Cuando ahora reflexiono sobre los recuerdos de aquellos años, recuerdos cada vez más nítidos y precisos, como si los hubieran restaurado, me doy cuenta de que, entre el mundo y yo, había dos puentes: por el uno me evadía a las cosas y a los ensueños: era el pazo miñoto, con sus intrincaciones; por el otro me relacionaba con las personas. A Belinha le cupo esa función durante muchos años, casi todos los que duró, aunque de distinto modo, según nuestras edades. Me dejaba acostado con el quinqué encendido, en aquel lecho enorme, enorme incluso para dos, en el que podía perderme, por el que podía realizar expediciones a los desiertos remotos y, por supuesto, dormir. Pero lo que realmente me absorbía era el examen de los dibujos tallados en la cabecera, en los arabescos de la colcha. Nunca alcancé a ver mayor cantidad de laberintos, todos distintos, interminables. Fueron muchos los años en que mis ojos, también mis dedos, los recorrieron, y creo no haberlos agotado: en cada uno de ellos vivía una aventura, pero mi imaginación no inventaba aventuras bastantes, de modo que, con frecuencia, la que empezaba en un laberinto acababa en el de al lado. Los había también en los damascos del dosel sostenido por columnas de bronce, pero quedaban altos y eran monótonos, iguales los unos a los otros, repetidos. Cuando Belinha calculaba que me había dormido, entraba y me apagaba la luz, después de dejarme bien arropado, o de comprobar que no sudaba si era verano. Alguna vez, entre sueños, la oí llamarme, no sólo «Meu meninho», sino también «Meu filhinho». El suyo había nacido muerto, y la leche a él destinada me había nutrido a mí.
Belinha me despertaba después de haber abierto las maderas, me llamaba con voz queda y melodiosa, no «¡Filomeno!», sino «¡Ademar, meu meninho!». Yo remoloneaba hasta acabar abriendo los ojos, y era entonces cuando ella se despechugaba y ofrecía al juego de mis manos sus tetas morenas, en las cuales hurgaba con la complacencia sonriente de Belinha, durante un tiempo que yo no sentía pasar, ni tampoco ella, hasta que de repente se asustaba y me decía que mi abuela me estaría esperando para tomar el desayuno. Entonces me bañaba, me vestía y me llevaba en brazos hasta la puerta misma del salón. Allí me dejaba en el suelo, y yo entraba solo y saludaba en inglés. La miss estaba allí, el pedagogo también, y con un mero juego de miradas entre ellos y mi abuela aprobaban o desaprobaban mi comportamiento. El examen de mis uñas y de mis orejas correspondía a la miss, y como a veces Belinha se hubiera descuidado en aquellos miramientos, mi abuela la mandaba llamar y le mostraba las uñas sucias y los oídos encerados. Belinha se avergonzaba, me llevaba con ella, y, llorando, remataba la obra de limpieza y me devolvía al trío, reluciente yo y satisfecha ella. Estoy persuadido de que mi abuela estimaba a la miss, tan correcta y cumplidora de sus obligaciones (si no era por las noches, aunque ¡quién sabe!), pero a Belinha la quería porque Belinha me quería a mí, y sucedía algo así como si mi abuela le hubiera transferido todas sus obligaciones sentimentales. Después del desayuno, el dúo pedagógico me tomaba a su cargo, y aunque mi abuela les hubiera dicho que a un futuro caballero como yo, con que supiera portarse, hablar bien y algo de Historia, le bastaba, ellos ampliaban mis conocimientos cada uno según sus preferencias. Cuando estábamos en Villavieja del Oro, mi padre, que solía hablar con ellos, insistía en preguntarles si creían que yo, de ser alumno de un colegio como otro niño cualquiera, y no mimado de una vieja disparatada, podría ser el primero de clase. La obsesión de mi padre era aquélla, y la padecí cuando, años después, muerta doña Margarida, mi padre me tomó a su cargo (en cierto modo y por criados interpuestos) y me matriculó en el mismo instituto en el que todavía, según él, se le recordaba como alumno sobresaliente. Mi abuela me había dicho mil veces: «Tu obligación en la vida es repetir la figura de tu abuelo Ademar», y la figura de Ademar de Alemcastre había presidido, como meta a la que se me encaminaba, bastantes años de mi vida. La meta, cuando caí bajo la férula de mi padre, no era un hombre concreto, sino una noción relativa: ser el primero de la clase, el primero del curso, el asombro del profesorado; y después, el primero de la ciudad y su asombro. Pero de esto ya hablaré más tarde.
