Una mañana, poco después de la carrera, ni mister Pitt, ni mister Smithson comparecieron en la oficina. Me causó una impresión extraña, ver sus perchas vacías, y yo solo ante mi pupitre, sin oír sus respiraciones, ni el rasgueo de sus plumas, ni aquellos grititos misteriosos que daba uno y al que el otro respondía, grititos como aullidos moderados, ignoro si palabras abreviadas o mera nostalgia de la jungla, quién sabe, de algún safari que hubieran hecho: mensajes, ahora en clave, de recuerdos comunes. Hacia las diez de la mañana oí cierto revuelo, y pude advertir el paso y repaso de policías de uniforme por los pasillos del banco. Había interrogatorios, y a mí me llegó la hora de declarar. Me preguntaron si había advertido algo extraño en las relaciones entre mister Pitt y mister Smithson, y respondí que no, que su conducta había sido siempre invariable. Me rogaron que recordase, y mi recuerdo no aportó novedades útiles, al parecer, porque lo único que pude referir fue mi viaje al hipódromo, única vez que había estado con ellos fuera de la oficina. Sí, era cierto que almorzábamos en el mismo restaurante, pero en distintas mesas. Se me ocurrió describir aquellas atenciones, aquellas delicadezas de mister Pitt para mister Smithson, y el que me interrogaba sonrió. Bueno. Poco después supe que mister Pitt había asesinado a mister Smithson y se había suicidado quizá inmediatamente. Se suponía que el drama había acontecido la medianoche del día anterior: los cuerpos muertos, desnudos en la misma cama, los había descubierto la señora que venía a hacer la limpieza. ¡Ah! ¿Es que vivían en la misma casa? El compañero a quien hice la pregunta también sonrió. «¿No sabía usted que eran marido y mujer? En el banco lo sabíamos todos.» Me avergoncé de mi escasa perspicacia.
A la mañana siguiente, mis difuntos compañeros de oficina venían fotografiados en varios periódicos. En algunos, únicamente sus retratos. En otros, los cuerpos muertos tal y como los habían encontrado. Las informaciones no añadían gran cosa. Un crimen pasional, a juzgar por los detalles. Ninguno de los narradores mostraba la menor simpatía hacia la pareja: más bien desprecio, como si en lugar de un crimen hubieran cometido una incorrección.
Yo anduve perplejo y casi obsesionado durante un tiempo, y no por el crimen en sí, que no llegó a alterarme más allá de lo normal, sino por lo que había en él de inesperado y súbito, al menos para mí. Se me vino a las mientes el recuerdo de mi sorpresa cuando, poco tiempo atrás, me había enterado una mañana de que a España ya no la representaba Alfonso XIII, sino Alcalá-Zamora. Los hechos no se parecían en nada, más coincidían en lo sorprendente, y en que los conocía como hechos aislados, sin unas causas, sin unas previsiones, como algo que cae del cielo. Y, sin embargo, el uno era la consecuencia de una historia privada; el otro, de una historia pública. Yo ignoraba ambas historias, y eso me impedía comprender el fondo de los hechos. A la mayor parte de lo que sabía del mundo le sucedía lo mismo: hechos aislados, súbitos, incomprensibles e indiferentes. Ni siquiera lo que iba sabiendo de las finanzas me permitía interpretar en su verdadera realidad tal suceso de Shangai, de Buenos Aires o de Hamburgo. La verdad es que todo lo que nos rodea es incomprensible; son infinitas cimas de iceberg, quién sabe si de un iceberg único e infinito. Andamos entre esas cimas, que a veces hieren, sin cuidarnos lo que hay debajo porque no nos interesa. Pero un día mister Pitt asesina a mister Smithson, un verdadero episodio en la vida de Londres del que a uno le gustaría saber más.
El alboroto promovido en el banco, y si digo alboroto es por no hallar palabra mejor para designar lo que en realidad no pasó de suave oleaje, se olvidó pronto. Mi vida continuó regular y correcta, quiero decir, monótona: teatro, libros, alguna visita a la puta napolitana, siempre preocupada por mi vida religiosa. «Te vas a condenar, se te va a meter el demonio en el cuerpo», sin otra novedad que el encargo que se me hizo de la correspondencia en francés, mientras no aparecían sustitutos idóneos de los amantes muertos. Llegó primero mister Carr, un caballero gris que tomó a su cargo las cartas de Escandinavia, y, poco después, monsieur Paquin, un muchacho francés que estaba más o menos en mi misma situación y que, aunque permaneciese en silencio durante el trabajo, charlaba a la hora del lunch y a cualquier otra hora; desde el primer día, se invitó a acompañarme en la mesa, donde se despachaba a su gusto. Venía de Marsella, hablaba un francés meridional, muy fácil de entender y muy correcto, que me sirvió para desentumecer el mío, oxidado ya. Parecía perito en asuntos de comercio y de finanzas, y totalmente indiferente a la literatura. En cambio, se mostraba interesado por las cuestiones sociales, y estaba perfectamente informado de todas las revoluciones del mundo, las en marcha, las previstas, las fracasadas. Incluida la española en la segunda categoría; según él, en mi país no tardaría mucho en implantarse un régimen socialista radical, próximo al comunismo. Pero él no comulgaba con ninguna clase de radicalismo: era uno de esos tipos sin problemas, conservador por temperamento y por convicción, aunque curioso. Fue él quien me llevó al antro (y si le llamo así es porque se trataba de un sótano bastante oscuro, pero en modo alguno siniestro) en el que se reunían gentes de muy distinto pelaje a escuchar las lecciones de un maestro eslavo, propagandista del anarquismo más extremo: un hombre de muy buena facha, noble de cabeza y de ademanes, sosegado en el hablar, todo lo contrario de lo que generalmente se espera de una persona que predica la destrucción de la sociedad por sus cimientos, operación indispensable para la creación de un mundo nuevo, sacado probablemente de la nada. Tenía una voz viril y acariciante, una verdadera voz de barítono, lo más fascinante de sus muchos atractivos; pero no lo era mucho menos la claridad con que exponía sus ideas y su contundente trabazón lógica. Monsieur Paquin, acorazado en sus convicciones, tomaba notas. Yo, sin convicciones en que atrincherarme, me dejaba seducir, no tanto por las ideas, como por el arte con que las exponía. Admitía en mi corazón aquel mundo de justicia, de paz y de belleza que el maestro describía con palabras tan precisas como si lo hubiera conocido: yo no sabía entonces que inventar es un modo de conocer. Lo admitía todo a condición de que mi pazo miñoto lo dejasen para mí; a lo demás no me importaba renunciar. Lo escuchaba con el mismo éxtasis que a los actores que representaban a Shakespeare, y llegó a parecerme un gran actor que tuviera a su cargo un gran papel. Jamás dudé, sin embargo, de su sinceridad. Por lo que supe, su conducta concordaba con sus ideas. Vivía pobremente de los donativos que dejaban sus oyentes, nunca más de un chelín, y aunque en su auditorio abundasen mujeres bonitas de las que sin duda hubiera podido aprovecharse, tenía reputación de casto. Monsieur Paquin no asistió mucho tiempo a aquellas conferencias; yo fui más fiel al maestro; las alterné con el teatro.