Algunos que no lo pudieron resistir se suicidaron amando: los que no iban al refugio, los que se quedaron en su casa o en casa de ella, los que fueron sorprendidos en el lecho por la muerte vomitada por grandes bombarderos. A veces se decía: en estas ruinas aparecieron dos en la cama. Los ingleses hacían chistes que les servían como descargo del terror que a todos nos unía. Los latinos no éramos tan atinados haciendo chistes, o acaso fuera porque los cadáveres abrazados y mutilados de un hombre y una mujer nos enmudecían. De todas maneras fue admirable la resistencia de aquel pueblo, que aguantó sin alharacas, sin gritos ni ademanes trágicos, un bombardeo cada noche, hasta que Goering comprendió que la industria alemana no podía producir aviones de combate con el mismo ritmo con que eran destruidos. Hubo un respiro: volvieron, se fueron para no volver. La revancha fue tremenda. Cuando Hamburgo ardía, yo pensaba en Ursula, probablemente muerta mucho tiempo antes; pero ella había pasado su infancia allí, y el nombre de Hamburgo me traía su recuerdo. ¿Por qué Hamburgo, con aquella insistencia, y no las calles, los restoranes, su propia casa de Londres? Nada de aquello había sido destruido; todo lo más dañado. Pero de los lugares de Hamburgo por los que había transcurrido su figura de niña asustada de sí misma no quedaban más que cenizas. Las respuestas sentimentales a la realidad son así de caprichosas, de inesperadas.
Ninguno de tales recuerdos obró sobre mí con más fuerza que el terror. No intento ponerme por ejemplo, y no puedo asegurar que a la gente le haya sucedido lo que a mí. Fue, en primer lugar, como si el alma se despojase de todo lo superfluo, de lo que no fuese estrictamente necesario para seguir adelante con aquella vida reducida a puro esquema y en aquellas circunstancias. Yo lo sentía como un empobrecimiento íntimo que se traducía en indiferencia ante el recuerdo o la presencia de lo que más me había atraído o de lo que me había fundamentado: mi niñez, los libros preferidos, los momentos felices que involuntariamente se reviven ante una tristeza, una desgracia o una catástrofe: pasaban por mi mente con lentitud o con prisa, intentaba alejarlos del recuerdo como a imágenes molestas. Era como si el alma hubiera descubierto y aplicado los principios de su propia economía de guerra. Ahora lo contemplo como una verdadera deshumanización, de la que afortunadamente me fui recuperando conforme las noches recobraron el silencio y la oscuridad. Creo que al final de aquel período irrepetible había llegado a perder la sensibilidad. Veía sin conmoverme cómo retiraban de la calle restos humanos esparcidos por una explosión o cómo llevaban al hospital a una mujer mutilada. El único razonamiento que subsistía era el del egoísmo. «Pudiste haber sido tú, no lo has sido, pero ¿quién sabe lo que pasará esta noche?» Recuerdo que una vez, en el refugio, nos apretábamos silenciosos mientras fuera el estruendo de las bombas y de la defensa antiaérea superaba lo hasta entonces conocido. La conclusión lógica a que nos llevaba el miedo, la que se veía en todas las miradas, era la de que, aquella noche, Londres podía desaparecer como había desaparecido Coventry. Un hombre que se tenía de pie cerca de mi rincón, un clergy-man no sé de qué confesión o de qué secta, dijo, de pronto, en voz alta: «Que ese Dios que no entendemos tenga misericordia de nosotros.» En otras circunstancias, a mí al menos, esa expresión, «el Dios que no entendemos», me hubiera sacudido, hubiera desencadenado en mí una sucesión frenética, difícilmente frenable, de pensamientos, de sentimientos, de razones y sinrazones, y, por debajo de todo ello, me habría apretado el corazón. Pero la sensibilidad tiene un límite, pasado el cual todo da lo mismo. Ni mis nervios ni mi mente respondieron a aquella plegaria desesperada.
