Éstos fueron los trámites por los que, unos minutos después, tuve en mis manos el reloj que al señor Disraeli, conde de Beaconsfield y primer ministro de la emperatriz Victoria, le había regalado una de sus amantes, una mujer hermosa y fría, de la mejor sangre normanda, cuyo nombre, sin embargo, ignoro.
Al día siguiente, en las reseñas necrológicas, busqué y hallé el nombre de mister Thompson. Le dedicaban elogios personales y profesionales. Resulta que en su juventud había cometido varias heroicidades. ¿Estaría arrepentido de ellas? ¿Las habría olvidado?
XIV
En la necrología del mayor Thompson, leída en varios periódicos, destacada en todos, constaba la dirección de su hermano, el lord a quien se había referido de pasada en nuestra conversación del parque. Después de darle muchas vueltas al propósito, me decidí a escribirle, y lo hice: una carta breve, más o menos así: «He recibido del difunto mayor Thompson, en circunstancias extraordinarias, o al menos no frecuentes, un legado de cuya legitimidad dudo, o, por lo menos, no creo en ella en la medida necesaria para sentirme tranquilo. Me gustaría saber a qué atenerme y nadie mejor que usted para aclarármelo. Le agradecería alguna noticia al respecto.» Firmaba con mi nombre muy claro, y envié el mensaje a un club del que pude saber que era de los más exclusivos y empingorotados del país. La respuesta me llegó unos días más tarde: tantos ya, que había llegado a creer que mi carta no merecía respuesta. Había dado la dirección del banco, y en el banco la recibí. El hermano del mayor Thompson me pedía perdón por el retraso y me daba en su club una cita que incluía almuerzo. Pedí permiso para dejar el trabajo antes de la hora, y cuando respondí a mister Moore a dónde y con quién iba a almorzar, no pareció sorprenderse. Me dio permiso y allá fui. El portero del club se hallaba sin duda advertido: ni siquiera se molestó en examinarme, de lo cual deduje que mi aspecto, cuidado para aquel caso, no llamaba la atención. Me llevaron junto a un caballero anciano, visiblemente más viejo que el mayor, aunque bastante parecido a éclass="underline" sin su expresión bonachona y en ciertos rasgos, rabelesiana, sino seca y melancólica, con mucho de altivez y de distancia: como la de un hombre que ya estuviera en el otro mundo y le molestasen con bagatelas de este. Sin embargo, no puedo quejarme de su acogida: intentó sonreírme y ser amable, y lo fue, a lo que creo, en la medida de sus posibilidades. Me mandó sentar. «Pronto almorzaremos, pero convendría que hablásemos antes», y lo hicimos; mejor dicho, lo hice yo: me limité a relatarle mi encuentro con su hermano, la cena y la llegada a mi casa, al día siguiente, del chófer, con la carta y el reloj. «¿Lleva consigo el papel?» Le respondí entregándoselo. «Evidentemente, la letra no es de mi hermano, menos aún la ortografía, pero sí el estilo. La doy por válida.» Entonces saqué del bolsillo el reloj y lo dejé encima de la mesa que nos separaba. Él no lo recogió, ni apenas lo miró. «Sí, el reloj de Disraeli, lo recuerdo perfectamente.» Esperaba de él que añadiese un «Quédeselo usted» o «Gracias por haberlo devuelto». No lo hizo. Empezó a hablar del mayor, aunque sin referirse a su carrera militar, sino a un matrimonio desgraciado por muerte prematura de la esposa, y por muerte accidental, a los veinte años de edad, del único descendiente. «Estos acontecimientos le afectaron mucho. Tenga usted en cuenta que a los ingleses no se nos permite desahogar el dolor con gritos o con llantos, ni siquiera con voces, como a ustedes los latinos, con grandes voces trágicas. Sí, es cierto que en el teatro de Shakespeare se grita y se vocifera, pero aquel mundo hace siglos que no existe más que en el teatro. Mi hermano no pudo llorar a su mujer ni, años después, a su hijo. Como consecuencia, empezó a portarse de una manera rara. No demasiado, entiéndame, no tanto que llamase la atención, siempre sin salirse de los límites permitidos a un gentleman, lo cual le hemos agradecido sus parientes y amigos, aunque, en nuestra intimidad, llegásemos a lamentarlo.» Me permití interrumpirle para preguntarle si había entendido en su integridad el contenido de la carta escrita y traída por el chófer. «En conjunto, sí, aunque haya un par de frases…» Entonces le referí la operación de atrasar el reloj, y las consecuencias que el mayor sacaba de ella. El lord casi sonrió: «¡Pobre Archibald! Las matemáticas no eran su fuerte. Seguramente se equivocó al contar las vueltas…» Y dio la cuestión por zanjada. Creí que habíamos terminado y que pasaríamos al comedor, pero aquel caballero me hizo algunas preguntas indirectas acerca de mí mismo, a las que respondí con franqueza, pero de una manera limitada, lo discreto a mi juicio.
