De pronto, se echó a llorar. No estrepitosamente, ni con hipidos o congoja, sino con lágrimas tranquilas. «Bueno, no hablemos más de eso. Los muertos ya están muertos, y Dios habrá sido justo con ellos. Ahora vamos a lo presente. Si vas a quedarte aquí, y necesitas una mujer, me llamas por teléfono y me lo dices. Yo sé de algunas que lo hacen por necesidad, y no por vicio, muchachas educadas, venidas a menos, o hijas de fusilados. ¡Hay tanta gente en malos pasos! Como esta casa está detrás de la iglesia, ellas entran por la puerta principal, como si fueran al rosario, y salen por la trasera, que cae justo al otro lado de la calle, donde hace sombra. No se dio el caso de que las hayan descubierto, ni que se sospeche. Hay hombres casados que les gusta echar una cana al aire, y que callan la boca por la cuenta que les tiene. Les pagan bien, a las pobres. Hay una que te vendría de perlas, jovencita y de buen ver. Dicen que es muy alegre en la cama. Si quieres, mañana, a esta hora… Puedes fiarte de ella, y, desde luego, de mí.» Acepté el ofrecimiento por cortesía, y un poco también porque aquella mujer me había caído simpática. Quedamos para el día siguiente al caer la tarde. «Ahora vete. Ya te disculparé con ésos. No me gustaría volverte a ver con ellos.» Antes de marchar, le pedí que me hablara de don Bernardino y del comandante. «Don Bernardino es un sinvergüenza, todo el mundo lo sabe. Viene aquí, toma unas copas, se ocupa y se marcha sin pagar, como si el negocio fuera suyo, todo a cuenta de no sé qué favores o protecciones de que presume siempre, como si estuviéramos vivas gracias a él. Y yo aguanto porque, en este trato, una nunca está segura, y cualquier inspección te puede cerrar la casa sin pretexto. El otro, el comandante, es un cenizo. Paga, eso sí, pero se porta mal con las chicas. Sólo quieren ir con él las que no lo conocen, como esta de hoy. Dicen que las hace sufrir, y que les pide cosas de las que no están bien. Y, ¡qué coño!, también las putas tenemos nuestra dignidad.» Me llevó hasta la calle por la escalerilla trasera. Estábamos a la puerta, cuando salió de las sombras una mujer con el rostro cubierto con un velo, dijo «Buenas noches» y echó escaleras arriba. La Flora me miró, me dio un empujoncito y cerró la puerta. Quedé solo bajo la lluvia, y caminé por callejas en sombra. Recordaba a mi padre y me daba cuenta de que no lo entendía ni lo había entendido jamás. Aquella pena póstuma me duró poco.