Durante el tiempo de los bombardeos recibí dos cartas de María de Fátima remitidas por mi maestro desde Portugal, llegadas Dios sabe cómo, la segunda antes que la primera. ¿Censuradas? Más adelante me llegaron otras, hasta seis en total, pero de su texto deduje que me había escrito más veces, que algunas cartas se habían perdido. El diario en que yo escribía llegaba a Río de Janeiro, o quién sabe si mis crónicas eran enviadas allá por mi periódico: ni lo supe ni intenté averiguarlo. El hecho era que María de Fátima leía mis relatos, y en sus cartas me transmitía su angustia, que podría resumirse en estas interrogaciones: «¿Vas a morir?» «¿Qué va a ser de mí?» Yo las coloco juntas, y así parece que la una es consecuencia de la otra, pero la verdad es que eran interrogaciones distanciadas, sin otra cosa de común que la misma angustia. También me contaba cosas de su vida, que no era muy feliz. Jamás me insinuó que le contestase, pero lo que me decía bastaba para que yo me diese cuenta de que no sólo no me había olvidado, sino de que de sus sentimientos hacia mí habían cambiado, de que yo era una pieza de su vida, una pieza para e1 futuro. ¿Un clavo ardiendo? Las cartas recibidas durante los bombardeos no me sacaron de mí. Y cada una de ellas me ligaba más hondamente a María de Fátima; una especie de gratitud por ser la única mujer que se acordaba de mí, que sufría por mí. Las que vinieron después llegaron a conmoverme. También una especie de interés creciente por el cambio de su personalidad, que se acusaba en cada carta. Lo más probable sería que, durante aquel tiempo de guerra, dicen que años, no lo sé, nunca se puede cronometrar una pesadilla, yo haya perdido la noción real de mí mismo, que me sintiese como algo insoportablemente irreaclass="underline" aquellas cartas me ayudaron a no perder del todo la noción de mi figura, a recordar con ellas que yo era más que una máquina que sufre y cuenta lo que pasa. También me hicieron desear una solución desconocida, imprevisible. El hecho de que Hitler no se atreviese a atravesar España sin el consentimiento de Franco fue estimado en todo su valor. Alguien que vestía uniforme dijo una vez ante mí: «Hitler ha perdido la guerra por segunda vez.» La primera, por supuesto, había sido el fracaso de la invasión de Inglaterra. Pero, a partir del cerco de Stalingrado, de su dramático desarrollo, ya sabíamos a qué atenernos, aunque nadie pudiese profetizar el día en que echásemos las gorras al aire. Entre los periodistas acreditados de corresponsales de guerra corrían bulos e interpretaciones caprichosas de datos ciertos. Los desembarcos que precedieron al de Normandía, las campañas de África y de Italia, a las que no se nos permitió asistir, fueron presagios que nos llegaban en forma de noticias aisladas, a veces contradictorias, que hilvanábamos para hacer de ellos la gran noticia. Intenté trasladarme de Londres a Alejandría y asistir a la campaña de Monty, pero me fue negado el permiso. No así cuando las tropas de desembarco llegaron a París. Entonces fue ya relativamente fácil navegar por el canal, coger un tren. Asistí, con pocos días de retraso, a la fiesta de París liberado. No pude ver, y lo siento, los tanques tripulados por republicanos españoles que formaban la vanguardia de Lefèbvre y que llevaban su bandera al lado de la francesa, pero sentí cierto orgullo cuando me lo contaron. Fui a ver a mi portera: la hallé en su cubil acostumbrado, feo y caliente, un poco más delgada, pero llena de satisfacción porque habían echado a los alemanes. Me contó que una tarde, poco después de la invasión de París, llegó a su puerta Clelia, aterrorizada. Le pidió cobijo, aunque sólo fuera por una noche. Se lo dio. Al día siguiente, Clelia desapareció, no volvió a saber más de ella. «Se la llevaron, señor, se la llevaron como a muchos más. No espere verla nunca.» Me entristecí, me pregunté si habría nacido o no aquel hijo anunciado. ¿Por qué había vuelto a París desde Estados Unidos, donde estaba segura? Una vez, recorriendo los libreros de viejo de las orillas del Sena, hallé un libro publicado por una editorial desconocida, al menos para mí. Se titulaba
Memorias de un desendemoniamiento, y lo firmaba «Clelia». Era un ejemplar sin abrir, un desecho de venta. Lo compré, lo leí con avidez, de un tirón, con emoción creciente; lo leí como si lo estuviera oyendo, como si alguien me lo contara. Sin duda era Clelia su autora, sin duda era su propia historia la que había escrito, desde el momento de su entrada en el sanatorio hasta el instante mismo de la salida, no más. Era el proceso de una curación psicoanalítica, pero también el de un embarazo mantenido contra la opinión del médico. «Debe usted abortar. El curso del embarazo puede estorbar, o, al menos, alargar, el tratamiento.» Clelia se había negado, había tenido el niño, su familia se lo había llevado, estaba vivo y en buenas manos. Se refería a él como a una esperanza, pero jamás a su padre. El final del libro se me antojó especialmente patético: «Al salir del sanatorio vi cerca de mí a mis viejos demonios, que me estaban esperando, en fila, como los criados de un castillo inglés cuando el invitado parte. Me rodearon, me