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Hubo otra novedad, más importante. Una tarde, después de haberse ido el cura, mi padre me llamó a su despacho, que era muy oscuro, con muebles grandes y cortinajes rojos, y un gran Cristo encima de la mesa, un Cristo que yo había visto en el pazo miñoto, cuyo mérito descubrí años después, cuando ya empezaba a entender de esas cosas. Mi padre me mandó sentar y me echó un largo sermón del cual recuerdo dos advertencias principales: la de que, en lo sucesivo, yo me llamaría Filomeno, y nada más; mejor dicho, Filomeno Freijomil Taboada, que era mi verdadero nombre, y nada de señorito Ademar de Alemcastre. La segunda, que todo aquello de los reyes de Inglaterra era una pura invención de mi abuela, que estaba loca, y que los Alemcastre eran una familia que se había enriquecido robando negros en África y vendiéndolos en Brasil. «De modo que todo lo que has heredado de tu abuela está hecho con el sufrimiento y la muerte de seres humanos como nosotros; es dinero sangriento. Tú ahora no lo entiendes, pero algún día lo comprenderás, cuando llegues a la edad apropiada. Lo que tienes de los Taboada es un poco más limpio, pero no demasiado. Cuando sepas de historia lo suficiente, verás que esas riquezas feudales tampoco son muy legítimas. Lo único limpio es lo que tendrás de mí: el nombre preclaro de un hombre que no debe nada a nadie, y unos dineros menores, pero ganados con mi trabajo. Esto no debes olvidarlo nunca. ¡Ah! Como en octubre comenzarás a ir al instituto, para estudiar el bachillerato, debes tener en cuenta que tu obligación es ser siempre el primero de la clase, el que lleve las mejores notas, y que nadie pueda decir que estás por debajo de lo que fue tu padre.» Así es cómo perdí el nombre de Alemcastre y, sobre todo, el de Ademar, y me quedé en Filomeno, ni siquiera señorito Filomeno, que mi padre no toleraba que me llamasen así. Pero Belinha no acataba la orden, y, en secreto, me llamaba «O meu pequeno Ademar». Gracias a ella, el mundo del pazo miñoto, el recuerdo de la abuela, y hasta el de mi maestro y la miss, seguían vivos, y volver junto a ellos era nuestra esperanza secreta. «Ya verás cuando llegue el verano, y vayamos allá…»

Mi verdadera vida como tal Filomeno comenzó en el instituto. Todos los profesores pasaban lista diaria: la pasaron al menos durante cierto tiempo, hasta que nos fueron conociendo y sacaban el nombre por la cara. Allí empecé a ser Freijomil Taboada, en la enumeración, y Freijomil, a secas, cuando algún profesor se dirigía a mí. Debo decir que por ninguna parte hallé el recuerdo de mi padre, ni nadie que me preguntase si era su hijo, probablemente porque lo sabían ya y la pregunta holgaba, y también porque no quedase ya ningún profesor de los de antaño. El primer día de clase me presenté muy peripuesto: Belinha me había vestido pensando en cómo tenía que haber sido, según ella, el primer día de clase de mi bisabuelo. Los demás chicos vestían de manera corriente, todos con boina e impermeable, porque llovía, y, por supuesto, nadie se percató de mi chubasquero inglés. Nada de lo demás que yo llevase puesto les llamó la atención, sino sólo mi embarazo al tratar con ellos, todos desconocidos, charlatanes, ruidosos. «Tú, ¿en dónde juegas?», me preguntó uno, y yo le respondí que en mi casa. Se apartó de mí riendo. «Ése juega en su casa.» Pronto se agruparon por los colegios de procedencia o por alguna otra clase de afinidades que entonces a mí no se me alcanzaba, de modo que en los recreos empecé a quedarme solo: me sentaba y los miraba correr, chillar, alborotar como pájaros. Había unas cuantas niñas que formaban rancho aparte, para las cuales se jugaba, se corría, se alborotaba. Y ellas