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II

Me apetece llamar «largo interregno» a ese tiempo que va entre la marcha de María de Fátima y el final de la segunda guerra. Buena parte de él, todo lo que duró aquel peligroso espectáculo, lo pasé fuera de la península. Aunque altere aquí el orden natural del relato, lo que intento contar en este capítulo aconteció con posterioridad a lo que seguramente contaré en el que viene. Y no lo hago obediente a ningún precepto o prejuicio literarios, sino a una veleidad o tal vez capricho surgido en este momento de la escritura. Y lo primero que tengo que decir es que, si voy a resumir en pocas páginas los acontecimientos de un buen puñado de años, no es por cansancio, ni por olvido, sino porque lo más sustantivo de este tiempo está ya escrito y publicado en mi único libro Crónicas de guerra, por Ademar de Alemcastre, Lisboa, Borges y Souto, 1947. Es un libro que se vendió muy bien, del que se han hecho hasta ahora cuatro ediciones, traducidas al inglés y al francés, y al que debo cierta reputación que si, en vez de llevar el nombre de Ademar de Alemcastre, llevase el de Filomeno Freijomil, me hubiera causado bastante más daño del que he recibido de ciertas gentes que ignoran la coincidencia de ambos nombres en la misma persona. No tengo, pues, que explicar que fui corresponsal de guerra, aunque no esté de más recordar cómo lo fui. La noticia de la invasión de Polonia me cogió en el pazo y allí estaba cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. No me sorprendió, pero sí me asustó. Nos habíamos comprado un receptor de radio más perfecto que el que teníamos, y confieso que aquellos días los pasé pegado al altavoz, oyendo, ora París, ora Londres, y, en las madrugadas, Nueva York. Fui uno de los muchos millones de hombres que consideraron la catástrofe iniciada, aunque inimaginable lo que podría acontecer. Me proveí de mapas, los coloqué adecuadamente en un espacio amplio y visible, tracé líneas, escribí cifras, compulsé datos, descubrí falsedades, y, con cierto horror, acabé concluyendo que Hitler iba a ganar la guerra. En lo cual coincidí con él por primera y última vez en mi vida, con la diferencia de que yo lo había deducido por razonamiento y él lo sabía por intuición; pero también porque yo conservaba la irracional esperanza de equivocarme, y él estaba seguro de sí mismo. Me sentí profundamente deprimido, e imaginé la llegada de los investigadores de prosapias, a descubrir que el señorito de Alemcastre se llamaba también Acevedo, y que era judío en un dieciseisavo de su sangre. ¿Daba la talla para ir al suplicio, o era una proporción tolerable de sangre pecadora? Necesitaría poseer los conocimientos de los inquisidores especialistas en el ramo para llegar a una conclusión válida, y, sobre todo, tranquilizadora, ya que estaba convencido de que, aunque defendiesen ortodoxias distintas, Hitler y los inquisidores estaban en el fondo del acuerdo. ¿En los métodos también? Entonces, en octubre de 1939, de los campos de concentración y de los procedimientos de exterminio en ellos utilizados se sabía poco, más una leyenda que una certeza, pero bastaba la leyenda para poner los pelos de punta. Llegaban noticias de la ocupación de Polonia, no sé si ciertas o exageradas; en cualquier caso, suficientes para imaginar el despliegue de tanques innumerables por las llanuras de Europa, hacia el oeste después que hacia el este, y la España victoriosa tendría que dejarles paso hasta alcanzar las llanuras y los montes de Portugal, si no quería ser, al paso, destruida. Todo esto era lógico, y si los datos compulsados no mentían más que en un cincuenta por ciento, podían ser reales. ¿Quedarán todavía barcos que salgan para el Brasil? Me telefoneó el director del periódico, me instó a que fuera urgentemente a Lisboa. Allá fui. Me recibió en seguida, fue directamente al grano: «¿Quiere usted irse de corresponsal de guerra a Londres?» Me cogió tan de sorpresa que tuve que sentarme y pedirle algo de beber antes de responderle. Mientras me servía un oporto seco, siguió hablando: no sería por mucho tiempo, la guerra iba a durar unos meses, me pagarían lo que fuese, no disponía de una pluma mejor que la mía para aquel menester; además yo conocía Londres. Habría que resolver ciertos problemas diplomáticos, eso sí, porque yo no era portugués… Antes de que le diese la respuesta, me sirvió un segundo