Estuve unos cuantos días en Villavieja del Oro. No volví a ver al comandante; aunque sí a don Bernardino. Por las preguntas que me hizo, deduje que se sentía repentinamente interesado por la política exterior. «¿Y usted cree que, si hay guerra, los alemanes llegarán hasta Irún?» No me fue difícil deducir que su caletre maquinaba suministros de carne en cantidades millonarias al ejército invasor. ¿Quién sabe si mis vacas alimentaron a los ocupantes de Francia? Por lo que fui sabiendo, compró mis crías varios años seguidos, hasta que se acabó la guerra. Pagó siempre bien, puntualmente. Según me informó mi maestro, desaparecía de repente, o, más bien, no vino cuando se le esperaba, y no volvió más. Hubo que pensar en otros compradores para nuestro ganado, pero entonces ya había cambiado el rumbo de mi vida.
CAPÍTULO SEIS
I
A Emilio Roca se le veía hacer el mismo diario recorrido, sin descanso dominicaclass="underline" muy de mañana, los despachos de los bancos y de las cajas de ahorros; después, los cafés del centro; por último, la estación del ferrocarril, a la hora en que pasa el tren para Madrid. Llevaba un cartapacio bajo el brazo, y se dirigía a la gente, o, mejor, a las personas: «¿Quiere usted un poema?», preguntaba unas veces, y otras: «¿Le interesan a usted unos versos?» Como Emilio Roca ejercía la poesía satírico-narrativa de alcance estrictamente local, solía vender cada mañana de veinte a treinta de aquellas hojas editadas clandestinamente en ciclostil, comentadas en los corrillos, en las mesas de los cafés y, en las casas particulares, a la hora de comer. Tenía, por supuesto, más lectores que compradores, y disfrutaba de una excelente, aunque un tanto maligna, reputación local; no así de la generosidad de cierto público, que lo leía y reía a costa de sus versos sin gastar una peseta. Emilio Roca, a veces, se metía con la autoridad constituida, y no por alusiones, sino por frases paladinas, y entonces la policía lo detenía, le ponía una multa y, como no podía pagarla, iba a la cárcel por una quincena, un mes o veinte días, según la gravedad de la ofensa. Durante estos períodos de encierro, la familia Roca, esposa, tres hijas mayores y dos muchachos, vivían como podían, y con frecuencia no podían vivir. Entonces pedían limosna discretamente o pasaban hambre. «¿Qué comerán estos días los hijos de Emilio Roca?» «Pues las pasarán putas.» Pocos les enviaban un duro o un kilo de jarrete para que hiciesen un caldo de mínima sustancia. Emilio, en la cárcel, ahorraba pan y cuando los domingos iban sus hijas a comunicar (su esposa estaba impedida), tenía preparada una bolsita de mendrugos que el visitante se llevaba para poder al menos guisar unas sopas de ajo. «Pero, don Emilio, ¿ya está otra vez aquí? ¿Cómo no aprende? Si en vez de meterse con el alcalde, lo elogiase, lo podía pasar usted tan ricamente.» «Sí, señor director, lo comprendo, y a veces se me ocurre escribir un soneto dándole cobas; pero no sé qué tienen mis versos, que siempre me salen satíricos, y ya ve.» «Lo comprendo, don Emilio, pero ¿qué más le da un alcalde que otro? En el fondo, todos son iguales, los de ahora y los de antes.» «¡Y qué razón tiene, señor director! Todos son igualmente cabrones.» Cada vez que salía de la cárcel se prometía a sí mismo no reincidir y limitar sus agresiones verbales a la estanquera que no le fiaba el tabaco, o a cierta señorita de la localidad que andaba de picos pardos, pero después, si no se metía con el alcalde, se metía con la guardia municipal, que era peor, y ¡hala!, otros quince días a la trena. Cuando me conoció, la primera vez que fue a la cárcel, le mandé unos duros a la familia. Se lo dijeron. Me envió desde la celda un largo poema laudatorio, y me sentí comprometido ante mi propia conciencia a mantener a la esposa impedida, a las tres hijas que ya empezaban a putear, y a los dos mamalones de sus hijos, hasta la próxima. Fue una de las acusaciones que se me hicieron en su momento, la de favorecer públicamente a un enemigo del régimen; acusación basada, desde luego, en los hechos, pero bien sabe Dios que mis razones no eran políticas, sino sólo humanitarias. A mí, Emilio Roca me caía bien, como a todo el mundo, y si su indudable estro se había especializado en lo satírico, bien compensado estaba por otros estros orientados exclusivamente a la pelota. Emilio Roca, cuando estaba en libertad, era uno de los asiduos a mi tertulia nocturna en el café cantante La rosa de té, título bajo el que no podía cobijarse ningún antro, sino un lugar entretenido a cuyas funciones de tarde acudían numerosas familias de las mejor miradas de Villavieja. Claro que las funciones de noche eran