lo sabían, lo comprendí pronto, y llevaban con seriedad su condición de tribunal efímero. Una vez se me acercó un pequeñajo horriblemente vestido, no por pobreza, sino por mal gusto o deliberada extravagancia. Miraba con grandes ojos vivos y audaces, pero daba la impresión de mirar de arriba abajo, y esa impresión me duró durante el tiempo de nuestras relaciones, que fueron muchos años. Me preguntó si no tenía amigos. Le dije que no. Me preguntó por qué, y yo le respondí que lo ignoraba. «¿Sabes quién soy?» «Sí. Tú eres Montes Ladeira, Sotero, el primero de clase.» Pareció satisfecho. «Si quieres, puedes andar conmigo.» No dijo «jugar», y me chocó. Y empezó a hablarme, de repente, de lo mucho que sabía de geografía, más de lo que creía el mismo profesor. «Porque yo tengo libros, ¿sabes? Tengo libros. ¿Y tú? ¿No tienes libros?» «No. Los de estudio, nada más.» «Y en tu casa, ¿no hay?» «No. No sé. Nunca miré.» «Entonces, ¿qué hay en tu casa?» No supe qué contestarle, porque sillas, y camas, y otra clase de muebles, no eran la respuesta que él buscaba; eso lo adiviné. «Si quieres llegar a algo en el mundo, tienes que leer libros.» Me quedé sin entenderlo. ¿Qué era eso de llegar a algo en el mundo? A mí sólo me habían hablado de ser como mi bisabuelo, aunque también de ser el primero en todas partes, pero aún no lo había intentado porque me daba pereza, o acaso por encontrar suficiente ser el primero en mi casa y en el corazón de Belinha.

El embarazo de mi respuesta le hizo decirme: «Cómo se ve que eres un señorito. No sabes nada de la vida. Pero es igual. Podemos ser amigos. Yo te prestaré libros.» Aquella noche le dije a mi padre que uno de mis profesores me había dicho que necesitaba leer. Mi padre me escuchó, me dijo que bueno, y al día siguiente llamó al cura que me había preparado para la comunión, y, delante de mí, le preguntó por los libros que me convenían. El cura se sintió muy satisfecho de haber sido consultado y empezó a enumerar títulos, que mi padre iba apuntando. Quedaron en tres o cuatro, y mi padre los encargó en una librería. Cuando, ocho o diez días después, nos avisaron de que habían llegado, mi padre, al entregármelos, me conminó a que no los leyese hasta después de haber preparado mis lecciones. Al día siguiente llevé uno al instituto. Se llamaba Juanito y se lo enseñé a Sotero. «Mira, un libro.» Él lo hojeó, lo remiró y me lo devolvió con desprecio. «Eso es cosa de bobos. Te prestaré alguno que trate del universo, pero no se lo digas a tu padre, porque a los curas no les gusta que se lean esas cosas.» A mí tampoco me interesó especialmente, pero lo leí entero, y supe por primera vez lo que había en el cielo, además de la luna y el sol, y que tantas estrellas tenían nombre. Cuando se lo devolví, Sotero me examinó por activa y por pasiva. «Ahora ya sabrás cómo se llaman las estrellas.» «Sí», le respondí escasamente convencido. Después me prestó dos o tres más, todos trataban de la naturaleza y me aburrían. Una mañana, otro muchacho, que era el primero en saltar y en correr, me sorprendió con el libro en la mano, me dijo que eran cosas de mayores, y que él podía prestarme novelas de Julio Verne y de Salgari, si le pagaba un patacón por cada una. Le dije que bueno, y al día siguiente me trajo el primero. Durante aquel curso soñé, sucesivamente, con piratas, con viajes submarinos, con islas misteriosas, y, a veces, con fantasmas. Llegó el fin de curso y me suspendieron en todas las asignaturas. Mi padre lo recibió como fracaso propio, como una humillación personal. Anduvo unas veces mohíno y otras furioso, y pasado algún tiempo, en la mesa, me dijo que deshonraba su nombre. Me llevó él mismo al pazo miñoto, y conminó a mis antiguos maestros para que me