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Me fui, volé a Londres, pasé trámites interminables, recobré en casa de mistress Radcliffe mi antigua habitación, visité a mis amigos del banco y a otros amigos y amigas. Era inevitable que fuese a dar con algún español de los emigrados republicanos, y mi sorpresa fue la de hallarme un día frente al comandante Alzaga. Me alegré de verle; él no se alegró de verme; tal vez recordase que, en mi presencia, había asegurado que, si no moría en la guerra, le fusilaría Franco. No le pedí explicaciones, ni me las dio, pero no estuvo cordial, sino desconfiado. «Y usted ¿qué hace aquí?» «Trabajo en el mismo banco que antes de ir a París.» A pesar de la falta de cordialidad, tomamos juntos unas cervezas y hablamos de la guerra presente. El comandante Alzaga estaba seguro del triunfo de Hitler: lo estaba en virtud de sus conocimientos militares, y se rió de mis esperanzas de que al fin triunfasen las potencias marítimas. «Las guerras, amigo mío, se ganan o se pierden en el campo de batalla, no en la mar ni en el aire. ¡Si lo sabré yo!» El comandante Alzaga esperaba poder emigrar a algún país americano, aunque no supiera a cuál ni cómo. América sería el único refugio de los hombres libres, porque entre Hitler y Stalin se repartiría el Viejo Continente, África incluida, y como ese reparto era insostenible, acabarían peleando el uno contra el otro. «Y ahí, querido amigo, sí que no me atrevo a profetizar, salvo que, gane quien gane, será una catástrofe para la humanidad.» Hablamos de España: «Ahora verán -dijo- las potencias liberales el disparate que ha sido permitir que Franco triunfase. No tendrán más remedio que asistir el paso a los tanques de Hitler, que también ocuparán Portugal para evitar un desembarco inglés. España será un capítulo importante de esta guerra. No quedará piedra sobre piedra.» Nos despedimos menos fríamente, pero sin quedar en vernos. Efectivamente, no supe más de él.

A mi llegada a Londres, ya Alemania y Rusia, después del nuevo reparto de Polonia, habían ofrecido la paz a Occidente, y Occidente la había rechazado. Estaban las espadas en alto, y en lo alto permanecían, con un frente estabilizado y prácticamente inactivo en la frontera de Francia, y un drama colectivo en la desmantelada Polonia. Inglaterra envió soldados al continente, y los corresponsales de guerra seguimos a los soldados, pero del frente no había nada que contar: todavía los grandes acontecimientos eran de orden político, salvo quizá el ataque submarino a Scapa Flow, que los ingleses encajaron a regañadientes. Los periodistas destacados en el frente nos fuimos a París, y desde París contamos a nuestros lectores cómo estaba el ánimo de los franceses. Yo reanudé viejas relaciones. Mi antigua portera, como todo el mundo, hablaba de la drôle de guerre, pero Magalhaes estaba aterrado. «¿Ha visto usted lo que han hecho esos bárbaros en Polonia?» «Lo que harán en Portugal cuando lleguen allá.» «¿Usted cree que llegarán?» «Va a ser muy difícil impedírselo.» Yo no sé si habían sido las noticias, o la influencia de alguna persona, pero el hecho era que el antiguo defensor de los nazis los llamaba ahora bárbaros. «Por si acaso, yo, en su lugar, marcharía a Lisboa.» «¿Y usted?» «Yo estoy acreditado corresponsal de guerra en Londres. Antes o después, allí volveré.» Fue antes de lo que pensaba. Sin proponérmelo, me vi envuelto en la retirada del ejército inglés y por primera vez supe lo que era la guerra. Mi buena suerte me acompañó: trabajé en Dunkerque denodadamente y fui de los últimos en embarcarme; también de los pocos que lograron enviar relatos de aquel espanto. Creo que Magalhaes había regresado a Portugal, vía España, algo así como un mes antes.

Mi trabajo consistió en contar desde Londres lo que pasaba en París, lo que se pensaba en Inglaterra de lo que acontecía en Francia. Vivíamos tranquilos, pero era una tranquilidad ficticia. Todo el mundo esperaba que sucediese algo, sobre todo después de rechazar la última oferta de paz que había hecho Hitler. Llegó el verano y fue caliente. Desde el 8 de agosto, Londres fue bombardeado cada noche, y los que vivíamos en Londres conocimos el terror, la incertidumbre de la muerte, pero aprendimos a enmascarar nuestros sentimientos y mostrarnos tranquilos. Íbamos serenamente a los refugios nada más que empezar las alarmas, permanecíamos en silencio mientras se oían las explosiones, obedecíamos a las sirenas aullantes que nos ordenaban regresar a los hogares: muchos lo hallaban dañado, o destruido. Gente que habíamos visto a nuestro lado, no la volvíamos a ver; vivíamos pendientes de la radio, o la radio era nuestro alimento moral, nuestro soporte. Yo no sé si los estrategas de Hitler habían tenido en cuenta, al calcular los efectos psicológicos de los bombardeos, esta presencia de la radio en todas las conciencias, esta esperanza y absoluta fe en lo que nos decía. Sabíamos sobre todo que no nos engañaba, porque la veracidad de sus afirmaciones la podíamos comprobar en la calle. El texto de mis crónicas llegó a hacerse monótono: esta noche bombardearon tal barrio, o tal ciudad; hubo tales destrozos y tantos muertos. Y así hasta el día siguiente. Las relaciones humanas se alteraban, pero sólo en apariencia. Había que comer, aunque estuviese racionado. Y había que salir en busca de una chica que, a su vez, hubiera salido en busca de un muchacho, no por necesidad de placer, sino por otras razones, o causas, que sólo podrían describirse en una novela, que no tenían cabida en las crónicas. Desconocidos que se topaban en la calle, que se reconocían por la mirada, buscaban refugio en los hogares subsistentes o en los hogares rotos, a horas inusuales. Aquella clase de amor era una afirmación desesperada de la vida, y todo el mundo lo entendía así. Yo no sé si alguna vez, y de manera general, las relaciones entre hombre y mujer habían tenido ese sentido, pero imagino que sí, que así se han juntado, a lo largo de la historia, en todos los momentos de terror.