Por aquel tiempo de mi niñez, la gente andaba metida en una guerra de la que yo oía hablar como de tantas cosas que no entendía. Lo curioso fue que la imaginaba como una pelea de mozos de aldeas rivales, al final de la cual los vencedores aturuxaban. Mi pedagogo era partidario de una de las aldeas, y por eso se llamaba a sí mismo germanófilo; la miss apostaba por la aldea contraria y la contienda se dirimía diariamente en mi presencia ante un mapa con unas líneas trazadas por encima con tintas de distintos colores: el rojo era el de la miss; el negro, el del maestro. Y no me explico por qué cada vez que uno de ellos decía que su bando había vencido, no aturuxaba también. A mi abuela, aquello de la guerra le traía de mal humor, no porque fuese partidaria de unos o de otros, sino porque tenía proyectado llevarme a Londres, y mientras duraba la guerra no podíamos ponernos en viaje. Tampoco me explicaba el porqué, aunque oyese decir que ya no se podía navegar sin peligro. ¿Qué era navegar? El maestro me hablaba de los mares, me los enseñaba de lejos, desde una de las torres del pazo: la mar remota, más allá del estuario del Miño, siempre con lluvias o con nieblas que no dejaban ver el horizonte. Pero yo no metí los pies en ella hasta la primera vez que me llevaron a Lisboa. Entonces quedé deslumbrado para siempre, con deseos, no de meterme en un barco, sino de ser el barco mismo. Y lo fui muchas veces. Mientras duró la espera, que fue bastante tiempo. Mi abuela me llevaba con frecuencia a Lisboa, me paseaba por las avenidas, me enseñaba esto y lo otro, y, por una calle que llamaban del Alecrim, cuando subíamos la cuesta, me decía muy seria, como si pudiera ser cierto, que al hacerlo en su juventud su padre, don Ademar, las casas se quitaban los tejados para saludarlo: mucho tardé en comprender el significado de aquella hipérbole, pero entonces ella no vivía ya, y cuando ascendía por la rúa del Alecrim, ninguna casa se quitaba el tejado a mi paso, ni siquiera lo insinuaba: me alegro de que ella ya hubiese muerto, porque le habría disgustado hasta la humillación la indiferencia de las casas lisboetas a mi paso. Me habría dicho quizá: «He pretendido inútilmente que repitieses la figura de mi padre. Estás condenado a ser toda tu vida un vulgar Filomeno Freijomil.» Ella no tuvo ocasión de decirlo, pero sí yo de sentirlo y de pensarlo.
La guerra terminó, por fin, y aunque no aturuxó, a la miss se le notaba que habían ganado los suyos. No se me ocurrió averiguar, si, como consecuencia de la victoria, cerraba a mi maestro las puertas de su cuarto. Tampoco debió de averiguarlo Belinha, porque nada me dijo, aunque no deja de ser posible que lo supiese y lo callase, porque no era chismosa ni tampoco fisgona, salvo en lo que a mí pudiera referirse. Un día mi abuela nos anunció que marchábamos a Londres. No dijo quiénes la acompañaríamos, pero se daba por sentado que yo iría con ella, y Belinha, ante mi temor de dejarme a solas con la vieja durante un tiempo que no sabíamos lo que iba a durar, me consolaba asegurándome que doña Margarida no podía prescindir de ella para ciertos menesteres a los que no estaba acostumbrada ni se acostumbraría nunca, como los de acostarme y despertarme. Supuse que lo decía pensando en que la abuela no tenía tetas para que yo jugase por las mañanas, mientras me espabilaba, pero después descubrí que no se trataba de eso. Resultó finalmente que no sólo Belinha era de la compañía, sino también la miss, y que al maestro le dio unas vacaciones con el sueldo adelantado para que se fuese a su pueblo mientras nosotros estábamos ausentes, y lo hizo sobre todo como cortesía hacia un hombre que en toda ocasión mostraba su inquina contra los ingleses, a causa, al parecer, de un lugar llamado Gibraltar, cuya situación exacta yo ignoraba, por mucho que me lo señalase en los mapas. ¡Allí había nacido la miss, precisamente! Por aquel tiempo yo no había acertado a comprender cómo en aquellos papeles que desplegaba encima de la mesa para indicarme dónde estaba la China, podían haber resumido la tierra