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Mi maestro recibía regularmente cartas de don Amedio. Le respondía dándole cuenta del estado de sus intereses, o, más bien, de su casa y de sus fincas. No traían quebraderos de cabeza, porque eran puro lujo, sino los inevitables cuidados de la conservación y del fisco. Pero aconteció que la miss recibió una carta de María de Fátima, a la que siguieron muchas, casi regularmente. Solía dármelas a leer, con el pretexto de la oscuridad de su sintaxis, pero en realidad para que yo las conociese. Ella pensaba, y no me lo dijo, y yo pensaba, aunque lo haya callado, que María de Fátima se valía de la miss para comunicar conmigo, para que yo supiese de su vida y de sus desventuras. Nunca lo dijo expresamente, pero la evidencia de su intención no era ni siquiera discutible. Poco a poco fue estableciendo un sistema de claves: decir que recordaba Portugal significaba que no me había olvidado. Y así muchas otras. Nunca leí las respuestas de la miss, ni me dio cuenta de ellas, pero supongo que, también de manera indirecta, tendría a María de Fátima informada de mi vida. De esta correspondencia deduje fácilmente que María de Fátima no era feliz, que su relación con su supuesto padre no era fácil, menos aún cordial, que la vida de Río de Janeiro no le satisfacía. Hablaba como de una redención del momento en que su padre decidiera volver a Portugal, hecho que, por su parte, don Amedio remitía a una fecha incierta, aunque lejana. El estado de sus negocios en Brasil, afectados como en todas partes por la situación general, reclamaba su presencia. Llegó a decir en una carta que era una suerte que la muerte de su mujer le hubiera obligado a regresar; de lo contrario, sus negocios se hubieran ido al tacho.

Una mañana de mucha lluvia llegó a mi casa un automóvil de matrícula española, del que descendieron dos señores que querían hablar conmigo. Los recibí. Se me presentaron como comisionados de una empresa ganadera que abarcaba toda Galicia. Se habían enterado de que yo tenía ganado que vender, y venían a tratar de una posible compra. Mandé llamar a mi maestro, ante quien repitieron sus pretensiones, pero con quien hablaron ya de cifras y de formas de pago. Asistí a una conversación que no me atrevo a calificar de disputa, en la que nadie se oponía directamente a nadie, ni se exhibían razones contra razones, sino más bien una intricada charla hecha de sinuosidades, alusiones, reticencias, rectificaciones, al final de la cual resultó que se habían puesto de acuerdo y que se consideraban comprometidos a una opción preferencial sobre la producción. O sea, dicho de otra manera, que aquellos caballeros nos comprarían todas las terneras y los becerros que pariesen las vacas, pagándolos no sólo según los precios del mercado, sino también de acuerdo con la raza de las madres y la esclarecida prosapia de los sementales. Si calculábamos en ciento el número actual de crías, y en veinte las de uno y otro sexo que debíamos conservar, ellos se comprometían a la adquisición de ochenta, que no estaba mal como principio del negocio. El cual ofrecía, por parte de ellos, ciertas particularidades referidas ante todo al modo de transporte, que había de hacerse no en tren, como parecía más lógico y cómodo, habida cuenta de la proximidad de una estación en Valença, sino en camiones por los caminos de la montaña. Esto me sorprendió, aunque no hice observación alguna, pero después me explicó mi maestro que aquellos caballeros representaban a un sindicato poderoso con grandes agarraderas en Burgos, y gente de poder comprometida, y que la mayor parte de sus negocios tenían algo de ilegales. Por lo pronto, nuestro ganado estaba destinado a pasar clandestinamente a España. «Lo cual no debe preocuparnos, porque los riesgos no corren de nuestra parte.» Como habían pagado a tocateja, el asunto quedó allí; pero como cuando vinieron a hacerse cargo del hato, permanecieron un par de días en la aldea, y almorzaron con nosotros, salió, sin yo quererlo, la cuestión de mi ausencia de España y de sus