«Pero usted sabe que me gustan los hombres, ¿verdad? Eso se lo contó mi hija y no admite más que una interpretación.» «No soy quien para juzgarla.» «No le pido que me juzgue, ni se lo toleraría. No se trata más que de saber que usted lo sabe, júzgueme o no. Y, puesto que lo sabe, no tengo que explicarle las causas principales de mi aburrimiento, de mi desesperación.» «Yo no le pido que me explique nada.» «Ya lo sé. Es su obligación. Usted es un caballero, etc… Porque lo es, porque no puedo más, porque si no hablo reviento, es por lo que vine a hablarle. Digamos que es usted testigo de mi desahogo.» «Gracias por haberme escogido.» Se volvió, brusca, hacia mí y me apuntó con el dedo. «Pero no crea que vengo a rogarle que se acueste conmigo. No lo crea ni lo espere. No se le ocurra ni pensarlo.» Me eché a reír de una manera suave, que pudiera al menos no ofenderla. «¿Y por qué iba a pensarlo? ¿Qué razones tendría? Es usted atractiva y deseable, pero, para mí, respetable.» «No. No soy respetable», rezongó. Esta vez me miró francamente, con una expresión que, de momento, no pude interpretar, pero que acabé comprendiendo que era de orgullo, el orgullo del que se atreve a sostener sus pecados. «No soy respetable -repitió- Y lo seré cada vez menos, cuanto más vieja sea, cuando deje de ser atractiva y deseable, como usted dijo cortésmente. Ya estoy dejando de serlo. ¿Sabe que al último de mis amantes tuve que pagarle? Era un muchacho del contorno, de esos que pasan aquí el verano. Joven, apeteciblemente joven, pero malo. Se llevó mis alhajas y me despreció. -Hizo una pausa breve y me pareció que reprimía un sollozo-. Esto no lo sabe mi hija, no pudo saberlo, porque me lo hubiera echado en cara, me hubiera avergonzado con una vergüenza más.» «¿Y necesita usted que yo lo sepa?» Se echó atrás en el sillón y alzó la cabeza. Yo la veía de perfil, con la mitad del rostro enrojecido por las llamas. Detrás de ella empezaban las penumbras de la tarde. «Si yo fuera religiosa, se lo hubiera confesado al cura. Le habría confesado todo, y estaría libre mi corazón. Usted debe saber que cuando no se está de acuerdo consigo mismo, lo que hace daño al interior hay que confesarlo…» «Sí», creo haber murmurado. «Todo se habría evitado si yo tuviera un marido… Bueno, creo que se hubiera evitado, pero él tendría que ser…» Otra pausa. «¿Qué sabe una cómo tendría que ser el hombre capaz de recibir todas las ansias y agotarlas? No pienso solamente en la cama. Hay otras cosas que una mujer necesita.» «Su hija no las considera indispensables.» «¿Se acostó usted con ella?» «No.» «¿Ni siquiera ha tenido ganas de hacerlo?» «Eso, sí, señora. Las he tenido muy fuertes.» «¿Entonces…?» Esta pregunta la hizo mirándome. Y me veía el rostro entero, iluminado. Pude responderle con gesto ambiguo. «Me ha defraudado. Yo creía…, yo esperaba… ¿Nunca se le ocurrió pensar que yo lo necesitase? Que la violara, que la dejase preñada, que ella tuviera que suplicarle. Me ha defraudado.» Tardé en decirle: «Es curioso. Parece que mi destino es defraudarles a todos, no sólo a usted. Su marido me dio a entender con bastante claridad que yo no le serviría como yerno. Y María de Fátima, hace dos o tres días, reconoció que nos habíamos defraudado el uno al otro. Es decir, si fui yo el que lo dijo, ella lo pensaba también.» «Pero a quien más le duele es a mí. Me ha quitado usted la última esperanza.» No quise preguntarle cuál era, aunque empezase a adivinarla. Fue un momento difícil de la conversación: se había dicho todo, y quizá más de lo conveniente. Vacilé unos segundos, salí del paso levantándome y yendo a la chimenea, cuyos leños amortecían. En cuclillas frente al hogar, hurgando en el montón de brasas, ofuscado por las chispas, sentía a Regina detrás de mí, respirar fatigosa. «No se vuelva, se lo ruego. Un momento nada más.» La oí ajetrear en el bolso, como quien busca algo. Después aspiró fuertemente dos veces, quizá tres. Se oyó el clic del bolso al cerrarse. Se me ocurrió que había aspirado rapé, pero rechacé la idea. «Ya puede usted levantarse.» Lo hice. Mi sombra la cubría, pero en la sombra sus ojos resplandecían con fuerza, y la voz con que me había hablado tenía más vigor. Le pregunté si quería más vino, o algo. «No, ya no.» Se levantó de un salto, como si hubiera rejuvenecido. La acompañé hasta el automóvil. Había caído la noche, y los faros encendidos alumbraron la lluvia incansable, que caía inclinada. Arrancó con ruido de buen motor, salió de la plazuela dejando el estanque a la izquierda. Las ruedas levantaban raudales de agua y salpicaduras de fango.