entera, que, no sé por qué, había concebido siempre como muy grande; más, bastante más, que la distancia entre Villavieja del Oro y Lisboa, que era, de todos los terrestres, el camino que mejor conocía. De manera que durante dos o tres días se pasaron las tres mujeres liando sus petates y los míos. Debo decir que, con ocasión del último de los viajes a Lisboa, mi abuela me había comprado media docena de trajes, abrigos, impermeables y gorras con cintas de los barcos ingleses: unas gorritas blancas muy divertidas pero que, según Belinha, no me sentaban bien; de modo que, a pesar de gustarme, yo sentía hacia ellas bastante antipatía, y cada vez que me obligaban a ponerme una, corría al espejo a ver si me favorecía o si me transformaba; pero yo no notaba que me hiciese más feo de lo que era, de modo que mi antipatía no tuvo más fundamento que el disgusto de Belinha. Cuando los equipajes estuvieron dispuestos, nos marchamos a Lisboa, una vez más. El maestro nos acompañó mientras pudo, y al despedirse de la miss se emocionó bastante, tanto que mi abuela lo consideró indecoroso, según le oí decir a espaldas de aquella señorita entristecida que lloraba cuando no la veía nadie (yo no era nadie para ella), a pesar de que se iba de viaje a su Inglaterra. Nos embarcamos en un paquebote inglés, inmenso como un pueblo, allá en Lisboa, y al pisar la cubierta, la miss pareció más animada, sobre todo por el hecho de que hablaba el inglés mejor que la abuela, mientras que yo apenas si lo balbucía: de Belinha, ni siquiera acordarse, pues a ella no se le podía sacar de su portugués miñoto, a pesar del mucho tiempo que pasaba con nosotros en Villavieja del Oro, y de que allí tenía amistades. Pero unos en gallego, ella en portugués, más o menos se entendían. Lo que pasó en el barco fue que mi abuela se mareó en cuanto empezamos a navegar; que a la miss le sucedió otro tanto y que los únicos que aguantamos fuimos Belinha y yo, pero Belinha tenía que compartir mi cuidado con el de las mareadas, y aunque a mi abuela le sirviese de buen grado, a la miss lo hacía a regañadientes, y luego venía a contarme, o más bien a pensar en alto en mi presencia, que no entendía cómo el maestro se había enamorado de aquel montón de huesos y de aquella carne rosada, que parecía la de «urna porquinha fomenta». Y toda la belleza de su cara de muñeca era pintura, y mareada y vomitando daba asco. El viaje duró al menos cinco días. Atracamos en un muelle de Londres, después de subir por un río y contemplar unas campiñas verdes con las casas muy arregladas, y alguna que otra vaca por el campo. Londres, desde el barco, me pareció demasiado grande, más que Lisboa, y, no sé por qué, tanto ir y venir de coches, tanto ruido de grúas, tanta carga y descarga, me dieron miedo. Por fortuna, nada más que bajar la pasarela nos esperaba un coche con un cochero demasiado tieso; la miss le dijo algo, y nos llevó a un hotel que no me disgustó, porque me recordaba alguna de las habitaciones del pazo miñoto, si bien los sirvientes fuesen más estirados y vistiesen todos de señoritos, y no de aldeanos, como los criados de mi abuela. A mí me llamaron, desde el primer momento, el «pequeño señor», pero en inglés, the Hule lord, y lady a mi abuela. A la miss la trataban como a una igual, y a Belinha, ni mirarla. Le dieron la misma habitación que a mí, para que no me sintiese solo por las noches, pero, cosa curiosa, durante el viaje, con el ajetreo de atender a ésta y a la otra, habíamos olvidado el rito de los juegos matinales, y allí, en Londres, a pesar de dormir tan cerca ella de mí, no se repitieron, supongo que por olvido, porque si yo los hubiese reclamado ella no se habría negado. Pero imagino que jugar con las tetas de Belinha, lo imagino ahora, se relacionaba con los ambientes del pazo y de la casa de Villavieja, que en aquella habitación tan solemne a la que no acababa de acomodarme, sobre todo por el ruido nocturno, no cuadraba aquel juego; y no es que hubiéramos descubierto el pudor, porque ella, como siempre, me bañaba desnudo cuando me tocaba bañarme.