Выбрать главу

A pesar de los informes, y por consejo del mismo abogado («Con esta gente hay que andarse con ojo, porque lo mismo que te dan facilidades, te las quitan; lo mismo que te ayudan, te hunden»), mandé recado a don Bernardino, quien me dio una cita en un café. «Vamos a ver a ese comandante que tiene interés en conocerle.» Me llevó a un edificio militar, en el que entró como Perico por su casa. Se anunció y fuimos recibidos. El despacho era vulgar, polvoriento. Un sorche pelado escribía a máquina; el comandante lo mandó retirar. Era, el comandante, un tipo alto y magro, de buena raza, pero con algo decadente o degenerado en la mirada; un brillo vacilante, a veces turbio, que divagaba por el espacio. Movía con dificultad el brazo derecho, de modo que me tendió la mano izquierda y explicó que eran las consecuencias de la guerra. La conversación fue de lo más corriente; me hizo preguntas acerca de mi situación, y yo le respondí con la verdad a todas ellas. Se interesó sobre todo por mi permanencia en París y por mi oficio actual de analista de las dificultades internacionales. «De eso me gustaría hablar con usted, mire.» Don Bernardino, que no había intervenido, propuso un almuerzo en no sé qué restorán, y desde allí mismo hizo, por teléfono, la reserva. El comandante, en cuanto nos sentamos a comer, fue directamente al grano. «Explíqueme la situación. Aquí, las noticias vienen tergiversadas y nadie sabe a qué atenerse, salvo los de muy arriba, que, sin embargo, tampoco están seguros.» Hablé durante un buen rato, di mi visión particular, o más bien personal, de cómo andaban los negocios de la política en Europa y fuera de ella, y de lo que yo juzgaba la causa de sus sobresaltos. «Luego, ¿usted cree en una próxima guerra?» «Será difícil evitarla.» «¿Ganarán los alemanes?» «Mi oficio no es de profeta.» «Pero usted conoce mejor que yo la magnitud de su armamento.» «Sí, es superior al de Francia, Italia e Inglaterra juntos.» «¿Cree que Mussolini se pondrá de parte de Francia?» «Todo depende de quien pueda más en su ánimo, si su ideología o los intereses de Italia. Pero no olvide tampoco el temor de una invasión, inevitable, desde Austria.» «¿No lo tiene por inteligente?» «Sí, pero los hombres inteligentes son los que cometen los más grandes errores.» «¿Qué opina usted de nuestra guerra?» «Apenas he vivido en España. Me faltan datos para opinar.» «Pero usted lee la prensa del mundo.» «Sí, pero no me fío de ella.» «¿Es usted de los que todavía esperan que ganen los republicanos?» «Después de la batalla del Ebro, no.» No pareció complacerle demasiado mi respuesta, aunque tampoco dijo nada que revelase algún disgusto. De repente, la conversación cambió de tono. Don Bernardino insinuó algo, el comandante le respondió, y empezaron los chistes verdes y los políticos. Don Bernardino hablaba mal de Franco, cuya victoria, sin embargo, deseaba no por razones ideológicas, según inmediatamente comprendí, sino porque era la condición de que sus planes económicos alcanzasen las dimensiones apetecidas, o, por lo menos, soñadas: nada menos que una especie de imperio agropecuario que abarcase toda España. «Y no es ningún disparate, creánme. Por ahora aquí vamos comiendo, pero en cuanto termine la guerra empezarán las dificultades. Habrá que dar de comer a la otra media España. Para entonces es para cuando hay que estar preparados.» Las miradas que se cruzaban entre el comandante y don Bernardino revelaban sin grandes dudas su connivencia; pero como también a veces me miraban a mí, llegué a comprender que, en aquel proyecto de invasión vacuna de la España derrotada, mis vacas eran un dato.

Estuvimos charlando hasta tarde. El comandante había bebido bastante, y tenía la mirada más revuelta y más triste. A don Bernardino, cada copa le aumentaba la locuacidad, sus chistes eran cada vez más irrespetuosos y agresivos. Hubo un momento en que calló y pareció adormecerse. El comandante lo aprovechó para inquirir de mí el grado de amistad política de los portugueses hacia el estado del general. Cuando don Bernardino regresó de su viajecito al sueño, aseguró con palabras contundentes que aquello había que rematarlo en juerga. Pero el comandante tenía que hacer algo. Quedamos en los soportales de la plaza a eso de las ocho.

