Y así llegó el verano. Me correspondía una quincena de vacaciones. La aproveché para viajar a España, un viaje rápido con estaciones en Madrid, Lisboa, Villavieja del Oro y el pazo miñoto, en el que sólo pude permanecer dos días. En Lisboa, el señor Pereira se mostró muy contento de mis avances en el conocimiento de las finanzas universales. En el pazo no pude evitar el recuerdo de Belinha y unas horas de melancolía. De Belinha se tenían noticias; vivía contenta, le había nacido un hijo y, de vez en cuando, le acometían soidades. La sorpresa mayor fue en Madrid. Busqué a Benito y no me fue difícil encontrarlo. Lo encontré muy bien trajeado, y algo más grueso. Ya no fumaba. Tenía novia formal, estudiaba derecho con ahínco con vistas a unas oposiciones, y parecía olvidado de la poesía. Fuimos a comer los tres, un almuerzo seguido de una larga sobremesa. Al principio, era yo quien hablaba, pero pronto me hizo preguntas, cada vez más concretas, como si una curiosidad enterrada hallase ahora ocasión de aflorar. ¿Cómo era el teatro en Inglaterra? ¿Cómo era Shakespeare? Y de poesía ¿cómo andaba? Mis respuestas desasosegaban a Beatriz, la novia; la desasosegaban como si encerrasen un peligro. «Y de poesía, ¿qué?» «Escribo versos todas las noches, versos perfectos. Puedo decir en verso lo que quiera, pero no tengo nada que decir.» Aunque esta confesión bastara para rebajarme, Benito se empequeñecía; le hablaba de gente que no había oído nombrar, o cuya reputación le había llegado, aunque sin los textos. «¡Mucho adelantaste en un solo año!», dijo una vez, con un remoto resentimiento, con un resentimiento del que probablemente no se diese cuenta, algo así como lo que debe de sentir el que abandonó un campeonato ante el que lo ha ganado, y que Beatriz, más espabilada que él, procuraba diluir con caricias furtivas, con miradas de amor, con discretas advertencias dichas con voz prometedora. Saqué la conclusión de que Benito había hallado la felicidad correcta y permitida a costa de su libertad, y quién sabe si a la renuncia de su destino; una felicidad y una libertad relativas, por supuesto, que yo no llegué a envidiarle, porque Beatriz, aunque bonita y llena probablemente de excelentes cualidades, no acababa de gustarme. ¿Se daría cuenta Benito de que ella le gobernaba, le dominaba, le trazaba el camino que a ella le apetecía, una carrera honorable, un puesto en la sociedad seguramente más con esperanzas que con realidades? Me sentía entristecido. Me hubiera gustado encontrar a Benito hecho todo un poeta, con versos publicados y una reputación incipiente, aunque sólidamente establecida, amigo de éste y de aquél, en fin, lo que él había esperado y deseado de sí mismo nada más que dos años antes. No se me ocurrió pensar que había hallado unos cimientos para construir su vida sobre ellos, unos cimientos, por supuesto, que no eran de mi agrado y que yo habría rechazado, de ofrecérseme. Pero yo, aunque no lo pareciera, andaba a la deriva, sin nada firme en que echar anclas, yo creo que sin deseos de echarlas. Pero estas ideas se me iban pronto de la cabeza, sin llegarme al corazón. Pensar sobre mí mismo me daba cierta pereza.
Regresé a la rutina londinense. Quedaban unos restos de verano que me permitieron pasear por los parques públicos y compartir con toda clase de gente aquel sol casi sin fuerza que, sin embargo, sacaba al césped hermosos brillos y embellecía los árboles al atardecer, cuando perdían el color y la forma, cuando los diluían las sombras. Creo que en aquellos días que tardó en aparecer el otoño reviví mi vieja relación con los árboles y gocé del limitado espejo de los estanques, tan limpios y tan cuidados, en los que echaba de menos los grandes nenúfares del pazo miñoto. Es curioso cómo se descubre a veces, en el recuerdo, la belleza de las cosas que no están, y por las que uno pasó con supuesta indiferencia. Yo había contemplado muchas veces las albercas del pazo, sus flores y sus peces, y nunca me había parado a pensar que eran bellos, pero seguramente los vivía como tales, pues como tales los recordaba.
En uno de aquellos parques, una de las tardes últimas, trabé relación con un sujeto curioso: era un hombre más que maduro, muy erguido, muy bien vestido, con aire de militar retirado o cosa así. Tenía una faz abierta, colorada y mostachuda, muy expresiva, y no vacilaba en sonreír al mirarme. Solíamos coincidir en bancos próximos. Yo leía algún libro; él, o un periódico, o una revista que se me antojaba el Punch. Se le notaba el deseo de charlar conmigo, acaso de saber quién era yo, o de que yo me interesase por él, y aunque toda la tradición británica lo estorbase, halló el modo de entrar en conversación conmigo mediante un ardid ingenuo. Una de aquellas tardes trajo consigo una pelota de las que sirven a los ingleses para sus juegos, no sé si de tenis: una pelota blanca y dura, que sin darme cuenta hallé a mis pies, detenida por uno de mis zapatos. El caballero se había detenido frente a mí, sonriente, y me pidió permiso para recogerla. Me apresuré a dársela. Sin más pretexto, me dijo más o menos: «Yo no comparto, caballero, ese prejuicio tan inglés que impide hablar a dos personas sin haber sido presentadas. Yo soy el mayor Thompson, V. C, ex miembro del Parlamento. Usted es extranjero, ¿verdad? Latino, evidentemente.» «Soy español y me llamo Filomeno Freijomil.» «¿Cómo dice?» «Freijomil.» Intentó pronunciar mi apellido, pero no acertaba; lo repitió dos o tres veces, cada una peor que la otra. Se lo mostré escrito en la guarda del libro que yo llevaba, y aún lo pronunció peor. Eso le hizo reír. «Los ingleses somos bastante torpes para los idiomas extranjeros, aunque haya de todo. Pero ese nombre suyo es endemoniado.» «Puede usted llamarme Filomeno.» «¡Oh, no, no, todavía no! Llamarle por su nombre de pila es algo a que no me atrevería de ningún modo. Hay normas que un caballero puede transgredir, y yo acabo de hacerlo con una de ellas, pero eso de llamarle por su nombre de pila es imposible, al menos de momento. ¿Me permite que me siente a su lado?» Se sintió autorizado por mi sonrisa, y consiguió sentarse tras una operación muy complicada a que le obligaban su corpulencia y la incipiente torpeza de sus movimientos. Hablaba un inglés refinado, según yo ya podía comprender, y lo hizo sobre sí mismo, sin orden, saltando de la India a las trincheras belgas de la guerra del catorce, de las cargas de caballería a los carros de combate, de las mujeres indias a las chicas de un París en guerra. Hasta aquí todo de acuerdo con lo previsto. El libro que reposaba encima de mi regazo le sirvió para saltar a otro tema de conversación: el socialismo de Bernard Shaw y, sobre todo, su figura. «Los ingleses tenemos necesidad de alguien de quien reírnos, o, al menos, de quien nos haga reír. Es nuestra debilidad, y mister Shaw, por el momento, ocupa el puesto envidiable de nuestro mejor payaso, uno de los mejores, sin duda, que hubo jamás en las Islas. Lo hace con verdadero ingenio, y, además, tiene a su favor el haber escrito alguna comedia bonita. ¿Ha visto usted