acuciaron, los recibí no sé si con espanto o júbilo. Lo que sí sé es que entraron otra vez dentro de mí, que se aposentaron donde solían. Nada más entrar en el taxi que me alejaba de aquel lugar, me hallé otra vez yo misma, la que había entrado un año antes, endemoniada para siempre.» No dejé de pensar en Clelia, pensé intensamente cuando, a la zaga de las tropas, entré en Alemania: pasábamos entre ruinas, la gente tenía una especial manera de mirar, indescriptible, la de los vencidos sin esperanza. E íbamos sabiendo ya, a ciencia cierta, lo que había sucedido en los campos de concentración. ¡Pobre Clelia! ¿Y por qué sólo pobre Clelia? ¿No habría corrido Ursula una suerte semejante, para mí inimaginable, salvo en lo que tenía de terrible? El estado de ánimo que aquellas ciudades rotas, que aquellas gentes humilladas, que buscaban en las ruinas no sé si un cuerpo o un recuerdo, me causaban era el adecuado para imaginar lo peor de dos mujeres que me habían amado, cada una a su modo; que yo creí haber olvidado, pero que ahora resurgían como fantasmas en aquellos espectros de ciudades. La guerra me las había arrebatado. Ya no eran nada. Me acometió un desánimo que era como sentirse en un vacío en el que se cae sin que la caída tenga un fin ni lo presienta. Empezó en Berlín, acaso después de que una mujer bonita y derrotada me pidiera dinero y me ofreciese su cuerpo para cobrarme. No pude hacerlo, ni lo deseé. Pero fue como si un enorme cuchillo cortase el tiempo: hasta aquí y desde aquí. De repente todo lo que me rodeaba perdió interés. La guerra había terminado, todo quedaba en miseria y política. Regresé como pude a Portugal. Fui recibido casi gloriosamente, una gloria que no me llegaba al corazón, que se quedaba en la mera superficie, gracias y sonrisas. «¡Tenemos que publicar esas crónicas en un libro!», gritaba el director. No me opuse, tampoco lo tomé a mi cargo; que hicieran lo que quisieran. Me había entrado un deseo inesperado de volver a Villavieja. ¿Por qué a Villavieja y no al pazo miñoto? Tampoco me cuidé de averiguarlo. El regreso a Villavieja era un modo simbólico de regresar al pasado, a la madre que no conocí, a la felicidad y a la inocencia, pero también a un modo engañoso, pues yo sabía de sobra que en Villavieja no encontraría ninguna de esas cosas. Ahora comprendo que se trató de una de mis huidas de la realidad, de aquella en que me hallaba metido hasta las corvas, un disgusto de mí mismo, la acostumbrada carencia de proyectos y de esperanzas. Podía, sí, quedarme en Lisboa, donde se me consideraba un buen periodista; pero ¿y qué? El periodismo era una etapa consumida; hubiera podido agarrarme a él si necesitase de sus ingresos para subsistir, o si no pudiese pasarme sin aquella reputación que me había granjeado. Pero afortunadamente lo mismo podía prescindir del dinero que de la reputación, al menos de sus manifestaciones inmediatas. «Éste es Ademar de Alemcastre, el famoso Alemcastre.» «¡Ah, sí, claro, el famoso Alemcastre!» Muchas veces me pedían que describiese de viva voz las angustias de los refugios. ¿En eso consistía la buena reputación? En Villavieja, la gente ignoraba las relaciones entre Alemcastre y yo, y, si alguien las barruntaba, con negarlo, listo. «En Portugal hay muchos Alemcastres.» Nunca se me ocurrió, sin embargo, pensar que en Villavieja sería yo mismo, porque en realidad nunca había sabido a ciencia cierta quién era yo. Y lo probaba el hecho de que me propusiera dejar de ser uno para otro. Lo probaba, no lo prueba. Hoy creo haber superado tales preocupaciones, que considero como mera literatura. Un hombre puede tener dos nombres, pero es el mismo hombre; una personalidad puede demostrarse o ejercitarse en distintos aspectos, pero es la misma personalidad. Cuando vivía en Londres, con Ursula, no me planteaba semejantes cuestiones: yo era el que soy, Filomeno, aunque no me guste el nombre. ¡Dios, qué inútil es todo esto, y hasta qué punto fue prueba de inmadurez el que me haya preocupado, el que me haya quitado el sueño! También esto de la madurez tiene su miga. A cada cual le sucede como a la cabeza de los niños, que cuando nacen traen los huesos mal pegados, y hace falta que pase el tiempo hasta que la soldadura del cráneo se haya consumado. Estamos hechos de piezas que encajan, y el encaje es la madurez: con la diferencia de que no basta el tiempo. Así como las manzanas maduran con el sol, los hombres maduramos en presencia de otra persona, en colaboración con ella. Mi proceso de maduración iba bien con Ursula. Se interrumpió, no hubo ocasión a que lo continuase con Clelia, y aunque los tratos con María de Fátima me hiciesen avanzar un tanto, el fracaso de aquellas relaciones era, ante mi conciencia, la prueba de mi relativa incapacidad. Y la guerra, al cesar, me devolvía a mí mismo en el mismo estado en que me había cogido. En mi cráneo quedaba un agujerito, y algo que entraba o salía por él me hacía esperar no sé qué maravillas de mi vuelta a Villavieja. Volví a hacer mi equipaje, pasé por el pazo, dejé las cosas encaminadas y bajo la dirección inteligente de mi maestro, quien me preguntó por lo que pensaba hacer, y a quien le respondí, como siempre, que no lo sabía.