El comandante venía de gabardina y boina; don Bernardino, muy puesto, con abrigo y sombrero. Desde el principio tomó la iniciativa, que consistió en comunicarnos sus planes. «Se me ocurrió telefonear a casa de la Flora. Nos esperan en el salón reservado.» El nombre de la Flora no me traía recuerdos, pero en seguida imaginé que se trataba de un burdel. Y si bien era cierto que mi ánimo no estaba para putañerías, los seguí, a aquellos dos, por calles que había olvidado, hasta una estrecha, que caía tras un ábside románico. No había más luz que la de un farol antiguo con una bombilla macilenta. Más que alumbrar, agrandaba las sombras. Dejaba ver, sin embargo, un ventanal del ábside, ornamento de monstruos y geometrías.

Don Bernardino nos precedía, como cliente favorecido. No llamó a la puerta, sino que la empujó. Nos condujo, por una escalera rechinante, hasta otra puertecilla, ésta barnizada y reluciente, tras la cual nos esperaba el salón de la Flora, quiero decir el salón privado, aquel al que sólo tenían acceso los golfos distinguidos. Había otro, en la planta baja, para la soldadesca y los horteras; de este segundo salón llegaban, como desde una lejanía, los rumores de una juerga con guitarra. Don Bernardino dejó encima de un sillón las prendas exteriores de su atuendo, y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. De pronto, desapareció. El comandante y yo llenamos el silencio con unos cigarrillos que yo ofrecí, que él encendió con un mechero anticuado, de los de campaña. Don Bernardino regresó con la Flora; una cincuentona delgada, de bastante buen ver, aunque un poco desmayada. Llevaba al cuello un medallón de oro de la Virgen del Carmen. Al comandante ya lo conocía. Yo le fui presentado como Filomeno Freijomil. Se me quedó mirando. «¿El hijo del difunto senador, que en gloria esté?» Le respondí que sí. «Tenemos que hablar, muchacho.» Le encargaron bebida, la trajeron unas chicas medio desnudas, algo así como un remedo ridículo y algo cursi del París de la leyenda. Bebieron con nosotros, se nos sentaron en las rodillas, siempre riendo a carcajadas y diciendo groserías. La que a mí me tocó, una rubia gordita, que decía ser berciana, a una señal de la Flora me abandonó y se perdió de vista. La Flora me indicó con la mano que me estuviera quieto, y lo estuve, fumando cigarrillos, mientras asistía al espectáculo de la cachondez estrepitosa y ordinaria de don Bernardino, al entristecimiento progresivo y cruel del comandante. Fue el primero en marcharse con su chica; don Bernardino lo siguió casi inmediatamente. Entonces, la Flora se sentó a mi lado, me ofreció otra copa (por cuenta de la casa) y se quedó callada. Comprendí que quería decirme algo y que no sabía cómo empezar. Ó acaso no estuviese aún decidida. Un cigarrillo nos aproximó, pero no le soltó la lengua. Decidí ser yo quien rompiese la barrera. «¿Por qué le indicaste a aquella chica que se fuese?» «Porque se ocupan con soldados de los que vienen del frente, y a saber qué mierdas les dejan. Siempre tengo a alguna en el hospital.» «¿Y los otros?» «¡Ah, los otros, que los coma una centella!» «¿Por qué?» A esto no supo o no quiso responderme más que con un mohín bastante despectivo. Sólo después de un instante añadió: «Son unos hijos de puta, y no me gusta verte con ellos.» No sé qué cara puse: tuvo que ser muy rara para que ella se apresurase, no a rectificar, sino a explicarse, y lo hizo de manera larga y minuciosa, no acusándolos de ningún pecado, sino exponiendo las razones por las que, sin aparente justificación, se había metido en mi vida. Había sido amiga de mi padre, y eso era todo. Se había acostado con él muchas veces, y eso le hacía sentirse un poco mi madre, «con el perdón de la difunta, que Dios haya; pero Él