VI
PAULINHA TELEFONEÓ, desde el bar del pueblo, como la cosa más natural del mundo, con recado de tono misterioso. «No puedo ir a verle. Venga usted por aquí. Yo estoy en el pueblo, como todas las mañanas. A las doce volveré al bar. Usted puede esperarme tomando su cerveza, que yo sé que la toma de vez en cuando. No deje de venir.» Sí. A veces bajaba al pueblo a tomar una cerveza, o un vaso de vino verde, que lo había bueno, y echaba un vistazo a los periódicos que podía hallar. Más a menudo desde aquella vez en que la sobremesa se había hablado de la guerra de España. Las cosas iban cada vez mejor para los vecinos y peor para los republicanos. Mi maestro daba ya por segura la victoria del general, al que nombraba así, sin añadirle el apellido. No dejaba de mostrarme su preocupación por lo que pudiera sucederme, tanto en el caso de que quisiera volver a España como si me quedaba en Portugal, ya que o corría el riesgo de perder la libertad, o de quedarme sin mi patrimonio español, que no era un patrimonio millonario, pero que tenía su valor. Él no sabía que, para mí, lo tenía sobre todo sentimental. No me gustaría perder por confiscación deshonrosa la casa de Villavieja, tan llena de recuerdos, y no volver jamás a la ciudad, con tanta gente interesante, que alguna vez añoraba, solo como estaba, sin nadie a mano con quien tener una conversación medianamente inteligente que no tratase de vacas, de prados o de situaciones dramáticas entre madre e hija.
Paulinha fue puntual, y se reveló como buena actriz. Entró en el bar, pidió un café en el mostrador, y sólo después de haberlo tomado, al salir, hizo como que me descubría, se acercó a mi mesa, que estaba un poco a trasmano, junto a una ventana del fondo. Fingí sorpresa, la invité, pidió otro café y se sentó: con naturalidad, con gracia, con cierta sorna. Traía un impermeable oscuro, con capucha, que se quitó y dejó en una silla. «Con esta lluvia, y en bicicleta, no hay más remedio que mojarse.» Me di cuenta de que también traía el consabido capacho con la compra.
«Tengo que darme prisa, señor. Lo que aconteció fue que la noche pasada pelearon la señorita y la señora, y la señora le dijo a la señorita que todas las noches venía al pazo y dormía con usted, y lo dejaba cansado para que, al día siguiente, no pudiera hacer caso a la señorita. Bueno, ya me entiende en qué sentido lo digo. Yo sé que eso es mentira, señor; yo sé que la señora no salió ninguna noche de casa desde que usted está aquí. Antes sí, y se lo dije a la señorita. Pero no sé qué puede pasar. Gritaron mucho. ¡Si llega a estar en casa el señor…! No quiero decir usted, sino el otro, el marido.» ¡Qué bien sonaba esa historia de locas en labios de Paulinha! La hubiera escuchado una hora entera, pero fue breve: recogió sus bártulos y se marchó.