razones. Uno de aquellos sujetos, un tal don Bernardino, personaje jocundo y buen bebedor, me escuchó con atención, y al final me dijo: «¿A usted le gustaría entrar en España, al menos a echar un vistazo a esos bienes que tiene allá?» «¡Hombre, por supuesto!» «Pues déjelo de mi cuenta.» Me pidió ciertos datos, sobre todo los referentes al servicio militar. Al despedirse, me dijo: «Váyase preparando para su próximo viaje a España.» No me hice grandes ilusiones, pero algún tiempo después, poco más de dos semanas, aquel sujeto apareció en el pazo en un coche que conducía él mismo; al mediodía, de modo que se le invitó a comer. Y guardó la sorpresa hasta los postres: sacó del bolsillo un sobre y me lo entregó. «Ahí tiene usted un pase de fronteras válido para un año. Durante ese tiempo puede usted entrar y salir todas las veces que quiera, siempre que lo haga por un puesto de Galicia. La jurisdicción de la autoridad que lo firma no se extiende más allá. Cuando vaya a Villavieja no deje de buscarme, o, al menos, de tenerme prevenido. Hay una persona a la que le gustaría hablar con usted.» No dejé de pensar que aquello podía ser una trampa, y se lo comuniqué a mi maestro. «Yo no lo creo. Harán demasiado buenos negocios con nosotros para estropearlos por una jugarreta política que a nadie le interesa. No olvides que, en Villavieja, poca gente, o ninguna, te recordará, y que tu supuesto delito no habrá trascendido de las oficinas militares. Yo, en tu caso, me arriesgaría.» Entré por la frontera de Tuy sin dificultades. Tampoco las tuve en Vigo, ni en el tren que me llevó a mi pueblo, aunque varias veces me hubieran pedido la documentación. No hay que olvidar que mi pasaporte había sido expedido por el cónsul franquista de Oporto. Llegué a Villavieja de noche, sin prevenir a nadie. Hallé mi casa cerrada, aunque una luz encendida en el segundo piso, donde solían dormir las criadas, mostrase que alguien había en ella. Me metí en un hotel aconsejado por el taxista. Nadie dio muestra de conocerme, ni de recordarme. Y ya en mi casa, por la mañana, la vieja Puriña tardó en reconocerme. «¡Ay, el señorito Filomeno!», dijo por fin. ¡Ya era otra vez Filomeno, con aquel aditamento de «señorito» que no acababa de hacerme feliz y que me perseguiría por mucho tiempo! La conmoción sentimental no fue tan grande que temblasen las paredes. Puriña tuvo un gran interés, un interés inmediato, en mostrarme la casa, para que viese lo bien tenida que estaba, igual que si esperase mi llegada. La hallé pulcra, fría y solitaria, como un museo olvidado en que hasta los sentimientos se hubiesen guardado en vitrinas. Mandé traer mis cosas del hotel, y avisé a mi abogado que viniese a verme. Lo hizo y escuchó con sorpresa y cierta sonrisa finalmente comprensiva la explicación de mi presencia. Cuando le dije el nombre de aquel sujeto que me había facilitado el salvoconducto, primero torció el morro, después se echó a reír. «¡Buen pájaro es el tal Bernardino! Pero, a veces, se está más seguro con los sinvergüenzas que con las personas decentes.» Por él supe las andanzas de aquel don Bernardino, hombre de paja de incógnitos, aunque sospechados poderes, y factótum del sindicato ganadero que me había comprado el hato. «Traen a maltraer a los pobres campesinos. Les compran el ganado a precios irrisorios, que ellos imponen bajo amenazas. Luego reúnen el ganado en un lugar donde lo atiborran de sal. Las pobres vacas beben, aumentan de peso, y así lo venden al ejército y a los proveedores de muchas ciudades.» Me mostré pesaroso de haberle vendido mis terneras, ya que iban a padecer, las pobres, de sed artificial. «No. Al ganado como el tuyo no lo venden, lo destinan a mejores empresas. Ten en cuenta que, cuando termine la guerra, habrá que abastecer a la mitad de España, que está hambrienta, y reponer ganaderías… No pases cuidado por tus becerros.» De lo que me contó mi abogado, lo más importante fueron las dificultades en que se halló metido para evitar que requisaran mi casa con el pretexto de que estaba vacía, para no sé qué organización patriótica.