sabe bien que nunca le quité el marido, pues cuando anduvo conmigo, ella ya estaba muerta». Pasados los primeros minutos de sorpresa, las primeras palabras que me costó trabajo encajar, me sentí, de repente, atraído, no tanto por lo que me iba diciendo, como por lo que podía decirme. Le pregunté por mi padre. «¿Y qué quieres que te diga? Lo que yo pueda saber siempre será lo que vemos las putas. Y un hombre con una puta no se porta como con las demás personas. Con nosotras son distintos. Les salen cosas que ellos mismos no saben que llevan dentro. A unos, la pena; a otros, la maldad.» «¿Y a mi padre?» «Tu padre no era feliz, y eso era lo que le salía. Tenía de qué arrepentirse. Una vez me confesó que le había hecho un hijo a una criada y que luego la había despedido.» «Eso ya lo sabía yo.» Y tuve que espantar, para seguir escuchando a la Flora, un montón de recuerdos repentinos, impertinentes. «También dijo una vez que tú no lo querías.» «¿Y era eso lo que le hacía desgraciado?» Pareció recordar, o meditar. «Eso nunca se puede saber, filliño. La desgracia la lleva uno consigo, como el caracol su casa, y a veces nadie quiere enterarse de quién es el culpable, si lo hay. Ya ves: aquí me llegan muchachas desgraciadas. A una la abandonó el novio con un hijo; a la otra la violó su padre, y su madre la echó de casa. Eso es lo que cuentan, pero ¿cuál es la verdad que callan? Yo no se lo pregunto. Cada uno es cada uno, y allá Dios con todos. Tu padre no era feliz, eso no había más que verlo, a pesar de tenerlo todo. Nunca sonrió en la cama, nunca le vi alegre, al llegar o al marcharse. Era de esos que vienen a las putas lo mismo que un hambriento va a la taberna a comerse un bisté. Lo hacía, además, como si le diera vergüenza, y salía de aquí más avergonzado de lo que había entrado. Pero no empezó a venir de joven, cuando se quedó viudo, o, al menos, yo no se lo oí contar a nadie. Tampoco venía cuando iba a Madrid todos los meses, porque allá se corría sus juergas, digo yo, con otra clase de mujeres, más refinadas. Empezó a visitarme después de lo de la criada. Yo aún no era el ama, y tenía buenos Chentes. Tampoco padecía del corazón, como ahora, que cualquier día espicho, sobre todo si sigo fumando. A tu padre, como te dije, le mordía la conciencia de lo de la criada. No se cuentan esas cosas más que cuando lo hacen a uno desgraciado.» Me atreví a preguntar a la Flora por la sífilis de mi padre. «¿Lo sabes?» «Alguien me lo contó.» «Pues esa mierda que lo llevó al otro mundo no se la regalé yo, bien lo sabe Dios, sino que fue con una nueva, una de esas de los cafés cantantes, que se veía a las leguas que estaba podrida. Bien se lo dije cuando la trajo aquí. "Ándate con cuidado, que ésa no es trigo limpio." No me hizo caso. Parecía como si lo buscase. Y no es que tuviera celos, pero una tiene que tomar sus precauciones. "A mi cama no vuelvas si vas con ella." No volvió.» Dio un suspiro, la Flora, como si aquellas palabras le hubieran traído pena con los recuerdos. Me atreví a preguntarle si había estado enamorada de mi padre. «En este oficio, ¿quién puede decir que esté enamorada? Las cosas son distintas. Pero la verdad es que le tomé cariño, por la lástima que me daba, un hombre como él, que se reconcomía sin consuelo. Si hubiera estado enamorada, no me habría importado que me contagiase. Nosotras somos así. Pero me dio miedo. Gracias a Dios y a la Virgen del Carmen -y se llevó la mano al medallón de oro- algunas mierdas pequeñas tuve, pero nunca ésa. Cuando tu padre murió, que no había nadie aquí de la familia, tú no sé dónde andabas, mandé decir unas misas por su alma, ya ves. Y ahora te cuento todo esto no sé por qué. A lo mejor tienes otra idea de tu padre, y saber que no era malo te viene bien.»