oporto. «¿Qué? ¿Le apetece? Una temporadita en Londres nunca viene mal. ¡Y bien que lo va usted a pasar, viendo los toros desde la barrera, porque la guerra no llegará nunca a las islas!» «¿Usted cree?» El director se amilagró. «Pero, ¡hombre!, a Londres nunca han llegado más guerras que las de los propios ingleses entre sí.» «Eso, amigo mío, no es una ley de la naturaleza, sino un éxito de los propios ingleses. Pero las buenas rachas pueden acabar.» «¿A qué llama usted buenas rachas?» «Sería muy largo de explicar, mi querido director. Lo que le digo es que, en este caso en que estamos, hay dos posibilidades: que esta guerra se parezca a la pasada, o que traiga algunas novedades que la hagan distinta. Y no me refiero precisamente a esas armas de que, según dicen, disponen los alemanes.» «Lo lógico, según usted, ¿qué sería?» «Que, como la vez anterior, Estados Unidos acuda en socorro de Inglaterra y ganen la guerra las escuadras.» «Pero los alemanes no la tienen.» «Tiene cientos de submarinos.» «¿Y Rusia?» «Ésa es la incógnita.» «Ya he leído en sus artículos que usted desconfía del Pacto de Molotov-Von Ribbentrop.» «No es una desconfianza racional, ni siquiera una intuición. Es…, ¿cómo le diría?, algo que huele mal.» El director, que también se había servido su oporto, pero que lo tenía olvidado, recurrió a él para salvar una pregunta poco inteligente. Después dijo: «¿Debo entender, por tanto, que no acepta mi oferta?» Me puse en pie. «Sí, la acepto, siempre y cuando usted admita la posibilidad de que, en vez de cuatro meses, sean cuatro años, o más.» «Pero ¡eso sería como admitir la destrucción de Europa!» «Hay que contar con ella, y con muchas otras destrucciones.» «¿No es usted demasiado pesimista?» «Creo que sólo soy realista, y serlo, en este caso, es admitir lo imaginable y lo inimaginable. Por lo pronto, tenga usted en cuenta estos datos: la preparación bélica de Alemania es incalculable, pero ni Francia ni Inglaterra contaban con esta guerra. Esto nos obliga a admitir, de momento por lo menos, el riesgo de que los alemanes lleguen hasta nuestro cabo de San Vicente.» El director no me respondió. Dio unos paseos en silencio. «Bueno. Todo esto son especulaciones. Lo importante es que usted pueda irse a Londres.» «¿Y por qué sólo a Londres? Si las tropas inglesas desembarcan en Francia, yo tendré que seguirlas.» «Sí, sí, claro… Hay que tenerlo todo previsto.» Quedamos en que empezaría las gestiones para conseguir del Foreign Office mi credencial de corresponsal de guerra. Y mientras lo conseguía, regresé a mi escondite, a cuidar de mis vacas, nada seguro de que el asunto llegase a buen fin. Pasó al menos una quincena. El planteamiento de la guerra, según mis noticias, quedaba en la invasión de Polonia y en el establecimiento de un frente inmóvil entre las líneas Sigfrido y Maginot, como quien dice, entre dos bambalinas: la una ocultaba el mayor potencial bélico que se recuerda; la otra, la desgana de un país cansado y razonable. Escribí dos o tres artículos explicando y justificando la desgana francesa, pero con la esperanza de que, ante la realidad de un enemigo poderoso, reaccionase. Y cuando pasaron aquellos quince días, me telefoneó el director y me dijo que todo estaba arreglado y que podía volar a Londres cuando quisiera. Preparé el viaje, y una de mis precauciones fue la de hacer testamento. Su redacción me llevó varias tardes. Estaba claro que mis bienes españoles debería heredarlos la hija de Belinha; en cuanto a los portugueses, tuve que buscar una fórmula que admitiese la eventualidad de que un día se presentase el hipotético hijo de Clelia, o la misma Clelia con él. En tal caso, y reconocido como mío, le declaraba heredero del pazo, si bien confiando a mi maestro y a su mujer, conjuntamente, no sólo la administración de los bienes hasta que el niño fuese mayor de edad, sino el cargo de albaceas. La redacción de estas últimas fórmulas nos costó al notario y a mí un buen par de mañanas hasta que encontramos las palabras justas y sus fundamentos jurídicos según las leyes portuguesas. Se me quitó un peso de encima cuando salí de la casa del notario con la copia de mi testamento en el bolsillo. Como había añadido una buena manda para mi maestro y la

miss, conjuntamente, y para sus herederos, en caso de que ellos faltasen, no tuve escrúpulos en hacer a mi maestro depositario de la copia. Confiaba, como siempre, en su honradez.