III
El historiador trabaja con todas las cartas en la mano. Su tarea consiste en ordenarlas, habida cuenta de que ese orden no tiene por qué ser siempre el mismo. En la obra del buen historiador se advierte siempre, o se adivina, un componente artístico, algo que acaba remitiendo a las musas, y que quizá sólo sea el resultado de una clase especial de perspicacia, la que permite descubrir relaciones ignoradas, o al menos invisibles, entre los hechos, o inventarlas. La buena historia es como una buena novela escrita con el rigor de un drama. Los hechos sobre los que yo escribía desde mi soledad en el pazo no eran aún historia, sino sólo actualidad. Las conexiones las veía conforme iban pasando, y si es cierto que el final se presentía, o al menos se temía, no estaban claros los trámites que podían llevar a él, ni su orden. Hay novelistas que terminan su novela en matrimonio (más bien ahora autores de películas), y se acabó. Lo que suceda después ya no interesa. Pero todos los que desde un lugar u otro escribíamos acerca de la política del mundo en esos años de la Guerra Civil española, sabíamos, o estábamos persuadidos, de que todo acabaría en una contienda general. Pero ¿y después? ¿Quiénes iban a ser los contendientes? ¿Y quién iba a ganar? ¿Se repartiría el Viejo Continente entre Rusia y Alemania? Era una solución, no solo incierta, sino inestable, porque la vocación de unos y otros era de totalidad. Y esta duda coloreaba nuestros escritos de pesimismo intelectual. Se veía claramente que Hitler había entrado en la Historia como un caballo en una cacharrería, y que, a pesar de su modo de actuar, cada una de sus roturas parecía coger de sorpresa a los gobiernos y a los intérpretes de la realidad. ¿Cuál será, dónde será el próximo golpe? Los gobiernos europeos habían perdido la iniciativa, parecían dispuestos a seguir dormitando, entretenido cada uno con sus problemas nacionales, actuando a regañadientes cuando algo exterior los incitaba. En ese caso optaban por el camino más fácil. Esto, al menos, era lo que se me ocurría pensar a la vista de las noticias que me iban llegando; a la vista, por ejemplo, del pacto de Munich y de las tantas reuniones internacionales que lo habían precedido y de las pocas que lo siguieron. ¡Cuidado con el caballo, que no rompa más pucheros! Pero éstas son historias que conoce todo el mundo, que ya están suficientemente explicadas y contadas, no digamos comentadas. Lo que yo intento ahora recordar, y relatar, era mi situación personal, escondido entre bosques y entre vacas, mientras fuera de Portugal la guerra de España terminaba y se preparaba, a corto plazo, la otra. Y lo único curioso de mi caso fue la facilidad del tránsito de mi conciencia de observador, y, a veces, de juez, de lo que acontecía por Europa adelante, y la requerida por los negocios concretos de un propietario agrícola, metido en una empresa de la que no entiende nada, pero por la que se va apasionando día a día. Es cierto que, tácitamente, había delegado la dirección en mi maestro, el cual, cortés como era, no abusaba de su disimulada preeminencia, sino que guardaba las formas y, cuando había tomado una decisión, me consultaba sobre su conveniencia. Creí correcto responder con el mío a su interés. Dedicaba las mañanas a la vaquería, y las tardes al estudio de la situación internacional, y actuaba como dos hombres que fueran uno solo, que viviese alternativamente en dos mundos sin relación aparente. Si en el uno lo acuciante era el desarrollo de una situación al parecer sin salida, en el otro lo que apuraba era llegar al fin de aquella etapa de vacas preñadas, de lo que iba a suceder cuando nos hallásemos con cien crías en los establos, a las que había que dar salida. La inminencia de la guerra me obsesionaba; la de cien partos obsesionaba a mi maestro. Los partos llegaron antes que la guerra, bastante antes: no todos de una vez, sino escalonados; primero los de las vacas holandesas, y, unas semanas después, los de las suizas. Fueron días de emoción y de jaleo. Había algo de humano, de conmovedor, en aquellas maternidades en serie que presenciamos con curiosidad y estupor.