menos decentes, y en alguna ocasión, no por culpa del dueño, incurrían en la más desenfrenada indecencía, según los criterios vigentes; pero el dueño, don Celestino, pagaba el pato lo mismo; quiero decir, la multa que le imponía la autoridad. «Comprenderá usted, don Celestino, que hay cosas ante las que no se puede hacer la vista gorda. Hoy viene una denuncia en el periódico de que, anoche, la bailarina de turno se quitó las bragas en escena.» «Sí, querido inspector, yo no lo pude evitar. La gente empezó a gritar: "¡Que se las quite, que se las quite!", y usted ya sabe cómo es esa clase de mujeres. Pero le aseguro que no volverá a suceder, se lo aseguro por la memoria de mi madre.» «Sí, hombre, lo comprendo, pero si el periódico se lo hubiera callado…» «Lo del periódico, señor inspector, es otra cabronada. El tío ése, Villaamil, que es el que escribe la noticia, viene aquí todas las noches a chupar del bote, y a veces se pasa. No se puede, señor inspector, pedir una botella de champán para invitar a una furcia, y largarse sin pagar. Fue lo que sucedió anoche. ¡Y bien que se reía el muy cabrón cuando la tía se quitó las bragas! Como luego pasé la cuenta…»
A la peña nocturna de La rosa de té venía también don Agapito Baldomir con su vademécum. Don Agapito Baldomir había sido maestro nacional, pero lo dejaron cesante a causa de sus ideas republicanas. Por fortuna, la esposa de don Agapito tenía tierras por la parte del Ribeiro, y sacaba de ellas para ir tirando la pareja, que no tenía hijos. Don Agapito, además, daba clases clandestinas a algunos muchachos a los que se les ponía el latín de pie, y él, que lo sabía bien desde el seminario, y que tenía buenos métodos, conseguía que acabasen aprobando, de modo que nunca faltaba por este lado un ingreso de treinta o cuarenta duros, de los cuales su mujer le dejaba la mitad para sus gastos; porque un hombre necesita tener un duro en el bolsillo y no andar siempre pidiendo para tabaco o para tomar café. A don Agapito su mujer le permitía acudir a las tertulias nocturnas, a pesar de las cupleteras y sus excesos, gracias al buen cartel que tenía con ella y que ella se cuidaba de propalar. «Es un hombre que cumple, ¡vaya si cumple!, a pesar de sus cincuenta años.» Para cumplir en casa, como don Agapito cumplía, no se podían hacer dispendios con suripantas nocturnas, esto era obvio. Para la señora Baldomir, a quien alguna vez hallé en la calle en compañía de su marido, yo sería una especie de sabio si no fuese antes una especie de santo. ¡Lo que son las cosas! Por esta razón, y porque en la peña nocturna, según don Agapito, sólo se hablaba de temas intelectuales, la señora de Baldomir le permitía acudir todas las noches, a condición de que, después, en la cama, él le contase de qué se había hablado, y algo de lo que se había visto, y así poder amarse dulcemente. Don Agapito Baldomir llevaba dentro del vademécum su poema Patita, debajo de cuyo título, caligrafiado según el estilo más florido, rezaba entre paréntesis la traducción castellana: Todo. Patita era un poema cosmogónico escrito en aleluyas y mecanografiado en papeles de distintos colores, cada canto del suyo, de modo que, cerrado y encuadernado, mostraba un arco iris que invitaba a la lectura, como un helado o un caramelo multicolores invitan a comérselos. Don Agapito llevaba siempre consigo el texto del poema por la seguridad que tenía de que mucha gente estaba dispuesta a robárselo y plagiárselo, y también porque, en realidad, se trataba de un poema inestable y bastante confuso, cuyo primer capítulo parecía condenado a no encontrar jamás la forma definitiva. Don Agapito era un hombre escrupuloso, y, a pesar de las dificultades policiales que impedían la entrada en el país de las últimas ideas científicas, él conseguía averiguar qué pensaban los sabios acerca del origen del universo en dispersión, y como cada semestre, más o menos, llegaban ideas nuevas, él no tenía más remedio que reformar sus pareados e introducir en el poema las novedades, bien como afirmaciones definidas, bien como hipótesis. Si bien es cierto que se consolaba con la estabilidad del segundo capítulo, o canto, una parodia del Génesis de la que se sentía muy orgulloso, sobre todo al pensar que, después de aquellas aleluyas, nadie podría aducir en serio, como argumento científico, la historia de Adán y Eva y la insostenible tesis del pecado original. Don Agapito se puso de mi parte después de la escisión de los contertulios del Café Moderno, y me siguió también cuando la disputa entre Agamenón y Aquiles, a causa de Briseida, se decidió a favor de Agamenón y hubimos de emigrar de La rosa de té. Pero ésta es otra historia.