenta de esta insensibilidad (¿contagiada, quizá?), y llegué a tenerme por un bicho raro, con un repertorio sentimental limitado, y, por aquellos días, sin nada a mano en que ejercitarlo, quiero decir, sin una amiga o una amante. Una vez recibí una carta de don Pedro Pereira agradeciéndome la claridad y pulcritud de mis informes. Lo de la claridad y pulcritud me quedó muy grabado: eran definiciones que me hubiera gustado ver aplicadas a otra clase de escritos.