Las obras de la vaquería avanzaban con ritmo regular. Pronto tuvimos listo el primer pabellón, provisto de adelantos cuya complejidad y eficacia yo no hubiera nunca sospechado. Para mí, la operación de ordeñar las vacas había sido siempre una tarea individual y manual, a la que había asistido, de niño, muchas veces, y en la que había colaborado. Ahora se hacía mecánicamente. Lo divertido era que teníamos los aparatos, pero no las vacas. Fue necesario pensar en comprar la cantidad que pudiera albergar el pabellón concluido, por razones de las que mi maestro no necesitó mucho tiempo para convencerme: como que eran obvias. La adquisición de las primeras vacas nos obligó a un viaje rápido a Holanda; a un montón de operaciones bancarias, y a las no menos complejas y embarazosas del desembarco, la carga en vagones y el traslado por tren hasta Valença, desde donde el transporte se hizo por métodos elementales: en tropel y por malos caminos, ante el asombro de los aldeanos. Mi maestro se mareó tanto en el viaje de ida como en el de vuelta. Los pocos días que estuvimos en Holanda nos bastaron para ver de cerca, o, al menos, de enterarnos, de cómo un miedo incierto penetraba día a día en todos los corazones, hasta llenarlos, hasta hacerlos a veces estallar en injusticias. Como habíamos acordado que la mitad de las vacas compradas fueran holandesas y la otra mitad fueran suizas, nos dimos prisa en concluir el segundo pabellón, no fuera a interponerse la guerra en el negocio. Esta vez el viaje se hizo por tren, y los encargados fueron mi maestro y la miss, ya que yo, a pesar de mi pasaporte, no me atrevía a atravesar España, con dos fronteras por medio y las inaguantables inspecciones camineras. Como la miss, además de su idioma, hablaba el alemán, o al menos lo había hablado, la operación se llevó a cabo sin grandes dilaciones. Lo más difícil no fue que la pareja atravesase España, sino las vacas, amenazadas desde Irún hasta Fuentes de Oñoro por cualquier orden de requisa firmada por alguna autoridad local o regional. Hubo suerte. Llegaron a Portugal, y quedaron instaladas en aquella especie de hotel Ritz para cornúpetas lecheras que les habíamos construido. Como con ellas venían dos toros, todas llegaron preñadas. Fue un trabajo que nos ahorró la lírica soledad del semental.
Repartí la vida entre la vaquería y la biblioteca, y el espíritu entre el negocio y las elucubraciones sobre lo que podía pasar. ¡La cantidad de hipótesis que se le pueden ocurrir a uno al leer una noticia! Lógicas, necesarias y, sin embargo, irreales! Era de los convencidos de que las cosas iban de mal en peor, en todos los órdenes, y de que yo mismo no escapaba a la inquietud generaclass="underline" solía sucederme que, cansado del trabajo, cogía un libro, y a las pocas páginas, cuando no a las pocas líneas, lo abandonaba, como si el interés se hubiera desvanecido sin causa aparente. Esto me acontecía lo mismo con las novedades que con los libros más amados. Se me había ocurrido que lo importante era entender el mundo, pero yo no lo entendía, y así lo hacía saber a mis lectores, que no debían de ser pocos, a juzgar por la insistencia con que el director del periódico me telefoneaba cuando, por alguna razón, me había retrasado. Recibía cartas con alabanzas y también con insultos, y no faltó alguna de España, de alguien que debía de conocer mi identidad, llamándome emboscado. Supuse, y no me equivoqué, que más allá del Miño, para ciertas personas, esto era el peor insulto.