«Es usted muy modesto, señor. Estoy perfectamente informado de su posición no sólo en el banco en que trabaja, sino en la sociedad, así como de otros muchos detalles. No se me oculta, por ejemplo, que es usted un Lancaster.» Yo creo que enrojecí. «Viejas leyendas, señor, ni más ni menos. ¿Quién puede hacerles ahora caso? ¡Quedan tan lejos los reyes de la Rosa Roja!» «Mucho más lejos me queda cualquier clase de reyes, y aquí estoy. Si usted no fuera un Lancaster, no le había citado en este club, sino en un restaurante más o menos distinguido. Si usted no fuera un Lancaster, recogería este reloj que ha venido a devolverme y que le restituyo porque lo considero su propietario legal. Y no le sorprenda lo que digo. En el tiempo que lleva en Inglaterra, se habrá dado cuenta de algo que a los continentales les cuesta trabajo admitir: que en Inglaterra las clases sociales son una realidad viva e injusta, que este es un país de injusticias, y que en eso radica la fuerza que nos queda. Gracias a Dios, nuestros políticos, incluidos los radicales, han conseguido que el pueblo inglés acepte como naturales, incluso como lógicas, estas diferencias que van de la opulencia a la miseria. Sólo algunos intelectuales las rechazan, pero es por razones estéticas. Es cierto que de vez en cuando hacemos lord a un minero, pero eso forma parte del engaño.» Se puso en pie y requirió un bastón. «Recoja el reloj y vayamos a almorzar. Supongo que le gustará el vino francés, ¿verdad?»
Por ciertas palabras que se le escaparon, por ciertos datos que recogí en el banco y por ciertas conjeturas, acabé convencido de que aquel caballero, antes de recibirme, había investigado a fondo mi situación personal; más a fondo de lo que parecía a primera vista no sólo con preguntas al banco, sino quién sabe si con telegramas a Portugal. De lo contrario, ¿de dónde había sacado la información del Alemcastre, ausente de mis papeles? No sé si me pareció entonces natural y satisfactorio, porque mis relaciones con aquel caballero, cuyo nombre o título he olvidado, empezaron y terminaron el mismo día con un buen almuerzo por medio y una conversación sobre Shakespeare en que todo lo que él dijo ya lo sabía yo, y en la que él sabía, por supuesto, todo lo que yo dije. Una conversación inútil, aunque acompañada de vinos excelentes, y en un lugar que no dejé de observar: menos ostentoso que el club del mayor Thompson, seguramente más antiguo; elegante, sólido en su elegancia, el club del primogénito frente al club del segundón.
Aquella noche tuve entre mis manos largo rato el reloj de Disraeli, no sé si para habituarme a su posesión o para sentirme su propietario. Era una pieza indudablemente hermosa, además de curiosa, y su valor histórico le añadiría atractivos para quien se sintiese de algún modo o en alguna medida, interesado por el famoso político. Su posesión hubiera hecho feliz a más de un conocido mío, de aquellos a quienes la lectura de la vida de Disraeli por Maurois había servido para descubrir y encaminar una vocación o para imaginarla. Algunos de ellos, que después fueron políticos o pretendieron serlo, partieron de aquel deslumbramiento casi adolescente: es un libro que también yo había leído y, aunque me hubiera gustado, que creo recordar que sí, ni me abrió caminos ni me los iluminó. Falto de esta aureola, o insensible yo a semejantes recuerdos, el reloj estaba allí como un objeto hermoso, aunque sin particular significación. Ni aun como si lo hubiera comprado, porque quien compra lo hace en virtud de alguna clase de interés o de deseo. Tampoco mis relaciones con el mayor habían sido tan prolongadas, o tan íntimas y cordiales, que pudiera considerar el reloj como testimonio de amistad. Me pregunto si, en el caso de que me hubiera importado, habría escrito al lord, con el riesgo (o la decisión) de perderlo. Quizá haya sido una pregunta sin respuesta, como otras tantas. Recuerdo que guardé el reloj y me puse a leer un libro.