hicieran estudiar todo el verano y ellos mismos me diesen clase, por lo que les pagaría aparte. Ya tenían un hijo, andaban muy atareados con el cuidado de la finca y no les sobraba el tiempo, pero quizá por miedo de que mi padre los despidiese de aquel empleo tan lucrativo que tenían, hallaron modo de dedicarme cada uno unas horas, y de que las que no podía pasar con ellos, las entretuviese en estudiar. Fue un verano espantoso: a veces me levantaba del lugar que me habían asignado, me asomaba a la ventana y contemplaba el jardín donde tantas veces había correteado y sido feliz, aunque este juicio lo haga ahora, porque de la verdadera felicidad no se tiene conciencia: se vive y a otra cosa. Pero la verdad es que, desde aquella ventana, yo echaba algo de menos. Únicamente por las noches, después de cenar, me juntaba con Belinha en un mirador de la casa y llorábamos juntos, o hablábamos de la abuela y de los buenos tiempos de Inglaterra. Una noche que hacía claro, se me ocurrió mirar al cielo, y descubrí las estrellas: le hablé de ellas a Belinha y les fui dando nombres según mis recuerdos: nombres al buen tuntún, como si, una vez dichos, cada cual volase a su estrella. Belinha me dijo que eso no lo sabía antes: «No. No lo sabía, pero ahora lo sé.» También di en contarle las historias que había leído, y ella las escuchaba con asombro, a veces con incredulidad, porque ya le había costado trabajo admitir que un barco como el que nos llevara a Inglaterra, o como el que nos había traído, no zozobrase, cuanto más navegar por debajo. Mi antigua miss, ahora mistress, descubrió que se me iba olvidando el inglés, y no sólo sacó una hora para intentar que se me recordase, sino que, en una ocasión en que mi padre vino a verme y a comprobar que se cumplían sus órdenes, le dijo que era una pena que lo fuese a perder del todo, y lo conveniente que sería ponerme, en Villavieja, un profesor que continuase las enseñanzas que ella había empezado. Mi padre estuvo de acuerdo, y así fue: todas las tardes vino una señorita fea, de gafas, que me repasaba la gramática e intentaba hablar conmigo; pero, aunque de gramática sabía, de hablar yo lo hacía mejor. No obstante, siguió enseñándome inglés durante varios cursos, y como yo, conforme crecía, comprendía mejor las cosas, y hasta me gustaban, al regresar en el verano al pazo repetía con la miss lo que había aprendido, y lo aumentaba, y, no sé por qué, ella estaba muy orgullosa de poder charlar conmigo todas las tardes. La lección, en realidad, consistía en que yo le relatase en inglés la guerra de las Dos Rosas, cada vez con más detalles. Le hablaba también de las cosas de que me iba enterando por los libros que leía, y ella me daba en inglés los nombres que yo sabía en castellano. Un día me preguntó si yo iba para sabio. «No, nada de eso. Sabio lo es un compañero mío que se llama Sotero. Me gustaría traerlo con nosotros un verano. Ya verás qué muchacho.» Conforme Sotero leía cada vez más libros de ciencia, que no sé de dónde los sacaba, yo leía más novelas. Lo pasábamos bien, cada cual a su modo, pero la superioridad de sus conocimientos le permitía mantenerse por encima y repetir con frecuencia aquella mirada que fue la primera y que me dejó apabullado para siempre. Una noche, después de cenar, me pareció que mi padre estaba de buen humor, y le hablé de Sotero. «¿Por qué no lo traes una tarde a merendar contigo?» Lo hice. Sotero vino muy contento, mi padre se juntó con nosotros después de la merienda y hablaron largamente. Yo los escuchaba arrinconado y probablemente con envidia. Sotero parecía una persona mayor, y a mi padre se le notaba la admiración. Cuando se fue, me dijo tristemente: «Así me hubiera gustado que fueses, como ese niño.