Sobrevinieron dos momentos difíciles, dos ramalazos sentimentales de esos con los que lo mejor que puede hacerse es sentarse a la puerta y dejarlos pasar hasta que se consuman en sí mismos, lo cual sería razonable si no transcurriesen en el corazón, si no fuesen precisamente ramalazos interiores. El uno lo provocó la llegada de una carta de María de Fátima; pronto, pocos días después de haberme instalado definitivamente en el pazo. Nos las trajeron juntas, esa que digo y la primera de las muchas que recibió mi maestro de don Amedio. Las de éste menudearon, a razón de una por mes. María de Fátima sólo me escribió aquélla, precisamente a bordo del barco que la llevaba a Brasil con el cadáver de su madre estibado como una mercancía. Era una carta larga, enmarañada de prosa, indudablemente sincera y muy poco pensada; es decir, espontánea. Más de la mitad se consumía en quejarse del aburrimiento del viaje, en recordar lo bien que lo habíamos pasado en nuestras excursiones y nuestras discusiones, en el miedo que le daba llegar a Río y hallarse única mujer en su casa, con un padre que no lo era, ante el que no sabía a qué carta quedarse. Resultaba asimismo que el recuerdo de la casa en que había vivido tan cerca de mí le causaba saudades: como si aquellos meses en Portugal hubieran sido los de su estancia en el paraíso. Pero algo menos del tercio de la carta me venía personalmente dedicado. Podrían resumirse aquellos párrafos de enrevesada sintaxis en la confesión de un doble error; el primero, la creencia de que lo que ella pensaba de sí misma y del mundo era la verdad y que tenía que imponérsela a los demás, casi como una misión redentora de la miseria moral que había conocido; lo segundo, que su conducta conmigo no había sido ni acertada ni decente. «No sabes -me decía- lo que me ha ayudado a comprenderte mi charla inacabable con Paulinha. Lo que me dice de ti puede meterse en una frase: eres un buen hombre. ¿Quieres creer que jamás se me había ocurrido que los hombres tenían que ser buenos? ¿Se debe a que en mi vida sólo he tratado con malas personas? ¿O que lo que yo entendía por bondad era una equivocación? No lo sé.» Estas líneas me indujeron a imaginar a María de Fátima y a Paulinha tumbadas en la cubierta del barco que las alejaba, hablando del pasado, y de mí, que formaba parte de él. Hablaban de lo sucedido, pero también de lo que no llegó a suceder. La lectura de esta carta, reiterada en las tardes grises de la biblioteca, recordada en sus términos continuamente, me hizo también pensar si no me había equivocado con María de Fátima y como ella, si no había sido un error recíproco, del cual me cabía la mayor responsabilidad por ser el más experimentado, aunque quizá también el más engañado; porque, si bien era capaz de predecir, como predije, ciertos excesos internacionales de las potencias totalitarias (no había que ser muy lince), erraba acerca de mí mismo y de los demás. No había aprendido aún que las mujeres son todas distintas, y que si bien es cierto que las tácticas (y las técnicas) para obtener de sus cuerpos las más altas vibraciones son de una monótona semejanza, cuando lo que se ventila es un amor y un destino, cada una de ellas requiere un modo distinto de tratarlas. Yo apetecía que María de Fátima fuese otra Ursula, o quién sabe si otra Clelia, sin darme cuenta de que tenía derecho a ser conmigo ella misma, y de que lo era. Todo esto se lo hubiera escrito, pero en su carta no me enviaba dirección, y yo lo interpreté como deseo de que no le escribiese. No sé si hice bien o mal. Mi maestro me hubiera dado sus señas en Rio, que serían, supongo, las de don Amedio.
La otra sacudida fuerte nació en mi propio interior, suscitada por el recuerdo inesperado de una fecha. Se me ocurrió súbitamente que se cumplían los nueve meses de aquella tarde, en Vincennes, con Clelia. Si era cierta la posdata de su única carta; si no era, como aseguraba María de Fátima, la fantasía de una loca, ¿le habría nacido el niño, o estaría para nacer? Y si eso fuera cierto, ¿tendría yo noticias? Es curioso cómo la conciencia difusa de mi posible paternidad apenas si me habría rondado durante el tiempo desde entonces pasado; cómo no me había turbado ni una sola vez en las tardes interminables de la biblioteca, con un libro cerrado en el regazo y la máquina de los recuerdos funcionando como una máquina loca. Y ahora de repente aparecía, y no como conciencia de paternidad, ni de culpa, menos aún como alegría, sino sólo como curiosidad. ¿Tendría o no un hijo? ¿Llegaría a saberlo? Fueron aquellos unos días, casi un mes, de inquietud íntima, de distracción para las cosas de la realidad. Mi cabeza funcionaba sola, según el capricho de sus leyes, ausentes mi voluntad y mi sentimiento. Mi maestro lo achacó a otras inquietudes. «¿Por qué no se va unos días a Lisboa? Un hombre de su edad necesita, de vez en cuando, correrse una juerguecita.» Me fui a Lisboa, corrí más de una pequeña juerga, y al menos, una muy grande, de las que empiezan en casa de una amiga, antes de cenar, y no se sabe ni dónde, ni cuándo, ni cómo acaban; de las que dejan resaca y hastío. Vi a gente, charlé de las cosas del mundo, incluso fui objeto de un pequeño homenaje por parte de algunos colegas a quienes mis trabajos no parecían mal. Pero todos los días telefoneaba al pazo para preguntar si había llegado una carta de Estados Unidos o, al menos, de París. Pasé en Lisboa quince días. La carta no llegó y yo empecé a aburrirme. De regreso al pazo, mis artículos fueron más pesimistas.