Mi crédito, en Villavieja, comenzó como un estallido, como un fulgor inesperado que, paulatinamente, se va apagando en virtud probablemente de la misma ley que rigió el incremento de su esplendor. Cuando llegué, nadie sabía a ciencia cierta de dónde venía, ni dónde había pasado los años de la guerra, ni mucho menos que hubiera sido corresponsal de guerra de un diario lisboeta, ni podían tampoco sospecharlo, porque mi libro de crónicas aún no fuera publicado. Esta incertidumbre, que yo no me molestaba en aclarar, me encasquetaba un resplandor de misterio, algo así como una aura que rodease mi cabeza y me confiriese una condición vecina a la sanidad, aunque de signo bastante ambiguo. Los que aseguraban saber de buena tinta que yo había pasado todos aquellos años en París, se dividían en dos bandos, no necesariamente enemigos, ya que una cosa no quitaba la otra y podían complementarse. Los unos me atribuían enredos de espionaje y de mujeres, acaso un único enredo, aunque complejo, y se preguntaban cómo me las había compuesto para no caer en manos de las SS. «Porque unas veces habla de París, otras de Londres, y durante la guerra no debía de ser muy fácil viajar de Francia a Inglaterra.» Los segundos se limitaban a imaginarme entregado a una vida intelectual y galante, digamos de escritor mujeriego, más o menos bohemio, aunque más mujeriego que escritor, sin inquirir demasiado a fondo en cómo había podido sortear los peligros de las policías políticas. «Porque una cosa está segura: no era de los nazis. De lo contrario, sería bien visto por los que mandan aquí, y todos sabemos que desconfían de él.» La verdad fue que ni los unos ni los otros andaban demasiado acertados, pero todos ellos me acuciaban para que le contase cosas, unas veces políticas; otras, pornográficas. Mi reputación, para los contertulios del Café Moderno y, gracias a ellos, para la gente en general, al lado de un matiz que no se atrevían a reconocer como heroico, situaban otro que tampoco se decidían a calificar de depravado, pero que se le aproximaba. «¡Parece mentira a lo que ha llegado el hijo de don Práxedes Freijomil, tan de derechas!» No faltaba quien se santiguase. Todavía conservaba París, para aquella gente, el prestigio diabólico de capital del mundo, que implica la capitalidad del vicio y quién sabe si la del crimen.
De todas maneras, el fundamento más sólido, y, aunque parezca raro, el más peligroso de mi fama local, era mi conocimiento de la literatura y de los movimientos artísticos anteriores y contemporáneos de la guerra: acerca de estas materias, cuando se suscitaban dudas, en última instancia se me consultaba. Los intelectuales de Villavieja habían presumido siempre de estar al día, y ahora padecían del aislamiento en que la censura los tenía confinados. Se sabía vagamente que en París acontecían cosas de las que sólo llegaban noticias insuficientes, las olas mansas de una tempestad lejana. «¿Qué es el existencialismo? ¿Quién era Sartre?» Y a estas interrogaciones, verdaderamente angustiosas, yo no podía responder porque eran fenómenos posteriores a mi salida de Francia. Si por medio de amigos y subrepticiamente lograba que desde Lisboa me enviasen un libro, después de leerlo, y, a veces antes, se lo pasaba a aquellos hambrientos de letra impresa, insaciables como los hambrientos de Dios: siempre en secreto y con precauciones, pero aunque ninguno de aquellos libros haya caído en manos policiacas, no dejaba de decirse que yo recibía del extranjero, bajo cuerda, literatura subversiva. ¿Por conductos masónicos? En ciertos medios no se hallaba otra explicación. Mi correspondencia era escrupulosamente examinada y más de una vez tuve que ir a una oficina y explicar a un funcionario de rectitud incomparable y escrupulosa ortodoxia el significado exacto de unas frases sospechosas. «Esa María de Fátima de que siempre le hablan, ¿no es una palabra clave? ¿No será la república?» «Descuide, señor. Sólo se trata de una mujer bonita y desgraciada.» No quedaba el chupatintas muy convencido.
Todo esto acontecía, digamos, en las catacumbas intelectuales de la ciudad, en aquellos restos de pasado que la fortuna o el desprecio de los vencedores habían dejado incólume, y que, por fidelidad a tiempos que ya empezaban a ser remotos, seguían reuniéndose en el mismo café al que antaño concurrían los Cuatro Grandes, aquellos definidores indiscutidos de la realidad que yo había conocido en mi niñez. «¡Ah! ¿Usted llegó a conocer a don Fulano?» Mi respuesta afirmativa me situaba en el grupo (cauteloso) de los que los habían tratado; gente toda ella mal mirada por el estamento oficial, gente de pésima recordación. Sin embargo existía en la ciudad otro mundo, el de la cultura visible y triunfal, en el que llevaba la voz cantante doña Eulalia Sobrado. ¡Ay, aquella doña Eulalia! Cuarentona de buen ver, famosa por la perfección de sus piernas y por la oportunidad de sus citas de Menéndez y Pelayo, desempeñaba una cátedra provisional de literatura en la que sustituía a un antiguo profesor titular, fusilado por sus ideas y, sobre todo, por su contumacia. ¡Hasta el final las había defendido el pobre, hecho todavía más heroico si se considera que ninguna de ellas era suya! Tampoco lo eran las de doña Eulalia, si bien, a causa de su coincidencia con la ideología oficial, no sólo se le permitía exponerlas, sino sobre todo defenderlas, y en la defensa de cualquier idea doña Eulalia era un espectáculo más que intelectual, erótico. Hasta los rojos más recalcitrantes se dejaban acariciar por la dulzura cachonda de su voz, y es de temer que la arrogancia y la movilidad de sus pechos (no se sabe por qué con fama de afrancesados) arrancase a muchos radicales disimulados gemidos de ilusión sin esperanza, porque, según uno de los pliegos poéticos de Emilio Roca, era muy mirada con el ideario político de sus supuestos amantes. Había publicado, durante la guerra, una novela patriótica de amor y sacrificio, muy discutida en su tiempo por cuanto los protagonistas, al despedirse, se besaban, y no con un beso casto en la frente, sino en la boca, largo y estremecido, un beso al que seguían unos puntos suspensivos. ¡La que se armó, Dios del cielo, por los puntos suspensivos! Su significación era indudable, y a nadie le cupieron dudas. Un rojo ruidosamente converso, que ejercía en el periódico local las recensiones literarias, después de elogiar las buenas intenciones patrióticas de doña Eulalia, se entretuvo en descifrar los puntos suspensivos, y lo que salió fue el pecado. ¡Aquellos puntos suspensivos, por increíble que fuera, destruían los efectos patrióticos y moralizantes de la novela! Ya estaba bien, como concesión al naturalismo, que se besasen en la boca; pero ¡con puntos suspensivos…! ¿Qué iba a ser de las buenas costumbres si las parejas daban en besarse en la boca con puntos suspensivos? Durante unas horas, doña Eulalia quedó en entredicho; pero se defendió de las acusaciones puritanas diciendo que los pecadores habían pagado su pecado; él, muriendo en el frente; ella, ingresando en una orden hospitalaria de la que no pensaba salir. También doña Eulalia tenía su mote,